–No es cierto, no era un night club público, era una sala privada, muy restringida. Vicky conoció el mismo día a Cartier y a un marajá indio. Y no fue Cartier, sino el marajá quien esa primera noche ya le regaló un broche alucinante. Tal vez por eso al principio se enrolló con él y fueron juntos a Londres.
–¿Y Cartier?
–Dejaron de verse ese mismo día. Tardaron meses en encontrarse otra vez en una fiesta de la embajada india en Londres.
Calló de pronto, no sabía cómo formular la siguiente pregunta.
–¿Y lo de que la bisabuela Victoriana era médium? ¿Tú te lo has creído?
Me fastidió el comentario. Daba por hecho que yo era una persona crédula y poco exigente.
–Igual Antoine se lo ha creído más que yo.
Forzó una risa artificial.
–Ja, ja... solo te he preguntado.
–¡Uf! Hay mucho qué hablar de eso.
–Fantástico ¿entonces cuándo vienes a comer a Zarautz?
–¿A tu casa?
–No, podemos ir a Bedua. Lorena con su marido, Antoine y tú... y yo con Leire –carraspeó antes de añadir–. Así os presento oficialmente a mi novia.
–¡Ahhh! ¿Se llama Leire?
–Sí... ja, ja.
–¿Qué tal es?
–Muy guapa.
–¿A qué se dedica?
–De momento a nada, solo a mí.
–Estoy segura que lo dices de verdad.
–Pues claro.
–No me extraña. Qué moro eres, tío. Bueno, si ella está de acuerdo. Vale, primo, me alegro.
Mi primo es mi primo y le quiero, pero eso no significa que no sea un tontolaba. Y encima se cree el “capo” de la familia. Solo me faltaba aguantar sus chorradas. Como si no tuviera ya bastantes problemas. Demasiados. El último, comparecer como testigo en un juicio. Probablemente a propuesta del inspector Arroiz. Supe que me detestaba desde el primer día que me vio. Tendría que consultar con un abogado la posibilidad de negarme a ir. No me interesaba revolver todo aquello y enfrentarme a Carlos y a Miguel ¡oh Dios! Ver otra vez a Carlos con su odiosa sonrisa de machista prepotente, como si dijera: “Al final caíste en la trampa, tía. Te pasé por la piedra sin ningún esfuerzo. ¿Lo ves? Te conozco muy bien”. Carlos siempre será un canalla. Aunque en el fondo preferiría enfrentarme a él, antes que soportar la mirada acusadora de Miguel, su decepción y su tristeza. Sí, le puse los cuernos, le engañé, tenía miedo, soy cobarde, es difícil de explicar.
Si las entidades cósmicas se apiadasen de mí, daría cualquier cosa a cambio. Hasta podría dejar de ver a Antoine y empezaría una vida tranquila y ordenada junto a Miguel, sin ambiciones ni fantasías que jamás se van a cumplir. Me casaría y tendría hijos. Seguro que con Miguel hubiera tenido al menos un hijo. Ser madre con cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años ahora es algo muy normal.
Busqué en internet el teléfono de la Ertzaintza. Tenía en mis contactos el móvil personal del inspector, pero me mantenía bloqueada. Llamaría a la centralita y pediría que me comunicaran con su despacho.
–Egun on! Ertzaintza komisaria, bai, esan?
–Egun on, ¿me pasa por favor con Matías Arroiz?
–Sí ¿de parte de quién?
Le daría de su medicina. Recordé a mi vecina Cloti entregándome la citación del juzgado.
–Mire, soy una vecina suya y viene un mensajero con un paquete para él. Quiero preguntarle si debo recogerlo.
Cuanto más absurda y estúpida sea la mentira, más te van a creer. La recepcionista no la puso en duda. Al momento escuché su voz al otro lado. Desde luego Arroiz no se la había creído.
–¿Quién llama? –preguntó con su voz agria de siempre.
–Soy Mara Asparren, por favor no me cuelgue.
Lo que no esperaba era que fuera yo. Transcurrieron varios segundos de lento y espeso silencio.
–¿Qué quiere?
–Darle las gracias por citarme como testigo en el juicio de Miguel ¿por qué lo ha hecho?
Me pareció que le sorprendía mi comentario.
–Tengo mucho trabajo para atender llamadas estúpidas.
–Le advierto que voy a testificar todo lo que pasó.
–Supongo que para eso le han citado. Y le recuerdo que será bajo apercibimiento de perjurio.
No tenía nada que hacer con él. Por lo menos intentaría informarme qué ocurriría en caso de que no acudiese.
–No podré ir, el día 27 de junio estoy en el extranjero.
Escuché una especie de sonrisa sarcástica.
–Pues tendrá que pedir a cualquiera de sus amigos macarras que le traigan. Si no acude, yo mismo me encargaré de denunciar ante la Sala su mala fe. Se le pondrá en busca y captura y podría ser conducida por la fuerza.
–Escuche inspector...
–No tengo nada más que escuchar...
–¿Está Miguel trabajando con usted?
–Déjele en paz, bastante daño le ha hecho.
Inmediatamente después sonó una señal intermitente. Había colgado el teléfono.
Podía intentar llamar a Miguel. Esa era mi divisa: no darme por vencida jamás. Sí, le llamaría. Al menos para saber si estaba incorporado en su trabajo. Tal vez ya ni siquiera vivía en San Sebastián.
Marqué de nuevo el teléfono de comisaría.
–Egun on! Ertzaintza Komisaria, bai, esan?
Seguro que no era necesario, pero imposté la voz.
–Hola, por favor, me pasa con Miguel Villalba.
Contuve la respiración.
–¿De parte de quién?
Sentí cómo se me aceleraba el pulso. No estaba segura de ser capaz de hablar con él.
–De parte de Carmen, gracias.
–Un momento, por favor.
Comencé a contar los segundos compulsivamente, solo lo hacía en situaciones límite. En qué número saltaría la banca... uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho... nueve...
¡Nueve! Era su voz y mi número de la suerte...
–Sí, dígame.
No pude responder...
–¿Quién es, dígame! –esperó unos segundos antes de añadir: ¡No conozco a ninguna Carmen! ¿Quién es usted?
No pude, no podría. Me tapé la boca con la mano para no sucumbir a la tentación.
–¿Quién es? –insistió tal vez comprendiendo que fuera yo, temiéndolo, deseándolo, ¿cuáles serían sus sentimientos hacia mí, sus emociones?
Podría decirle: “Lo siento, no tenía ninguna intención de complicarte la vida y mucho menos de hacerte daño. O que alguien te hiciera daño por mi causa. Te he querido como seguramente no he querido a ningún hombre y ahora mismo dejaría a Antoine y volvería contigo. Quiero que sepas que siento nostalgia de ti, que muchas veces me acuerdo de nuestros paseos, de tu risa contagiosa y de cuando hacíamos el amor, Miguel”.