Sangre en Atarazanas. Francisco Madrid. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Francisco Madrid
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Зарубежная прикладная и научно-популярная литература
Год издания: 0
isbn: 9788416372690
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hojas revolucionarias. En esta taberna el Noi les daba a las prostitutas libros de “emancipación social”, que no entendían las desdichadas inconscientes, y reunía en grupos a los obreros sin trabajo, hablándoles del ideal futuro.

      Una noche que Salvador Seguí y yo recorrimos esos barrios bajos, el que fue gran hombre y gran niño a la vez me decía mostrándome la taberna:

      –Ves, ahí al lado de donde está la pianola, nos sentábamos unos cuantos camaradas y hacíamos acercar a seis o siete camaradas. Les dábamos de beber y las monedas que podían ganar ofreciendo su cuerpo a cualquier botarate. Les hablábamos del porvenir, del amor, de la vida honesta... Lo curioso es que estas desdichadas tenían un sentido anarquista de la vida, que en un momento de lucidez se daban cuenta de que eran unas desgraciadas, de que eran unas pobres bestias. Acaso por esto sentían un brío más profundo contra la sociedad burguesa. Recuerdo que una de ellas me dijo la frase más horrible que he oído en mi vida: “Mira, Noi. Yo tengo la sífilis, ¿sabes? No tienes idea de lo contenta que estoy cada vez que se me acerca un hombre y se acuesta conmigo porque lo dejo j... para toda la vida. Yo les tengo odio. Nos tratan como bestias y mi venganza es grande...”. El odio de esa mujer que había sido deshonrada por un amo de fábrica, burlada y escarnecida por los hombres, contra la sociedad era algo que no puede explicarse...

      Esta tarde de domingo se oye un griterío ensordecedor:

      –¡Mojama!

      –¿Quién quiere cangrejitos?

      –Esta semana trabajaremos.

      –Ros, vine, que et faré allò!

      –¡Te voy a dar dos tortas si no me arreglas ese asunto!

      –¡Porque era negro, me maltrataba!

      –¡Pos ahora nos quieren aumentar el alquiler!

      –Y... ¿tú crees que no hay peligro?

      –Oiga, ¿quiere usted comprarme un reloj en muy buenas condiciones?

      –¡Tráeme una caña...!

      –No m’agafes! No m’agafes!

      Hay un rumoreo horrible y un hedor que espanta. El vino negro, el sudor, el perfume barato, la porquería... todo esto se junta, convirtiendo el ambiente en una cosa pestilente y dolorosa. En la esquina de la calle del Mediodía y de la calle del Cid, el Madriles y la Asturiana se pelean por celos. Y la Chavala, menudo y tonto, le cuenta a un nuevo cliente:

      –A mí me deshonró un aragonés que trabajaba en la construcción de una carretera en la provincia de Zamora...

      He aquí Villa Rosa, la taberna del padre Borrull. Su hijo rasguea la guitarra, y su hija retuerce su cuerpo en el escenario. Baila ella divinamente, y juega él las cuerdas de la guitarra con acierto. Ella es menuda, es regordeta y es morena; ríe para mostrarnos unos dientes capaces de morder hasta hacer sangre. Una noche le dije a un periodista austriaco que pasaba por Barcelona:

      –Le voy a llevar a usted a un lugar pintoresco: ambiente español...

      Eran las dos de la madrugada. El mulato de la puerta recogió los bastones y los sombreros. El padre Borrull* nos dio las buenas noches. Sólo había siete personas en todo el local. De las siete personas, tres eran gitanas, y las otras cuatro germanos que habían venido a Barcelona para asistir a la Exposición del Libro Alemán. Eran unos boches enormes como elefantes, rojos coma tomates y con unos pescuezos de caricatura anticlerical. Pocos momentos después entraron dos girls de aquellas que vinieron a la ciudad para trabajar en ¡Chófer, al Palace! y se habían quedado en Barcelona para demostrar que es muy difícil echar a un inglés del sitio que se empeñe en ocupar. Tras miss May y miss Olive siguieron tres francesas: Marcelle, rubia y gruesa; Denyse, rubia y encantadora; Margot, menuda y morena... Un momento después cruzaba la sala Luigi, el bailarín del Maxim’s, y un cónsul sudamericano... Yo estaba avergonzado.

