—No es necesario que me cuentes.
—No, debo contarte. Te quedarás con la duda si no lo hago. Vinieron a preguntarme acerca de un caso de homicidio. Una mujer fue asesinada el jueves pasado por la noche. Pensaron que tal vez la conocía.
—¿Y era así?
—No. Fue un error. —Suspiró—. Fue sólo un error.
Catherine corrió el cerrojo y luego deslizó el pasador, sintiendo el satisfactorio roce de la cadena de metal al llegar a su fin. Una línea de defensa más contra los horrores sin nombre que acechaban detrás de las paredes. Atrincherada en la seguridad de su departamento, se quitó los zapatos, colocó su cartera y las llaves del auto sobre la mesa de madera de cerezo de la recepción y caminó con las medias puestas a través de la gruesa alfombra de su living. El apartamento estaba agradablemente templado, gracias al milagro del aire acondicionado central. Afuera hacía treinta grados, pero allí dentro la temperatura nunca variaba de los veintidós grados en verano ni bajaba de los veinte en invierno. Era tan poco lo que se podía determinar o calcular por adelantado en la vida, que ella se esforzaba por mantener el orden dentro de lo que podía manejar en los acotados límites de su vida. Había elegido este condominio de doce apartamentos sobre la avenida Commonwealth porque era a estrenar y poseía un estacionamiento seguro. Aunque no tan pintoresco como las antiguas residencias de ladrillo rojo de Back Bay, no estaba plagado de las incertidumbres eléctricas o de plomería que venían con esos viejos edificios. La incertidumbre era algo que Catherine no toleraba. Su departamento se mantenía intachable, y a excepción de unos pocos toques llamativos de color, había elegido amoblarlo de blanco casi en su totalidad. Sillón blanco, alfombras blancas, mosaicos blancos. El color de la pureza. Inmaculado, virginal.
En su dormitorio, se desvistió, colgó la pollera y separó la blusa para mandarla a la tintorería. Se vistió con unos pantalones holgados y una blusa de seda sin mangas. Cuando entró descalza en la cocina ya se sentía más tranquila, más controlada.
No se había sentido así durante el día. La visita de esos dos detectives la había dejado temblando, y durante toda la tarde se había descubierto cometiendo errores inadmisibles. Buscando un informe de laboratorio equivocado, escribiendo la fecha incorrecta en la planilla médica. Errores menores, pero que funcionaban como las pequeñas olas que estropean la superficie de aguas agitadas en lo profundo. En los dos últimos años se las había arreglado para reprimir todo pensamiento de lo sucedido en Savannah. Cada tanto, sin advertencia, una imagen recordada podía asaltarla, aguda como el filo de un cuchillo, pero ella se alejaba pronto de ella, cambiando diestramente de pensamiento. Hoy no podía evitar esos recuerdos. Hoy no podía pretender que lo de Savannah nunca había sucedido.
Sintió las baldosas de la cocina frías bajo sus pies descalzos. Se preparó un destornillador con poco vodka, y bebió un sorbo mientras rallaba queso parmesano y cortaba tomates, cebollas y hierbas aromáticas. No había comido nada desde el desayuno, y el alcohol iba directo a su sangre. El zumbido del vodka era agradable y anestesiante. Disfrutaba con los golpecitos sostenidos que daba el cuchillo contra la tabla, la fragancia del ajo y de la albahaca frescos. Cocinar como terapia.
Por la ventana de la cocina podía ver que la ciudad de Boston era un caldero recalentado de autos atrapados en embotellamientos y temperaturas llameantes, pero allí dentro, sellada tras el vidrio, ella salteaba tranquilamente los tomates en aceite de oliva, se servía una copa de Chianti y calentaba una olla con agua para sus cabellos de ángel. El aire frío siseaba desde la salida de la ventilación.
Se sentó con su pasta, su ensalada y su vino, y comió con los acordes de Debussy como fondo. A pesar de su apetito y de la concienzuda preparación de su comida, todo le parecía soso. Se obligó a comer, pero sentía la garganta obturada, como si hubiera tragado algo grande y espeso. Ni siquiera con la segunda copa pudo bajar esa masa de su garganta. Dejó el tenedor y miró su plato a medio comer. La música se inflaba y se deshacía sobre ella en rompientes olas.
