Autoconciencia, entonces, debe entenderse como la conciencia del ser humano de sí mismo a partir de su proceso de vida real. Esta autoconciencia ahora llega a ser el criterio con ayuda del cual es posible discernir los dioses: formula el juicio en contra de todos los dioses del Cielo y de la Tierra que no reconocen que el ser humano es el ser supremo para el ser humano.
Con eso Marx va más allá de Feuerbach, quien solamente conoce dioses en el Cielo, no en la Tierra. Niega la existencia de estos dioses en el Cielo. Marx acepta esta crítica, pero insiste ahora que se trata en realidad de los dioses terrestres, a los que hay que enfrentar. Son dioses que experimentamos: el dios oro se puede ver. Marx dice que todos tienen que pasar por el Feuerbach (que en alemán significa “arroyo de fuego”), pero no quedarse en él para no quemarse los pies, porque los dioses terrestres no son productos de la imaginación, como lo son los dioses trascendentes; existen realmente, en el sentido de que tenemos experiencia de ellos y que nos influyen.
Ni el mercado ni el capital ni el Estado ni ninguna otra institución o ley son el ser supremo para el ser humano. El ser humano mismo lo es. Ni siquiera Dios lo puede ser. Por tanto, todos los dioses que declaran el mercado o el capital o el Estado o cualquier institución o ley como el ser supremo para el ser humano son dioses falsos, ídolos o fetiches. Un Dios que no sea un falso Dios necesariamente es un Dios para el cual el ser supremo para el ser humano es el ser humano mismo. El teólogo de la liberación Juan Luis Segundo ha afirmado explícitamente eso.
En vez de la sacralización del mercado, es decir, de una institución y, por tanto, de una ley, aparece la sacralización del ser humano como el sujeto de toda ley e institución. La sacralización del ser humano resulta ser la declaración de su dignidad, y hoy la formulan los indignados de todo el mundo. Esto tiene que desembocar en una intervención sistemática y duradera en el mercado, las instituciones y el mundo de las leyes en pos de esta dignidad humana. La política, por tanto, tiene que ser una política de humanización, no de comercialización. Eso incluye la humanización de la naturaleza, que presupone el reconocimiento de ésta como sujeto. En el lenguaje andino se trata de la consideración de la naturaleza como Pachamama.
Por eso, en Marx se trata de una teología profana, que él desarrolla. No es una teología para especialistas ni tampoco para visitantes de iglesias. Como profana, se trata de una teología para la gente en su cotidianidad y, como tal, de una teología para todos, inclusive los teólogos y visitantes de iglesias.
Eso es la declaración de la libertad humana: libertad, igualdad y fraternidad. La otra posición fetichista e idolátrica Marx la denuncia; es libertad, igualdad y Bentham (cálculo de utilidad individual). Así lo dice en El capital. Bentham significa aquí la renuncia a toda fraternidad en nombre de la mano invisible, declarada en contra de toda experiencia del realismo del amor al prójimo o de la fraternidad. Lo racional es sometido a la magia del mercado; el mercado es declarado el ser supremo para el ser humano.
La canciller alemana Merkel decía hace un tiempo que “la democracia tiene que ser conforme al mercado”. Por tanto, de acuerdo con sus palabras, el ser supremo para el ser humano es el mercado. Eso se extiende fácilmente: no solamente al mercado, también al dinero y al capital y, como soporte de éstos, al Estado. Una carta de un lector hacía la pregunta: “¿y por qué no es al revés y el mercado tiene que ser conforme a la democracia?”. No hubo respuesta. Efectivamente, vivimos en un mundo que considera al mercado como el ser supremo para el ser humano. Según los criterios anteriores, el mercado es el dios falso de nuestra sociedad, pero la opinión dominante sigue con el mercado como el ser supremo para el ser humano.
El mercado, así considerado, implica hoy siempre la transformación de toda la economía en una gran máquina de acumulación de capital, vista en función de una maximización del crecimiento económico. El mercado como ser supremo y evaluación de toda la vida, no solamente económica sino también social y cultural, igualmente como ser supremo para el ser humano, desempeña el mismo papel.
