Pero la Modernidad no produce sólo mitos o modelos ideales, sino también dioses —falsos, por supuesto— a los cuales Marx llama fetiches. El fundamental es el mercado capitalista, al cual la economía y la política modernas han sacralizado de tal modo que ahora lo han impuesto como “ser supremo” ante el cual la humanidad debe someterse. Para los líderes de los grandes organismos financieros como el BM, el FMI, el BID, dignatarios de Estado y economistas de Primer mundo, el mercado no sólo tienes leyes “naturales” que la humanidad no debiera intervenir, sino que, porque tiende de modo inmanente al equilibrio, es la institución más justa, que da a cada quien lo que merece. Por eso la imponen de modo totalitario, porque creen en este fetiche. Hinkelammert sostiene que el mercado capitalista concebido como ser supremo no sería posible sin su propia teología; el modelo neoliberal. Esto es, si Marx dijo que la religión era como el opio, Benjamin va más allá al afirmar que el capitalismo es como una religión. Si esto es así, tendríamos entonces que el capitalismo es el opio del opio y peor que cualquier religión. Pero no nos damos cuenta de ello porque “creemos” que la ciencia moderna argumenta racionalmente y no con base en creencias.
Aquí es necesario resaltar que la Modernidad es posible gracias a su propio marco categorial de comprensión de la realidad y los hechos, los cuales no hablan por sí mismos: los hacemos hablar cuando los interpretamos, y los interpretamos siempre “desde” un tipo de teoría, filosofía, paradigma o ideología, que a su vez presuponen una cosmovisión, un gran metarrelato, mitos o utopías o modelos ideales, de los cuales la racionalidad moderna es ingenua. Por eso cree que sus mitos no son mitos sino grandes verdades. Y cuando se enfrenta a otros modelos ideales, cosmovisiones, los toma como mitos, en el sentido de meros relatos, o, si no, como meras hipótesis, como ocurre con la idea de la Madre Tierra. Por ello ahora se puede decir que ya no basta con someter a crítica al capitalismo o al neoliberalismo, sino especialmente a su fundamento, que es la Modernidad, entendida no como una mera idea o concepción, sino como una forma de racionalidad que, de no ser desentrañada, nos mantendrá atrapados al interior de ella.
La hipótesis más fuerte que Hinkelammert sostiene en este libro es que la Modernidad, como forma de racionalidad, se funda en la justificación racional de un “asesinato fundante” que se podría resumir en: Yo soy, si tú no eres, donde el tú no es sólo otro ser humano, sino también la naturaleza. Esto es, el “ego” moderno —como yo— “es” o se realiza a costa de la negación de otro ser humano. Este proceso habría empezado con la negación de la humanidad de los pueblos originarios, de los africanos esclavizados, de las culturas dominadas por Europa y ahora por Estados Unidos, y habría continuado con la denigración de la naturaleza a mercancía y objeto explotable. Y, para hacer aparecer esta deshumanización como racional o lógica, produjo ciencias naturales y ciencias humanas y sociales, es decir, produjo una lógica de argumentación tal que ahora esta negación tanto de la humanidad de pueblos y culturas como de la naturaleza nos aparece como lógica y hasta natural.
Tanto es así que hoy Estados, corporaciones y organismos internacionales producen a diario matanzas que las leyes no prohíben, sino que amparan legalmente. Según Hinkelammert, el derecho moderno habría producido básicamente dos principios de la justicia moderna, éticamente perversos y moralmente injustos: el no perdón de las deudas y la idea del salario justo. Como bien nos recuerda con una cita de Bertolt Brecht, se puede matar de muchas maneras, como, por ejemplo, exigiendo el pago de deudas impagables, o, si no, con la regulación de salarios miserables como “justos”.
Hinkelammert nos recuerda cómo Marx era consciente de este asesinato fundante como asesinato del hermano, con una reflexión en torno de la cita de Horacio al final del capítulo XXIII del tomo I de El capital. Pero va más allá cuando, a partir de esta reflexión, muestra cómo este asesinato desemboca en el suicidio. De ahí su afirmación de que el asesinato en última instancia es suicidio.
