Como se ha visto ya a lo largo del artículo, he optado en cambio por hacer de la descrita por Helí, Doris y Teresa una situación no familiar y desde allí elaborar una relectura de la envidia como fenómeno (Henare, Holbraad y Wastell, 2007, p. 18).13 Con tal propósito, he enfrentado una dificultad adicional que tiene que ver con la familiaridad del lenguaje que hay entre los alfareros y yo (el español) y la naturalización de la envidia como experiencia.14 De hecho, desde mis primeras visitas a campo, la envidia fue un tema recurrente del que hablaban mis conocidos, pero se convirtió en objeto de estudio solo cuando fue referida como causa del rompimiento de las vasijas en el horno (Castellanos, 2004; 2007). Ese interés me llevó posteriormente a replantear la envidia en sí misma y a aventurar una reformulación de lo que implica como fenómeno (Castellanos, 2015). Al hacerlo, he asumido otros compromisos y, por ende, otros riesgos, uno de los cuales ha sido el de evitar (pero inevitablemente contribuir, depende desde donde se mire) exotizar a las personas con quienes trabajé. Si bien lo expresado por ellas puede resultarnos fabulesco e incluso inverosímil, y en ese sentido las construye como unos otros distintos, el propósito no es meramente enfatizar en sus diferencias. Al respecto, cabe señalar que por más condenable que sea, la envidia es ante todo un asunto de humanidad (Benfell, 2007). El propósito más bien ha sido usar el caso de Aguabuena para, desde un escenario muy local, dialogar y cuestionar ideas más universales señalando también sus vacíos (Castellanos, 2015).
Si reconocemos que la envidia es un asunto de los seres humanos, el que las vasijas, entre otras cosas, sean también envidiosas, las hermana y emparenta con nosotros (tanto que son el espejo del alfarero). Retomando las ideas de Gell (1998) sobre la agencia de las obras de arte y usándolas en nuestro caso, podríamos decir que la capacidad de actuar de las cosas en Aguabuena está dada en cuanto inciden en las relaciones sociales de los individuos. Con esta premisa, la agencia es primordialmente un asunto humano. Pero ¿qué pasa si reconocemos la envidia como un asunto también de las vasijas? Es decir, ¿y si la problematizamos también como un vicio de las cosas en sí mismas? Al respecto, el punto de entrada del capítulo es de nuevo diciente, como ya lo señalaba al cierre de la sección tercera. Por más que Helí sea para el resto de alfareros uno muy envidioso, el que sus vasijas también lo sean es un problema. Y literalmente, un problema para el propio Helí, que sufre por la envidia de sus vasijas, y de paso para aquellas otras vasijas que no son como los boteros, pero también para nosotros que debemos dar cuenta de esto.
Una salida es preguntarnos por qué tan cerca están las vasijas de los humanos –y en esa medida la envidia de las vasijas sería una experiencia compartida o no con los alfareros–. Al respecto, es impensable no reconocer el nexo fuerte que hay entre una vasija y su alfarero, al punto de ser, a la vez que el resultado, una extensión de su cuerpo: al parecer de Clotilde, el sudor del alfarero junto con el calor de sus manos hacen que la arcilla sea más fácil de trabajar, en otras palabras, es su vitalidad la fuente de la vitalidad del material (Ingold, 2000; Castellanos, 2007).
A propósito de esto último, son ilustrativos los ejemplos de otros estudios etnográficos que abordan las relaciones de sujetos que transforman la materia con el trabajo corporal. Por ejemplo, en el caso de los mineros de Potosí, como lo ilustran Nash (1979) y Absi (2005), la mina o “el Tío” de la mina toma vida de los mineros muertos dentro de la mina misma. Otro tanto revelan los estudios de Leitch (1996; 2010) con trabajadores del mármol en Italia, al considerar su oficio como un trabajo incorporado que muestra la relación intersubjetiva entre los trabajadores y el material, entre las minas y su trabajo, y que al tiempo que transforma el material, transforma también a los trabajadores. Llevando esta última idea a nuestro caso, por ejemplo, la transformación física y el detrimento de salud que sufren los alfareros a causa de su oficio (siendo los problemas de artritis o respiratorios los más comunes) son un dato ilustrativo de la modificación que propicia la arcilla en el alfarero mismo, por poner solo un ejemplo que, como en el caso de los mineros, nos habla de lo paradójico de que un material adquiera vida a costillas de la vitalidad menguada de quien lo trabaja.