      –Realmente –me dijo el periodista austriaco–, esto tiene mucho ambiente español.

      Se bebe mucho vino, se aplaude mucho, pero no se toleran las juergas. En cuanto llega un borracho, los mozos, los dependientes, el propio padre Borrull, con la cabeza gacha, una mano en el bolsillo del pantalón y la mirada como muerta, no pierden de vista al que pueda alterar el orden en la taberna castiza. Porque, eso sí, aquella tienda de vino y de cante jondo es un establecimiento serio...

      En Villa Rosa hay una gitana que nació en Rusia, delgada como un palillo y negra como un carbón, y hay otra gitana que lleva en el alma la tragedia de ser madre de un niño que no tiene padre porque las balas del sindicalismo le cruzaron la cabeza en la calle del Conde del Asalto.

      Seguimos la calle del Arco del Teatro. Casi enfrente de Villa Rosa, el señor Ugarte tiene puesta una mancebía “con todos los adelantos modernos”. El señor Ugarte, dice él que es hijo de un gobernador civil del antiguo régimen. Su casa se llama Madame Petit. Las huéspedas pasean casi desnudas por el café establecido en el primer piso.

      El señor Ugarte es un cliente de la casa Roneo o de cualquier otra casa que venda muebles y coloque “organizaciones comerciales”. Su máquina de escribir para la correspondencia; su libro de caja; su sección de cambios para los marinos o los viajeros que llegan al puerto de noche y no saben dónde cambiar la moneda extranjera que llevan encima...

      La casa del señor Ugarte es, también, una casa seria. Lo prueban los cartelitos que adornan las paredes: “Sed breves. Nuestros minutos son tan preciosos como los vuestros”, “Una cosa para cada sitio y un sitio para cada cosa”, “Antes de ocupar una habitación exponga lo que desea”, etcétera. Cada sección tiene su ventanilla, y la caja está instalada en un despachito confortable como el de cualquier casa de banca de las Ramblas. La cajera marca el trabajo de las pupilas y da tickets como en El Siglo.

      El señor Ugarte es un hombre muy amable y un poco cargado de espaldas. Cuando hay en su casa alguna persona de calidad le hace pasar a su domicilio particular. Enseña el despacho, el dormitorio, el comedor, la clínica médica que tiene instalada para uso de los clientes y algunas habitaciones reservadas de lujo extraordinario. Además enseña dos retratos: uno, el de su madre encinta, y el otro, el de su padre que cubre el pecho con una banda.

      –Está todo montado a la moderna –dice–. Esto es un negocio como cualquier otro. Yo tengo este y procuro que mi clientela salga de la casa contenta y satisfecha de haber entrado en ella. Ellas tienen sus cajas de ahorros, y hay chica que saldrá de aquí pudiendo poner un estanco y continuar ganándose la vida honestamente. Si quieren ustedes ver cuadros... Tengo una admirable troupe que hace revistas con efectos de luz. Tengo una clínica y cuartos de baño...

      En el café un camarero baila con una lupanaria gruesa, con ojos de carnero que agoniza. Un trío musical alegra la concurrencia. Tras unas rejas que se ven, hay unos palcos, y en esos palcos, algunas damas de la aristocracia barcelonesa –Conchita, la hija de la señora..., y María, y Luisa, y Petra– acompañadas de algunos pollos bien, han presenciado el espectáculo bajo y repugnante.

      Un marinero acaricia a una huéspeda. Esta le da un golpe y exclama:

      –¡Oye, el aprovechen a las mujeres honrás, aquí no!

      Dejamos al señor Ugarte y salimos a la calle. Sobre las piedras hay montones de basura. A veces estos montones de basura se confunden con los cuerpos acurrucados de los que duermen por las calles.

      Ya estamos delante de Casa Coll, de El Baturrico. Esta es la tienda que ha hecho largamente rico a su dueño vendiendo sólo judías cocidas. Ante la puerta se oye decir una y otra vez:

      –Deu de seques amb suc! Deu de seques amb suc!

      Hay unas bandejas con bacalao; con carne que no se sabe de qué animal es, metida en una salsa roja y unas hojas de laurel. Allí comen nuestros ladrones y las pobres familias que viven en las casas infectas de Santa Madrona. Se suceden las tabernas