Tal vez te detienes, escuchando en la oscuridad. Respirando la dulce extrañeza de un espacio femenino. O tal vez no pierdes el tiempo sino que vas directo a tu objetivo.
El dormitorio.
El aire parecía más pesado, más denso, a medida que seguía los pasos del intruso. Era algo más que una imaginaria sensación de maldad; era el olor.
Llegó a la puerta del dormitorio. Ahora los pelos de su nuca estaban electrizados por completo. Ya sabía lo que iba a ver dentro del dormitorio; pensó que estaba preparado para hacerlo. Pero cuando encendió la luz el horror lo asaltó una vez más, como si fuera la primera visita a ese cuarto.
La sangre ya tenía dos días. El servicio de limpieza todavía no había sido admitido. Pero ni siquiera con sus detergentes y su limpieza a seco y sus latas de pintura blanca podrían borrar del todo lo que había sucedido allí, porque el aire mismo permanecía contaminado por el terror.
Te abres camino por la puerta, hacia este dormitorio. Las cortinas son finas, sin forro, y la luz de las lámparas de la calle se filtra a través de la tela, sobre la cama. Sobre la mujer dormida. Seguramente necesitas asomarte un momento y estudiarla, considerando con placer la tarea que tienes por delante. Porque es placentero para ti, ¿cierto? Tu excitación crece a cada momento. El estremecimiento corre por tus venas como una droga, despertando cada nervio, hasta que incluso tus yemas palpitan por anticipado.
Elena Ortiz no tuvo tiempo de gritar. O si lo hizo, nadie la oyó. Ni la familia del departamento de al lado ni la pareja del piso de abajo.
El intruso llevó consigo sus herramientas. Tela adhesiva. Un trapo empapado en cloroformo. Una colección de instrumentos quirúrgicos. Fue totalmente preparado.
El proceso habrá durado más de una hora. Elena Ortiz estuvo consciente al menos una parte de ese tiempo. La piel de sus muñecas y tobillos estaba escoriada, señal de que se resistió. En su pánico, en su agonía, había vaciado la vejiga, y la orina había traspasado el colchón mezclada con su sangre. La operación era delicada, y él se tomó el tiempo necesario para hacerla, para llevarse sólo lo que quería, nada más.
No la violó; tal vez era incapaz de hacer algo así.
Cuando terminó con su terrible extirpación, ella todavía estaba viva. La herida pélvica continuaba sangrando, el corazón latiendo. ¿Por cuánto tiempo? El doctor Tierney arriesgaba que al menos por media hora. Treinta minutos que deben de haber parecido una eternidad para Elena Ortiz.
¿Qué hacías durante ese lapso? ¿Guardabas tus herramientas? ¿Colocabas tu premio en un frasco? ¿O tan sólo permaneciste allí de pie, disfrutando del espectáculo?
El acto final fue rápido y expeditivo. El atormentador de Elena Ortiz había sacado lo que quería, y ahora era el momento de terminar las cosas. Se movió hacia la cabecera de la cama. Con su mano izquierda tomó un puñado de pelo y tiró para atrás con tanta fuerza que desprendió más de dos docenas de cabellos. Esto se encontró más tarde, desparramado sobre la almohada y el piso. Las manchas de sangre indicaban a gritos los acontecimientos finales. Con la cabeza inmovilizada y el cuello completamente expuesto, hizo un único y profundo corte que comenzó por la mandíbula izquierda y se extendió hacia la derecha, atravesando la garganta. Había cortado la arteria carótida izquierda y la tráquea. La sangre manó a borbotones. Sobre el lado izquierdo de la pared había densos racimos de pequeñas gotas circulares derramándose hacia abajo, características tanto de la aspersión arterial como de la hemorragia traqueal. La almohada y las sábanas estaban saturadas por este goteo. Algunas gotitas más lejanas, expelidas cuando el intruso retiró el filo, habían salpicado el alféizar de la ventana.
