El fraile permaneció en silencio unos instantes como si necesitara ordenar los elementos de un puzle. Después repitió de nuevo el gesto de ajustarse las gafas y echar los labios hacia adelante.
–Me han hablado de usted esta tarde –confesó.
–Ya me lo imaginaba. Su actitud conmigo es diferente a la de ayer.
–¿Ah sí? ¿En qué sentido?
–Parece que está algo desconcertado. Intenta saber que hay en mí de verdad y de mentira. Le han dicho que tengo una buena trayectoria profesional. Y, por otra parte, aunque parezca que puedo estar pirada, tengo un discurso bien estructurado y coherente y lo más importante –moví la cabeza afirmativamente– Oteiza no solo era inteligente, sino muy listo. Muy zorro, jamás hubiera dado crédito a una trepa, a una buscona o a una pirada.
Nuevo silencio breve cuajado de interrogantes.
–Es una buena respuesta.
–Ya lo sé.
–¿Cuándo podemos vernos otra vez? –preguntó sin rodeos–. Yo también estoy en posesión de alguna que otra característica singular que le puede interesar conocer.
–Estoy segura.
–Esta noche ceno con personas muy piradas y muy especiales. Un cabalista, algún exorcista, un par de médiums y otra gente de mal vivir.
–Me encanta la gente de mal vivir.
–Me alegro mucho Mara. Entonces –preguntó adelantándose en el asiento–. ¿Hacemos el trueque?
–Sí –respondí sonriendo.
Intercambiamos las carpetas.
–Yo también he hecho fotocopias del manuscrito de Manay –precisó.
–Está bien. Por cierto, creo que voy a dejar la carpeta en la caja fuerte del hotel. Ahora tengo otra cita y no quisiera perderla.
–Perfecto. Se la guardarán encantados –no pudo ocultar el brillo de su mirada detrás de las gafas. Tal vez intentando imaginar quién sería mi próximo interlocutor–. Usted me dio su tarjeta y yo ahora le doy la mía. Llámeme, me gustaría que siguiéramos en contacto.
Sabía que Carlos me haría esperar un buen rato y no me equivoqué. Llegó pasándose la mano por el pelo, demostrando que pensaba dejárselo crecer como a mí me gustaba. Por si tuviera alguna duda, en aquel momento comprendí la repugnancia que me inspiraba cada uno de sus gestos. Hacia él, por lo que era y hacia mí misma, por haber soportado tanto tiempo a un tipo tan mediocre y vulgar.
Estas certezas ocurren así, de pronto, como siguiendo el compás de un chasquido de dedos.
–Es imposible aparcar en esta puta ciudad –dijo sentándose frente a mí–, Jodé macho, jodidos gabachos, todos los parkings petaos –murmuró.
No pensaba darle tregua y siempre que pudiera evitaría mirarlo a los ojos. Yo tampoco le saludé.
–¿Qué es lo que tienes que decirme?
Sonrió echándose hacia atrás.
–¿Quieres entrar directamente a matar, o qué?
Consulté mi reloj.
–Perdona, no tengo mucho tiempo. Han convocado reunión de vecinos y ya llego tarde.
–¡Hombre! Qué tal sigue Cloti.
Me encogí de hombros.
–Muy bien, te pido por favor que esto sea un trámite rápido.
Carlos Olaizola soportaba muy mal que le marcaran los tiempos, pero al parecer se había propuesto no ser tan desagradable como de costumbre.
–Vale, como tú quieras.
–Te escucho –dije.
Me observó en silencio largos segundos.
–Necesito que testifiques en el juicio que pasaste conmigo la noche del veinticuatro de diciembre.
Me quedé paralizada. Esa fue la noche de la brutal agresión a Miguel. Eso significaba que Carlos temía que existiera alguna prueba que pudiera implicarle. Tenía que mantener la calma y pensar con rapidez. Por eso fingí no haber comprendido su propuesta.
–No sé de qué va esto, pero no te entiendo.
De pronto se levantó y se acercó a la barra. Le oí pedir: “Ponme un pelotazo de Hendrix bien cargado”. Esperó allí mismo a que se lo preparasen y volvió a la mesa.
–¿Has tenido tiempo de pensar? –preguntó bebiendo un trago largo.
–No voy a testificar eso.
Se encogió de hombros.
–Vale. Atente a las consecuencias.
Todas mis intenciones de no mirarle a los ojos se fueron al traste.
–¿Qué consecuencias?
Estaba nervioso, inquieto. Se acercó la copa a los labios.
–Tengo unas fotos tuyas –comentó. Después bebió de nuevo compulsivamente, como si quisiera emborracharse con rapidez.
–¿Qué fotos? ¿De qué me hablas?
Se adelantó en el asiento para sacar la cartera del bolsillo de su pantalón. La abrió y buscó con torpeza en el compartimento de los billetes.
–Estas –dijo mostrándomelas.
Eran tres fotos que fue pasando como las cartas de una baraja. Tendí la mano, pero él las retiró impidiendo que las cogiera. A simple vista era un montaje obsceno. Una pareja en la cama imitando posturas de un kamasutra doméstico.
Por supuesto no era yo. Era una mujer más o menos parecida a mí. Larga melena oscura y complexión delgada.
Bebí un pequeño sorbo de cerveza intentando disimular mi rabia y mi inquietud. Lo importante era demostrar aplomo y seguridad.
–No pensaba que fueras tan estúpido. El montaje es muy burdo.
Él sonrió.
–Es posible, pero mientras quieras aclarar que no eres tú, calcula la cantidad de gente que las puede ver en Internet con tu nombre debajo.
La situación era complicada y podía complicarse mucho más. No valía cualquier respuesta. Sin embargo, algo no encajaba. Sin duda el montaje era muy burdo, pero Carlos Olaizola no era ningún estúpido. Tal vez aquellas fotos no se hicieron para colgar en Internet, sino exclusivamente para amedrentarme. Lo que él esperaba era que yo le creyera capaz de hacerlo y accediese a sus pretensiones. Tal vez guardara otra amenaza en la manga.
–¿Y por qué no le pides que testifique a la tía de las fotos?
Se echó a reír pasándose de nuevo la mano por el pelo.
–Porque tú tienes más credibilidad y más caché ¿no? A ella igual no le creerían... pero a ti, sí.
Yo misma me sorprendí pensando en recurrir de nuevo a Miguel y al inspector Arroiz. El chantaje no solo era una excusa perfecta para llegar a ellos, sino para intentar acabar para siempre con el canalla miserable que tenía enfrente. Cuanto más le miraba, más decidida estaba a cargármelo.