–¿Cómo digo yo esto? –preguntábase a sí mismo preparando su alegato ante el jefe superior de Policía–. Porque si digo que he ido a Badalona para que la huelga se extendiera me la cargo con todo el equipo... ¿Qué puedo inventar? ¿Que había ido a ver un amigo? ¿A cuál? ¿A quién conozco yo en Badalona? ¿Al Peret, al Joan, al Subirats? Pero esto puede comprometerles... Mec...!
Brincaba el auto sobre los adoquines que cubren la carretera. Los plátanos daban una sombra bienhechora y de cuando en cuando dejaban atrás un tranvía amarillo que en medio de aquellos verdes y de aquellos campos parecía un barracón de feria que seguía su camino.
Miquel miraba el paisaje y no lo veía. Estaba tan acostumbrado a oír hablar de las persecuciones policíacas, de los martirios oficiales, que aquel viaje, sin que le pegaran ni le maltrataran, empezaba a parecerle un sueño.
–Jo sí que l’he f... –decía–. ¿Cómo me arreglo para avisar a los de casa?
Y él, que no pensaba nunca en ir a trabajar, ni en terminar ningún encargo, repitióse:
–¿Cómo voy a terminar aquel letrero y aquella caja para embalar el piano? ¿Y aquel arreglo que tenía que hacer a la mesa de la secretaría del ramo de la madera?
Entró el auto en la carretera de Pedro IV; empezó Miquel a ver gente por las aceras: obreros que tomaban el sol, mujeres que regresaban de la plaza o de la tienda, chiquillos que corrían por las calles... Se fijaba en los rostros de los obreros para ver si reconocía alguno de ellos y si estos se fijaban en él. Era tan infantil su alma que se hubiera dado por bien pagado en aquel momento si los camaradas del café que como él hablaban de “emancipación del proletariado” y de “resurgimiento social” le hubieran visto convertido como se creía en un “mártir de la causa”. ¡Con qué gozo hubiera puesto mala cara mostrando las manos esposadas y diciendo en un encogimiento de hombros: Ja ho veieu, nois!
Pero Miquel no vio a nadie, nadie vio a Miquel, y poco después paraba el auto en la Jefatura, lo metían en el cuartelillo y caía en un calabozo incomunicado. Entonces Miquel se vio perdido; desde aquel momento comprendió que era muy serio lo que le sucedía...
Examinó detenidamente las paredes, el banco en que se sentaba, el techo y, sobre todo, la puerta que no le dejaba salir. Se acordó del acto final de En el seno de la muerte, y esta puerta de madera, con una reja menuda en el centro, fue para él tan pesada como aquella de piedra con que Echegaray cierra el mundo a unos seres.
Le llamó el comisario general de Vigilancia y habló con él. Nada podemos decir aún de esta entrevista. Dese cuenta el lector de la condición novelística de nuestro relato.
Miquel pasó al juzgado como autor del asesinato de Jaume Ros. Por lo menos así lo decía la “nota oficiosa” de la Jefatura. El juez preguntó, volvió a preguntar y lo envió a la cárcel.
La ciudad estaba tranquila. La policía iba deteniendo autores del atentado.
¿Qué hacía entre tanto Joan Sebastiá, el anarquista solitario, en Francia?
La secta misteriosa de los anarquistas solitarios es la más peligrosa y la más temida. Joan Sebastiá no era partidario ni de los mitines, ni de los discursos, ni de la cultura, ni de la ciencia. Era partidario de la acción. “Un folleto –decía– puede hacer dos partidarios; un atentado nos atrae diez adeptos”. Con esta teoría Joan Sebastiá se había hecho el amo de un “grupo de acción”. Los grupos de acción se alimentaban moral y materialmente dentro de los Sindicatos Únicos, pero sin pertenecer a ellos. Es decir, los que pertenecían a los grupos de acción estaban todos sindicados, pero no todos los sindicados –ni mucho menos– formaban parte de los grupos de acción. Los mismos dirigentes del sindicalismo ignoraban, generalmente, quiénes eran los verdaderos jefes de los grupos de acción y estos eran, en realidad, quienes imponían su autoridad y su política al movimiento sindical.
