–¡Es un hijo de ...! ¡Es él, el que dijo a la policía que yo había matado a Jaume Ros...! Lo voy a matar...
Joan Sebastiá quiso defenderse y abalanzarse sobre Miquel, pero los carceleros los separaron y les enviaron a las celdas de los sótanos en donde la humedad es el castigo más brutal.
La afirmación de Miquel circuló rotundamente por la cárcel...
–Joan Sebastiá era un chivato, era un chivato...
La amargura del anarquista solitario fue intensa... Quería matar a Miquel, al difamador... Los compañeros de Joan Sebastiá empezaron a hacerle el vacío... ¿Por qué se dejó prender? ¿Por qué retrasaba la reunión?
Los anarquistas encontraron extraña ahora toda la vida solitaria de Joan Sebastiá. Ya hubo quien afirmó que acaso su violencia de siempre era una posición policíaca para descubrir todo el tinglado de la revolución mundial...
–Pero ¡si ya lo decíamos nosotros! ¿Quién es ese Joan Sebastiá? ¿Por qué no ha querido nunca tomar parte en los mítines ácratas? ¿Por qué nos quería comprometer siempre con bombas y atentados?
–Es un confidente, es un confidente...
–¿Y esa francesa que va a verle? ¿De dónde ha salido? ¿Cómo la mantenía?, y ¿de dónde sacaba el dinero?
Ivonne iba por las mañanas a verle. Se presentaba en la cárcel sin haberse lavado la cara aún. Dejaba en la ventanilla de encargos un paquete con frutas o periódicos y le consolaba. Después Ivonne seguía el camino de la calle de Provenza, regresaba a su casa, paraba la olla y volvía a trotar ofreciendo su cuerpo menudo y blanco a los michés de la Rambla.
La madre de Joan Sebastiá chocó un día con Ivonne en la cárcel. No le fue nada atrayente la figura de la mujer. Sufría la pobre vieja los insultos de las demás mujeres que acusaban a su hijo de confidente y dejó de ir a la cárcel porque Joan se lo prohibió.
Miquel había armado un barullo acusando de confidente a Joan Sebastiá. Este, por fin, encontró algunos amigos que le defendieron, y Miquel explicó cómo sabía que Joan Sebastiá era chivato.
–Pero ¡imbécil! –le dijeron una vez hubo explicado la escena con la autoridad policíaca–. ¿No ves que si hubiera sido cierta la chivatada no te hubieran dado el nombre de Joan Sebastiá? Si te lo dijeron fue para que tú lo acusaras a él, si le conocías, y así encartaros a los dos en el proceso por acusaciones mutuas...
Entonces Miquel no sabía cómo deshacerse en excusas y hasta temía las reconvenciones posibles del comité...
Joan Sebastiá reconquistó el nombre honrado; pero la calumnia había hecho su camino, y entre los más siempre quedaba la sospecha de que fuera cierto.
Pasaron los meses, llegaron al banquillo los tres acusados, y el fiscal retiró la acusación. Nadie les acusaba, nadie aducía pruebas contra ellos, y la libertad apareció inmediatamente.
Miquel ya era un héroe entre los suyos. Pedro Ferrer se encogió de hombros y volvió a su casa a sabiendas de que cualquier día podían meterle de nuevo en la cárcel. Y Joan Sebastiá no quiso oír más la voz del grupo. Volvió a Francia, se llevó consigo a Ivonne y pasó al Midi, en donde empezó a trabajar de vigneron... La burguesía, el ahorro, le parecieron el objetivo de la vida y hasta se casó con Ivonne para dejar legitimadas sus disposiciones testamentarias cuando naciera un hijo que esperaban y que nacería en medio de una tranquilidad completamente burguesa.
Los asesinos de Jaume Ros no fueron habidos. Ni creo que a estas horas puedan serlo.
El Distrito Quinto
tiene su barrio chino
Un domingo por la tarde en la calle del Mediodía
Son las cinco de la tarde y anochece. No puede darse un paso por la calle del Mediodía. Pasan las mujeres como sombras por las aceras y llaman a todos los hombres que cruzan la calle:
–Escolta, que et vull dir una cosa!