Si asumimos esta intersubjetividad, entonces es impensable tomar la vasija o al alfarero por separado, como entidades discretas o mundos analíticos aparte. Y de hecho no lo son para los alfareros mismos que, por ejemplo, al ver una vasija terminada y cocida, la remiten al alfarero que la hizo sin importar si quiera que las formas en Aguabuena (y en Ráquira en general) estén bastantes homogenizadas por tipos de vasijas. Ciertamente esto necesita de ojos, pero también de manos, nariz y oídos sincronizados y entrenados en el mundo de los detalles mínimos de la materia. Así, además de ver diferencias, los alfareros las palpan, pero también las escuchan y huelen. Esto también es cierto para la envidia, que implica una agudeza de los cuerpos y los sentidos potenciados. Por ejemplo, así como el rugir del horno es un indicativo de que ya es tiempo de “dejarlo”, es decir, que no se debe añadir más combustible, o el sonido agudo de la cerámica cocida al ser golpeada nos habla de una vasija “bien hecha” (Castellanos, 2007), también el sonido del agua que llega o no a través de las mangueras nos habla de los actos de envidia de los vecinos (Castellanos, 2012).
Lo anterior pone en el centro del debate, además de la forma como construimos nuestras categorías, la forma en que concebimos el campo donde hacemos nuestras observaciones, o, en otras palabras, problematiza eso que es asumido como dado, como externo a quien observa (Candea, 2007). En ese mismo sentido, varias de las relaciones que propongo líneas arriba, incluso las preguntas de partida del escrito, son impensables a priori y solo surgen a partir del trabajo etnográfico (Henare et al., 2007). Así, desde la experiencia de la gente de Aguabuena (y de mi propia experiencia haciendo trabajo de campo), la envidia de las vasijas importa porque de por sí la envidia ya existe, remitiéndonos a la envidia múltiple y multiplicadora de las personas y de la materia que ellas transforman y que las transforma. Por eso, más que sobre vicios o inmoralidades de objetos en sí, la atención reside en la vida que ya ostentan las cosas, en este caso las vasijas, y que las vincula permanentemente y de muchas maneras con los humanos, así nosotros, los analistas, no estemos dispuestos a reconocerlo o sea un hecho que pase desapercibido. Vasijas y ceramistas no son las orillas opuestas de una relación, no existen por separado, sino que están al tiempo, son un continuum, una categoría conjunta. Asumirlo así, de entrada, nos sitúa de manera distinta frente a lo que observamos. Es claro que es una construcción, una escogencia del analista. Sin embargo, la envidia de los boteros es real tanto para Helí que la padece como para el resto de sus vasijas, que pueden o no romperse. Y este hecho, de entrada, merece toda nuestra atención.
Referencias
Absi, P. (2005). Los ministros del diablo. El trabajo y sus representaciones en las minas de Potosí. La Paz: PIEB, IRD, IFEA, Embajada de Francia.
Benfell, V. S. (2007). “Blessed Are They that Hunger After Justice”: from vice to beatitude in Dante’s Purgatorio. En R. Newhauser (Ed.), The seven deadly sins: from communities to individuals (pp. 185-206). Boston: Brill.
Bennett, J. (1966). Further Remarks on Foster’s Image of the Limited Good. American Anthropologist, 68, 206-210.
Candea, M. (2007). Arbitrary Locations: in defence of the bounded field-site. Journal of the Royal Anthropological Institute, 13(1), 167-184.
Castellanos, D. (2004). Cultura material y organización espacial de la producción cerámica en Ráquira, Boyacá. Un modelo etnoarqueológico. Bogotá: Fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales.
Castellanos, D. (2007). Huellas de la