Joan Sebastiá odiaba a Salvador Seguí, a Ángel Pestaña, a Piera, a Molins, a Salvador Quemades, a Arín... Para él todos estos luchadores eran monigotes del movimiento obrero. No era con discursos, ni con huelgas, como tenía que destrozarse a la sociedad burguesa –pensaba–, sino con bombas y con atentados. Y lo extraordinario es que Joan Sebastiá era un sentimental y un romántico; un sentimental y un romántico cursi, pero, al fin y al cabo, un sentimental y un romántico. Le gustaba ver una puesta de sol y leer un libro de versos de Campoamor... Hasta un día se sintió poeta y escribió unos versos lamentables que envió a Tierra y Libertad.
“Era una puesta de sol
de un día claro y sereno;
era una puesta arrebol
mezcla de Amor y veneno.
Soñaba en la Libertad
que llegará un día u otro;
soñaba en la Humanidad
que correrá sobre un potro
para alcanzar la Igualdad”.
Joan Sebastiá, que era capaz de poner una bomba en el Liceo, no se atrevía a tener enjaulado un pájaro y cuidaba unas hortensias en la galería de su casa, con verdadera devoción.
Joan Sebastiá tenía una misión que cumplir en Francia: asistir a un congreso internacional ácrata para preparar la revolución social que hundiría a la vez la dictadura de la burguesía y la dictadura del proletariado. Porque los anarquistas de Cataluña tenían arrestos para afrontar hipotéticamente este problema de la revolución social. Era la primera vez que Joan Sebastiá iba a asistir a un congreso internacional, y su nombre era ya popular entre los compañeros internacionales precisamente porque era su carácter hosco y enemigo de discursos; partidario de la acción violenta y frío en la exposición de sus cortas teorías.
Joan Sebastiá fue, pues, a Perpiñán dos días antes del atentado contra Jaume Ros. ¿Por qué la policía creía en la participación del joven anarquista en el atentado de la calle de San Beltrán?
Miquel quedó encartado en el proceso. Un confidente aseguraba que Miquel había dicho en el Café Español textualmente: Si volguéssiu vosaltres, jo acabaria això dels confidents: f...-los a tots..., y esto era ya una prueba, pues al día siguiente moría Jaume Ros y precisamente la calle de San Beltrán está a pocos pasos del café que era punto de reunión de los sindicalistas y en donde se pronunció la frase aquella...
El pobre Miquel en la cárcel se desesperaba. No le hubiera disgustado acaso hacer de héroe proletario, pero sin las molestias presentes. Las declaraciones ante el jefe de Policía, ante el juez, ante los empleados de la cárcel, le habían atolondrado. Sobre todo le preocupaba extraordinariamente un tal Joan Sebastiá...
–¿Quién debe de ser ese hijo de ... que le ha dicho al jefe de Policía que me había dado dinero para cometer el atentado? Pero ¡si yo no le conozco! Y, sobre todo, ¿por qué habrá cometido la infamia de decir que el arma con que se cometió el atentado era mía? En cuanto salga hablaré de todo ello al comité...
Claro que la autoridad se valió de una treta infantil para recoger la verdad, pero el bienaventurado Miquel era tan inocente que sus palabras debieron convencer al interrogador, que lo dejó en paz y lo envió al juzgado...
Miquel pensaba en la posibilidad de una fuga, pero de una fuga teatral, completamente teatral. Como aquellas que había visto en el teatro Apolo cuando trabajaban en él Miguel Rojas y Argelina Caparó. Y hasta llegó a soñar con esa fuga. Subían por los muros de la cárcel los amigos de la peña del café, el camarero y un limpiabotas al que él arregló un día el cajón... Fuera esperaba un auto de la parada que hay en la calle del Marqués del Duero, junto a la calle del Conde del Asalto. Una mujer que hacía las faenas de limpieza en el sindicato, que Miquel admiraba mucho, dio un narcótico a los centinelas. Llegaron hasta la ventana y rompieron el cristal. Despertose él y, vestido con un traje de carcelero que sin saber cómo tenía escondido debajo de la mesa, saltó a la ventana. Los hierros cedieron fácilmente, y en el momento de ir a respirar el aire libre de la calle, despertó... ¡Cómo se asombró nuestro