–Tu, ros, que no vols pujar?
–Ai, que vingui algú amb mi, que en tinc moltes ganes!
Las tabernas pequeñas de la calle del Mediodía han sacado a las aceras unos bancos de madera, unos bancos sucios y negros. Se sientan en ellos los hombres. Los que visten suciamente son obreros del muelle, los que visten pulcramente son ladrones. Los obreros del muelle van sin afeitar, llevan encasquetado el sombrero flexible y arrugado y hablan con acento del sur de España. Se ponen las manos debajo de los muslos, sentados sobre ellas, y juntan los pies, dándoles un balanceo reposado. Las mujeres de los obreros permanecen en la acera y comen plátanos, naranjas o cacahuetes. Están como en cuclillas en el bordillo y charlan de intereses, de trabajos forzados en el Midi y de futuros planes para ganarse la vida. Pasan los soldados en grupos de dos o tres y es raro que no encuentren algún paisano y charlen, recordando gentes y vida del pueblo lejano. Dentro de las tabernas se habla de política y de la anécdota que más impresione en la ciudad. Los taberneros son gordos y rollizos. Se huele a vinazo, a picadura ínfima y a porquería. Corretean los chiquillos por entre los grupos de gente y se agarran a las faldas de las meretrices para dar una vuelta cuando juegan al escondite. Pasa una pareja de Seguridad que infunde respeto. En medio de la calle hay unos grupos de hombres:
–¡Mia tú esta! ¿Qué iba a hacer yo? Pos verás tú cuando venga la vendimia qué es lo que va a pasar...
Visten estos obreros una blusitas cortas de percal y cubren la cabeza con una boina. Encienden unos cigarrillos gruesos e imperfectos y de cuando en cuando echan en la conversación la interjección de un eructo o de una ventosidad. Pasan dos soldados de artillería que charlan con una meretriz y regatean... Las luces sucias y leves de las pequeñas tabernas de la calle del Mediodía se encienden. El cielo tiene un color azul, y los cuadros de luz de las tiendas que se proyectan en el suelo de la calle dan al ambiente un tono de melodrama popular. Las mujeres sentadas al borde de la acera visten blusas negras y delantales grises; charlotean largamente y gritan de vez en cuando a los muchachos que corren:
–¡Tú, Juanín, que te voy a zurrar!
La pequeña Mina es una taberna popular por lo sucia y lo mal frecuentada. Tiene un balcón interior que da sobre la tienda, cubierto con una bandera española, y en la pared hay un cuadro de una manola y una escena de Aida en una lata que hace años repartía Las Noticias para conseguir suscriptores. De un empujón sale violentamente de La pequeña Mina un borracho que cae de bruces en mitad de la calle. Lo ha empujado un cliente. Hay un revuelo.
–I ara torna-hi. Me caso... Borratxo!
El borracho hace esfuerzos por levantarse, pero no puede. Está el hombre deshecho y ha caído sobre un charco. Dice unas palabras incomprensibles, y la gente intenta levantarlo. Por fin, tras muchos esfuerzos logra poner el pie firme y se sienta en la acera, no dejando pasar a nadie, recostado en la pared, injuriando a Dios y al que le empujó. Pasa el Melindro, con sus ojos rasgados y su postura equívoca. Una trotera le dice, con la voz atiplada:
–¡Adiós, Manolo!
Un tipo con chaqueta blanca vende camarones y cangrejos. Hay unos vasos de vino negro sobre las mesas de las tabernas. Los obreros no se mueven de los bancos sucios y continúan moviendo los pies juntos en un balanceo desagradable. Se habla de francos, de agencias de contratación y de procedimientos para conseguir el pasaporte...
A veces en medio de toda aquella gente malcarada y malvestida pasa un señoritingo con el pelo muy pulcro y unos zapatos de caña llamativa. Habla misteriosamente a un grupo en lo hondo de una taberna y les explica la maravilla de un viaje de trabajo. Se les promete el oro y el moro, mientras la pianola de una taberna grande de la calle del Mediodía deja oír las notas del:
“Por el humo se sabe
dónde está el