Dejó caer su cara entre las manos. Al principio no hubo ningún sonido. Era como si su dolor hubiera estado envasado por tanto tiempo que la tapa ya ni siquiera se abría. Luego un lamento agudo escapó de su garganta como un trazo ínfimo de sonido. Tomó aire en forma entrecortada y el llanto explotó como si los dos años de sufrimiento brotaran al instante. La violencia de sus emociones la asustaba, pues no podía contenerla, no podía sondear lo profundo de su dolor, y tampoco sabía dónde terminaba. Lloró hasta sentir que le dolía la garganta, hasta que sus pulmones tartamudearon en espasmos, con el sonido de sus sollozos atrapados en el departamento herméticamente sellado.
Por fin, drenada de todas las lágrimas, se recostó sobre el sillón y cayó de pronto en un sueño profundo y exhausto.
Se despertó totalmente lúcida para encontrar que estaba a oscuras. Su corazón latía fuerte, la blusa estaba empapada de sudor. ¿Había escuchado un ruido? ¿El crujido de un vidrio, el sonido de unos pasos? ¿Era eso lo que la había arrancado de un sueño tan profundo? No se atrevió a mover un músculo, por temor a perder el sonido delator de un intruso.
Unas luces fluctuaban desde la ventana, las luces de algún auto que pasaba. El living apenas se iluminó, para volver pronto a la oscuridad. Oyó el siseo del aire acondicionado y el zumbido de la heladera en la cocina. Nada extraño. Nada que pudiera inspirarle una aplastante sensación de temor.
Se incorporó y tomó coraje para encender la lámpara. Los horrores imaginarios pronto se desvanecieron bajo el cálido resplandor de la luz. Se levantó del sillón, pasó deliberadamente por cada cuarto, encendió luces y revisó los armarios. En el plano racional sabía que no había ningún intruso, que su casa, con un sofisticado sistema de alarmas y pasadores y cerraduras, así como las ventanas firmemente cerradas, era lo más seguro que podía esperarse. Pero no descansó hasta concluir con el ritual y revisar cada rincón oscuro de la casa. Sólo cuando estuvo satisfecha de que la seguridad no había sido burlada, se permitió respirar tranquila de nuevo.
Eran las diez y media. Del miércoles. «Necesito hablar con alguien. Esta noche no puedo manejarlo sola».
Se sentó frente al escritorio, encendió la computadora y esperó a que apareciera la pantalla de inicio. Esa maraña de cables y plástico era su cable a tierra, su terapia, el único lugar seguro en el que podía descargar su dolor.
Escribió su alias, Ccord, lo envió por Internet, y con unos pocos clics del mouse y algunas palabras escritas en el teclado, navegaba rumbo a una sesión de chat privada llamada simplemente «ayudamujer».
Media docena de nombres familiares ya estaban allí. Mujeres sin rostro y sin nombre, todas ellas atraídas por este reino seguro y anónimo del ciberespacio. Esperó unos instantes, mientras los mensajes bajaban por la pantalla de la computadora. Escuchaba en su mente las voces heridas de estas mujeres, desconocidas para ella más allá de esta sesión virtual.
Laurie45: ¿Y entonces qué hiciste?
Votive: Le dije que no estaba preparada. Todavía tengo recuerdos. Le dije que si yo le importaba algo tenía que esperar.
Hbreaker: Un punto para ti.
Winky98: No dejes que te apure.
Laurie45: ¿Cómo reaccionó?
Votive: Dijo que tenía que superarlo. Como si fuera una estúpida o peor.
Winky98: ¡Los hombres deberían ser violados!
Hbreaker: Me llevó dos años antes de estar preparada.
Laurie45: A mí uno.
Winky98: En lo único que piensan estos tipos es en sus pitos. Todo pasa por ahí. Sólo quieren que su COSA esté satisfecha.
Laurie45: Bueno, me parece que esta noche estás de mal humor, Wink.
Winky98: Tal vez. A veces pienso que Lorena Bobbitt hizo lo correcto.
Hbreaker: ¡Wink va a sacar su cuchilla!
Votive: No creo que