Este criterio de discernimiento de los dioses es el juicio sobre las religiones a partir del análisis de la realidad, donde el Documento Santa Fe I exige que toda religión respete como su límite cualquier acción en “contra de la propiedad privada y del capitalismo productivo” y, por tanto, en contra de la vigencia de la mano invisible. Sin embargo, el criterio de discernimiento mencionado exige de las mismas religiones que pongan al ser humano como ser supremo por encima de esta “propiedad privada y (d)el capitalismo productivo”, y por encima de la mano invisible, que considera una idolatría, una simple magia. También el Documento Santa Fe I, entonces, declara al mercado como el ser supremo para el ser humano.
El resultado es una realidad secular que desarrolla en su propio interior una religión y hasta una teología y metafísica que no resultan de ninguna revelación de nadie, y que es independiente de cualquier Iglesia. Pero no solamente eso: resultan dos religiones contrarias y dos teologías contrarias. El propio análisis de la realidad lo revela. En nombre del realismo exige a las religiones, en el sentido de las religiones tradicionales, asumir este análisis y sus resultados como guía de su propia teología. No obstante, sigue vigente el conflicto entre las posiciones de la sacralización de instituciones y leyes y la sacralización del ser humano, en el sentido de asumir su dignidad como criterio supremo de la realidad y de todas las religiones.
Ha aparecido una teología secular y hasta profana, producto de la propia Modernidad, que se vislumbraba ya en el siglo XVIII, cuando Rousseau empezó a hablar de la religión civil. Tiene que ver con las teologías anteriores en el sentido de una transformación de la ortodoxia cristiana en teología de la sacralización del mercado.
Se trata de una religión que está en las calles; una que Marx describía como “religión de la cotidianidad” (Alltagsreligion). Tiene dioses falsos, pero no tiene dioses trascendentes. Podría construirlos como dioses, cuya voluntad es que el ser humano sea el ser supremo para el ser humano. Sin embargo, en la lógica del argumento, su construcción no es necesaria. Hay una lucha de los dioses, y toda nuestra sociedad está del lado del dios mercado, pero se trata de una lucha entre los dioses terrestres falsos y el ser humano que tiene como ser supremo al ser humano.
Max Weber, en su tiempo, también percibió estos dioses terrestres. Dice en su conferencia “La ciencia como vocación”, de 1918:
Los dioses de la Antigüedad se levantan de sus tumbas y, bajo la forma de poderes impersonales, aunque desencantados, se esfuerzan por ganar poder sobre nuestras vidas, reiniciando sus luchas eternas.
Weber percibe de manera muy realista a estos dioses terrestres de modo parecido y siguiendo a Marx, pero se rinde frente a ellos. Renuncia sin cuestionamientos a un discernimiento de los dioses y se escapa por su ya conocido fatalismo de más preguntas; deja de lado al ser humano, cuyo ser supremo es el mismo ser humano; lo borra en nombre de una cientificidad falsa que él defiende y que es incompatible con la dignidad humana. Todo lo reduce a lo privado: lo que para uno es Dios, para otro es el diablo. Pero no se trata de valores privados, sino de un juicio sobre la propia sociedad: lo que para el capitalismo es Dios, es el diablo —en el sentido de dios falso— para los críticos del capitalismo, y lo que aquí es el diablo para el capitalismo, para sus críticos es el ser supremo para el ser humano, es decir, el ser humano mismo.
Marx, en cambio, hace un discernimiento de los dioses a partir de su afirmación de que el ser humano es el ser supremo para el ser humano. Weber evita en apariencia tomar una posición, pero la toma indirectamente en el sentido de que la razón humana no puede discernir entre los dioses. Afirma así la sociedad capitalista existente al negar la posibilidad a la razón para postular algo distinto. Lo que es el Dios de uno es el diablo de otro y al revés, y nada más. Es una vuelta del juego paulino de las locuras.
EL PENSADOR HUMANO ES MARX, NO MAX WEBER
Sin embargo, Marx considera a estos dioses como realmente existentes, en el sentido de que se los puede experimentar; pero a la vez son un producto humano. Al tiempo que el ser humano crea las relaciones mercantiles y el Estado, crea la posibilidad de vida de estos dioses. La vida que quitan a los seres humanos les