—Los que pagan impuestos obtienen aquello por lo que pagan —dijo Rizzoli—. Y este auto es un montón de chatarra.
Moore apagó la ventilación y bajó la ventanilla. El olor del pavimento caliente y de los escapes sopló dentro del auto. Ya estaba bañado en sudor. No lograba entender cómo Rizzoli podía seguir con su chaqueta puesta; él se había quitado su saco al minuto de salir del Centro Médico Pilgrim, cuando los envolvió un pesado manto de humedad. Sabía que ella debía de sentir el calor, porque vio la transpiración brillante sobre su labio superior, un labio que probablemente nunca había conocido el lápiz labial. Rizzoli no era fea, pero mientras que otras mujeres se realzan con maquillaje o usan aretes, Rizzoli parecía determinada a opacar sus atractivos. Usaba unos lúgubres trajes oscuros que no favorecían su pequeña contextura, y su pelo era una descuidada mata de rizos negros. Ella era así, y lo aceptabas o te podías ir sencillamente al infierno. Entendía la razón por la que había adoptado esa actitud de «vete a la mierda»; probablemente la necesitaba para sobrevivir como mujer policía. Rizzoli era, por sobre todo, una sobreviviente.
Tanto como lo era Catherine Cordell. Pero la doctora Cordell había desarrollado una estrategia diferente: la retirada. La distancia. Durante la entrevista sintió que la miraba a través de un vidrio escarchado, tan distante le había parecido.
Era ese distanciamiento lo que fastidiaba a Rizzoli.
—Hay algo extraño en ella —dijo—. Falta algo en el sector de los sentimientos.
—Es una cirujana de traumatismos. Está entrenada para mantenerse fría.
—Una cosa es el frío y otra, el hielo. Hace dos años fue atada, violada, y casi destripada. Y ahora se jacta de esa maldita tranquilidad sobre el asunto. Me llama la atención.
Moore frenó ante una luz roja y se quedó observando el callejón lateral enrejado. El sudor se deslizaba en minúsculas gotas por su espalda. No funcionaba bien en el calor; lo hacía sentir torpe y estúpido. Lo hacía anhelar el fin del verano, la pureza de la primera nevada…
—¡Moore! —dijo Rizzoli—. ¿Estás escuchando?
—Su autocontrol es demasiado rígido —concedió. «Pero no se trata de hielo», pensó al recordar cómo temblaba la mano de Catherine Cordell cuando le devolvía las fotos de las dos mujeres.
De vuelta en su escritorio, sorbió un poco de Coca tibia y releyó el artículo publicado unas pocas semanas atrás en el Boston Globe: «Mujeres de cuchillos tomar». Describía a tres cirujanas en Boston; sus triunfos y sus dificultades, en particular los problemas que enfrentaba cada una en su especialidad. De las tres fotografías, la de Cordell era la más cautivante. No se trataba únicamente de su atractivo; era su mirada, tan orgullosa y directa que parecía desafiar a la cámara. La foto, como el artículo, reforzaba la impresión de que esta mujer tenía toda su vida bajo control.
Hizo a un lado el artículo y se quedó pensando en lo erradas que pueden ser las primeras impresiones. En lo fácil que el dolor puede ser enmascarado por una sonrisa, por un airado mentón apuntado hacia arriba.
Abrió otro archivo. Tomó aire, y releyó el informe policial de Savannah sobre el doctor Andrew Capra.
Capra llevó a cabo su primer asesinato conocido mientras era estudiante avanzado de medicina en la Universidad de Emory, en Atlanta. La víctima era Dora Ciccone, una graduada de veintidós años cuyo cuerpo había sido encontrado atado a la cama, en su departamento, fuera del campus universitario. Durante la autopsia, encontraron trazos de la droga típica de citas y violaciones, Rohypnol, en su aparato circulatorio. El apartamento no mostraba indicios de una entrada forzada.
La víctima había invitado al asesino a su hogar.
Una vez drogada, Dora Ciccone fue atada a la cama con cuerdas de nailon, y sus gritos fueron sofocados con tela adhesiva. El asesino primero la violó. Luego procedió a cortar.
Estaba viva durante la operación.