Elena Ortiz vivió lo suficiente como para ver su propia sangre surgiendo a chorros de su cuello y dando contra la pared como un aerosol de pintura roja. Vivió lo suficiente para aspirar la sangre por su tráquea seccionada, para escuchar el gorgoteo en sus pulmones, para toser en explosivos accesos y escupir una flema carmesí.
Vivió lo suficiente como para saber que moría.
Y cuando todo estuvo hecho, cuando sus agónicos esfuerzos cesaron, nos dejaste tu tarjeta de presentación. Doblaste con prolijidad el camisón de la víctima y lo colocaste sobre la cómoda. ¿Por qué? ¿Fue acaso un retorcido signo de respeto por la mujer que acababas de masacrar? ¿O es tu manera de burlarte de nosotros? ¿Tu manera de decirnos que tienes el control?
Moore regresó al living y se hundió en un sillón. El apartamento estaba caliente y sin aire, pero él temblaba. No sabía si el escalofrío era físico o emocional. Le dolían los muslos y los hombros, por lo que tal vez se tratara de algún virus en camino. Una gripe de verano, la peor clase de gripe. Pensó en todos los lugares en los que preferiría estar en ese momento. A la deriva en el lago de Maine, cortando el aire con su caña de pescar. O de pie frente a la orilla del mar, observando el avance de la niebla. En cualquier lugar menos en ese lugar de muerte.
El zumbido de su localizador lo sobresaltó. Lo apagó y se dio cuenta de que su corazón latía desordenado. Se obligó a tranquilizarse antes de sacar el celular y marcar el número.
—Rizzoli. —Contestó al primer llamado, su saludo tan directo como una bala.
—Me llamaste al localizador.
—Nunca me dijiste que habías consultado el Programa de Captura de Criminales Violentos —dijo ella.
—¿Qué consulta?
—Sobre Diana Sterling. Estoy revisando su archivo en este momento.
El Programa de Captura de Criminales Violentos, era una base de datos nacional sobre homicidios y asaltos que recogía casos de todo el país. Los asesinos a menudo repiten los mismos patrones, y con esta información los investigadores pueden relacionar crímenes cometidos por el mismo individuo. Como cuestión de rutina, Moore y su compañero en ese momento, Rusty Stivack, habían iniciado una búsqueda en el Programa.
—No encontramos ninguna correspondencia en Nueva Inglaterra —dijo Moore—. Rastreamos todos los homicidios que incluían mutilación, asalto nocturno y ataduras con tela adhesiva. Nada encajaba con el perfil de Sterling.
—¿Y qué hay de la serie de Georgia? Hace tres años, cuatro víctimas. Una en Atlanta, tres en Savannah. Todos estaban en la base de datos del Programa.
—Revisé esos casos. Ese individuo no es nuestro asesino.
—Escucha esto, Moore. Dora Ciccone, veintidós años de edad, estudiante graduada en Emory. La víctima fue primero reducida con Rohypnol, luego atada a la cama con cuerdas de nailon…
—Nuestro muchacho usa cloroformo y tela adhesiva.
—Le abrió el abdomen. Le quitó el útero. Ejecutó el coup de grace; un único corte en el cuello. Y por último, escucha bien, dobló su camisón y lo dejó en una silla junto a la cama. Te repito que es diabólicamente parecido.
—Los casos de Georgia están cerrados —dijo Moore—. Han estado cerrados desde hace dos años. Ese individuo está muerto.
—¿Y si la policía de Savannah se equivocó? ¿Y si él no era el asesino?
—Tenían ADN para corroborarlo. Fibras, pelos. Además, hubo una testigo. Una víctima que sobrevivió.
—Ah, sí. La sobreviviente. Víctima número cinco. —La voz de Rizzoli adquirió un tono extrañamente sarcástico.
—Ella confirmó la identidad del asesino —dijo Moore.
—También, y muy convenientemente, le dio un disparo mortal.
—¿Qué pretendes, arrestar al fantasma?
—¿Hablaste alguna vez con la víctima sobreviviente? —preguntó Rizzoli.
—No.