Esa lógica de subordinación no sólo ocurre con el Estado que acaba convertido en un instrumento del mercado y de su consiguiente proceso de reducción de todas las esferas de lo público a la dimensión económica y empresarial, sino que también se extiende hacia el mundo privado, hacia el territorio de las vidas individuales, asumiendo la forma de una decisiva revolución cultural capaz de modificar las coordenadas de la subjetividad contemporánea. «Los sujetos, liberados para buscar su propia mejora como capital humano, emancipados de todas las preocupaciones por lo social, lo político, lo público y lo colectivo, así como de la regulación de éstos, se insertan en las normas y los imperativos de la conducta del mercado y se integran en los propósitos de la empresa, la industria, la región, la nación o la constelación posnacional a la que está atada su supervivencia.» La libertad, que antaño todavía se asociaba a esas múltiples dimensiones que ampliaban y enriquecían a los sujetos, queda, ahora y bajo la impronta de la economización generalizada, reducida a una supuesta libertad para administrar el «capital propio» y disputar en el mercado con los otros individuos que, bajo la forma de la competencia, sólo se mueven en el interior de la esfera de la inversión y la rentabilidad. «En una repetición fantasmal de la irónica “libertad doble” que Marx designó como un prerrequisito para que los sujetos feudales se proletarizaran en los albores del capitalismo (la libertad de la pertenencia de los medios de producción y la libertad para vender su poder laboral), una nueva libertad doble –del Estado y de todos los otros valores– permite que la racionalidad instrumental de mercado se convierta en la racionalidad dominante que organiza y restringe la vida del sujeto neoliberal.» Es esta «restricción» la que remodela la idea y la práctica de la libertad que ha sido finalmente «aliviada» de la pesada carga de las responsabilidades sociales, culturales y políticas para simplemente privilegiar la cruda competencia en la esfera del mercado. La «repetición fantasmal» de la que nos habla Wendy Brown pone en evidencia que la libertad ya no se corresponde con la busca de un sujeto político ni se despliega en el ámbito de lo público. Su ámbito es el de la autorreferencialidad inversora de un sujeto «gerencial» vaciado de la dialéctica que todavía subsistía en el interior de la modernidad burguesa aunque bajo la forma de una persistente tensión. Es difícil subvalorar este proceso de vaciamiento de lo común en el interior de la sociedad neoliberal, un proceso que transforma a los individuos en consumidores, en administradores de su capital humano y en competidores[6]. Es lo que Wolfgang Streeck definió como el gigantesco mecanismo de desocialización que ha puesto en movimiento el neoliberalismo de un modo antes desconocido. El fundamento de esto ha sido el reduccionismo economicista de todas las esferas de la vida. La libertad, núcleo y fundamento de la ideología contemporánea, se convierte en un ejercicio antagónico al que fundaba lo propiamente democrático e, incluso, lo republicano. El individuo, solo con su aventura mercantilizadora, sepulta, sin saberlo, la propia experiencia de la libertad al colocarla en el interior de una lógica del cálculo y de la rentabilidad. Lo que creía una parte inescindible de su individualidad acaba siendo un engranaje más de su objetivación. En el pasaje hacia la digitalización –el estadio actual del capital y de su despliegue global– queda aún más reducido al lenguaje del algoritmo que lo personaliza vaciándolo de su personalidad.
«Mientras el homo politicus –reflexiona Wendy Brown siguiendo las consecuencias de esta mutación histórica– se encontraba también en el escenario democrático liberal, la libertad, concebida de modo mínimo como autogobierno y de modo más robusto como la participación en el gobierno a cargo del demos, era fundamental para la legitimidad política, pero cuando la ciudadanía pierde su morfología claramente política y con ella el mando de la soberanía, no sólo pierde su orientación hacia lo público y hacia los valores que consagran, digamos, las constituciones, también deja de tener la autonomía kantiana que apuntala la soberanía individual. En este punto es necesario recordar la promesa democrática liberal esencial desde Locke, que la soberanía popular y la individual se aseguran entre sí. Dicho en el sentido inverso, en la modernidad el homo politicus se arraiga simultáneamente en la soberanía individual y señala la promesa del respeto social, político y legal de ella.» He aquí la transformación no sólo del individuo, el vaciamiento de su autonomía –más allá de las limitaciones reales que ésta tuvo siempre en el interior del capitalismo clásico–, sino también la profunda reformulación del principio de soberanía individual que estuvo en los fundamentos de la revolución burguesa y que el neoliberalismo dinamita sin contemplaciones, y su impacto sobre la soberanía popular que definía la marcha de los asuntos comunes bajo la forma del Estado y de lo público. Wendy Brown da un paso más a la hora de mostrarnos la metamorfosis de la libertad junto con la invención de un individuo que se vuelve gerente de su propia vida al precio de abandonar la dialéctica entre la esfera de lo común y, claro, de lo político con su narrativa individual. Ya que «[c]uando el homo politicus se desvanece y la figura del capital humano toma su lugar, ya no todos tienen derecho a “buscar su propio bien de modo propio”, como lo planteó Mill. Ya no existe la pregunta abierta de lo que uno busca de la vida o de cómo uno desearía confeccionar el yo. Los capitales humanos, como todos los demás capitales, están restringidos por el mercado, tanto en su participación como en su producción, a comportarse de modos que superen la competencia y se alineen con buenas valoraciones de hacia dónde se pueden dirigir esos mercados». Son ahora los mercados los que determinarán el rumbo de los individuos «capitalizados», una nueva teleología arbitraria, fantasmal y en muchas ocasiones caótica y persistentemente amenazante será el escenario de vidas subordinadas a una lógica cada vez más abstracta en la que lo único que cuenta es la habilidad para invertir adecuadamente el capital propio. Una mala inversión de ese capital conlleva el hundimiento personal sin que el Estado, y mucho menos la sociedad, se tenga que hacer cargo de ayudar a quien ha sido lanzado a la intemperie. Una nueva forma de indiferencia se despliega como la peste mientras cada individuo lucha, en soledad, contra fuerzas que se sustraen a su capacidad de comprensión e, incluso, de manipulación. El fracaso ya no lo es de un proyecto social y político, ya no es el resultado de un orden económico injusto y avaricioso, sino la consecuencia directa de una mala «inversión del capital propio». Solo y desamparado, el individuo inmerso en la competencia no alcanza a vislumbrar otra cosa que no sea su propia ineptitud e incapacidad para formar parte de los winners. Sabe, ahora, que tendrá que pagar el precio de su fracaso haciéndose cargo, como señalé antes, de la inevitabilidad de su sacrificio para contribuir a sanear una economía de la que es incapaz, por otro lado, siquiera de comprender en la lógica de su indescifrable funcionamiento. Lo único que alcanza a comprender, ya frente al abismo, es que él ha sido el responsable de sus malas decisiones. El goce y la deuda –polos dialécticos del Sistema– han abierto la necesidad, interiorizada bajo las nuevas formas del desamparo y el desasosiego, del sacrificio. Enfrentado a su responsabilidad –que el llamado al goce hacía invisible e innecesario–, el individuo del neoliberalismo se ofrece como víctima propiciatoria allí donde hay que