Cuando completó la extirpación, y se llevó su recuerdo, le administró el coup de grace: un único corte profundo a través del cuello, de izquierda a derecha. A pesar de que la policía había obtenido ADN del asesino, no tenían más pistas. La investigación se complicó por el hecho de que Dora era conocida por ser una chica fácil que gustaba de recorrer los bares locales y que a menudo llevaba a su casa hombres que acababa de conocer. La noche que murió, el hombre que llevó a su casa era un estudiante de medicina llamado Andrew Capra. Pero el nombre de Capra no llamó la atención de la policía hasta que tres mujeres más fueron masacradas en la ciudad de Savannah, a trescientos veinte kilómetros de distancia.
Finalmente, una bochornosa noche de junio, los asesinatos terminaron.
Catherine Cordell, de treinta y un años, jefa de cirugía en el Hospital Riverland de Savannah, se sorprendió al escuchar que llamaban a su puerta. Al abrir se encontró con Andrew Capra, uno de los residentes de cirugía, de pie en el umbral. Ese mismo día, en el hospital, ella lo había reprendido por un error, y ahora la visitaba desesperado por encontrar la manera de resarcirse. ¿Podría ella ser tan amable de dejarlo pasar para hablar del tema? Tras un par de cervezas, repasaron la actuación de Capra como residente. Todos los errores que había cometido, los pacientes que podría haber perjudicado a causa de su negligencia. Ella no le endulzó la verdad: Capra estaba fallando, y no se le permitiría concluir con el programa de cirugía. En algún momento de la velada, Catherine abandonó la habitación para ir al baño, luego volvió para retomar la conversación y terminó su cerveza.
Cuando volvió en sí, se encontró desnuda y atada a la cama con cuerdas de nailon.
El informe policial describía con horrorosos detalles la pesadilla que siguió.
Las fotografías que le tomaron en el hospital revelaban a una mujer de ojos enajenados, más una mejilla golpeada y horriblemente hinchada. Todo lo que se veía en esa foto estaba resumido bajo el título genérico de «víctima».
No era una palabra que combinara bien con la extraña compostura de la mujer que había conocido hoy.
Ahora, releyendo la declaración de Cordell, podía escuchar su voz en la mente. Las palabras no pertenecían a una víctima anónima, sino a una mujer de cara conocida.
No sé cómo logré liberar mi mano. La muñeca está ahora despellejada, de modo que debo de haber forcejeado contra la cuerda. Lo siento, pero no tengo las cosas muy claras en mi cabeza. Todo lo que recuerdo es que buscaba el escalpelo, segura de que tenía que tomarlo de la bandeja. Que tenía que cortar las cuerdas, antes de que volviera Andrew…
Recuerdo haber rodado hacia un extremo de la cama. Caí al piso y me golpeé la cabeza. Luego traté de encontrar el revólver. Es el revólver de mi padre. Después de que mataran a la tercera mujer en Savannah, él insistió en que lo conservara.
Recuerdo que tanteé debajo de la cama en busca del revólver. Lo encontré. Recuerdo el sonido de los pasos. Luego… no estoy segura. Debe de haber sido entonces que le disparé. Sí, creo que eso fue lo que sucedió. Me dijeron que le di dos veces. Supongo que debe de ser así.
Moore se detuvo, reflexionando acerca de la declaración. Balística había confirmado que ambas balas fueron disparadas con la misma arma, registrada a nombre del padre de Catherine, y que fue encontrada a un costado de la cama. Los análisis de sangre del hospital confirmaron la presencia del Rohypnol, una droga amnésica, en su flujo sanguíneo, por lo que era plausible que tuviera lagunas en su memoria. Cuando Cordell fue llevada a emergencias, los médicos establecieron que estaba confundida, o bien por la droga, o bien por una posible contusión. Únicamente un pesado golpe en la cabeza podía haberle dejado la cara tan amoratada e hinchada. Ella no recordaba cómo o cuándo había recibido ese golpe.
Moore volvió a las fotos de la escena del crimen. Andrew Capra yacía muerto en el piso del dormitorio, boca arriba. Le habían disparado dos veces, una en el abdomen, otra en el ojo,