A partir de esta reflexión, ahora el pensamiento crítico puede devenir más radical si es que devela que la fuerza de este crimen radica en la concepción que de ley ha producido el derecho moderno, el cual ha formalizado jurídicamente esta racionalidad de la muerte. Es por ello que la crítica ahora lo es cuando critica esta forma de irracionalidad en la racionalidad moderna, pero desde otro criterio, que Hinkelammert resume en: Yo soy, si tú eres. El tú ya no es sólo otro ser humano, sino también la naturaleza, reconocida ahora en su dignidad.
Introducción
¿Qué es ortodoxia? Creo que hoy en día la ortodoxia se explica mejor a través de la definición de Marx que advierte sobre el termidor, y utiliza este concepto para nombrar un proceso dentro de la Revolución francesa. El termidor, en primera instancia, tuvo lugar mediante la llegada del Directorio y, posteriormente, mediante el ascenso de Napoleón. La Revolución francesa fue originalmente una revolución popular, y desde Napoleón se convierte, claramente, en una revolución burguesa. Su univocidad la recibe por medio del Código Napoleón, el código de ley burgués que se convertirá, en la posteridad, en el ejemplo modelo de muchos otros códigos civiles burgueses.
Por ello Trotsky habla, en cierto sentido, del termidor de la Revolución rusa, el cual está vinculado con Stalin y se apoya en la maquinaria de la planificación de la Unión Soviética. Posteriormente, Crane Brinton, en su libro The Anatomy of Revolution,[1] analiza las cuatro grandes revoluciones de la Modernidad: la inglesa, la estadounidense, la francesa y la rusa. Él descubre las similitudes que hay entre ellas, las cuales a su vez denominará el termidor de dichas revoluciones. Con relación a la inglesa, se trata de la figura de Cromwell, del nuevo pensamiento burgués, como fue definido por John Locke, y de que la revolución popular se transformó en burguesa, donde Locke proporciona el pensamiento para ello.
Se trata, respectivamente, de la creación de la ortodoxia, la cual transformará y redefinirá las ideas de la revolución popular, como exige —o parece exigir— la legitimación e implementación del nuevo poder político. Este pensamiento legitimador que definirá el nuevo poder, es el pensamiento ortodoxo, y en todos estos casos se encuentra este nuevo poder (la nueva clase dominadora) contra el pueblo que hizo la revolución.
Si se considera la presentación de Brinton, resulta evidente extender, de igual forma, este concepto a la aparición del cristianismo. Esto es posible porque la problemática del termidor es resultado de que las revoluciones antes mencionadas trastocan y consideran la base de una igualdad general humana, y precisamente una igualdad concreta. Ésta es expresada por primera vez en el mensaje cristiano (Gál 3, 28), se trata de un universalismo práctico. Hoy en día, por ejemplo, tendría que analizarse la fundación del Estado de Israel como el termidor del judaísmo.
Partir de esta igualdad nos fuerza, necesariamente, a institucionalizarla, siempre y cuando ésta pueda universalizarse socialmente. Esto se presentó en el cristianismo mediante un conflicto: la población pudo cristianizarse en su mayoría, pero no hubo ninguna posibilidad de cristianizar al Estado romano. Lo que podemos llamar Estado cristiano del siglo IV no es la cristianización del Imperio, sino la imperialización del cristianismo; es el termidor del cristianismo. Los otros termidores mencionados desde la Revolución inglesa en adelante siguen los pasos de este primero, el del cristianismo.
Hoy se trata de enfrentar estos termidores para formular una alternativa que vaya más allá de ellos para formular una democracia real, que en todos los termidores anteriores fracasó. Ésta es la razón urgente que obliga introducir en el desarrollo de esta idea al propio termidor del cristianismo, sin cuya discusión es muy difícil formular siquiera