Me salí parcialmente de la NASA. Poco después atravesé un divorcio en el que, más allá de los honorarios de mi abogado y la división de propiedades, me costó admitir que no conocía en lo más mínimo a la mujer con la que me había casado. Dos personas que se desprecian hacen planes y compran una casa; eso es el matrimonio. Me alejé de los tenues reflectores que me seguían el paso para dedicarme casi exclusivamente a la enseñanza. A diferencia de muchos, no me dejé seducir ni por los cheques que otorgan las conferencias ni por la tibia fama que representa convertirse en opinólogo mexicano.
Cumplí años con el extraño dolor de haber cruzado una meta temprana pero simbólica: con 39 vueltas alrededor del Sol, había rebasado la edad en la que murieron mis padres. En una fiesta en casa de mis tíos, que se distinguió por la inaudita capacidad pulmonar de los hijos de Marco y la temprana borrachera de Alberto, al soplar sobre una vela con forma de signo de interrogación que coronaba un pastel de chocolate, me percaté de una ironía crucial: ellos murieron en una colisión entre dos máquinas destinadas al viaje cotidiano. Su único hijo, en cambio, había sobrevivido a una cabalgata espacial que había redefinido la versión superlativa del peligro. Ignoraba cómo sentirme ante la exagerada confianza que depositamos en la estadística.
Recuerdo mis dudas ante las mediciones matemáticas porque ese mismo día me enteré que volvería al espacio. Sería el encargado de dirigir la actualización mecánica de mi brazo robótico. Apenas colgué el teléfono, como si nunca se hubieran ido, volvieron para instalarse por meses las cámaras de televisión, los reflectores, las llamadas en horas inoportunas, las entrevistas para las que revisitaba el guion que había perfeccionado con el tiempo.
Un cálido domingo en Florida, dos días antes del lanzamiento, di una última serie de entrevistas exclusivas. El resto lo sabes perfectamente.
Cuando entraste a la sala del hotel dedicada a las entrevistas, te reconocí por el verde criminal de tu blusa, el mismo tono horrendo que juzgué jamás volvería a estar de moda.
Venías de parte del periódico español más importante con una encomienda específica: una crónica sobre los pormenores de mi viaje. Ambos sabemos que todo lo que redactaste es mentira. No olvido tu sutil venganza: con el pretexto de tu crónica, hiciste preguntas capaces de provocar taquicardia: mi divorcio, mis películas favoritas, qué música escuchaba ahora, consejos para los jóvenes aspirantes a astronautas que más bien me hicieron pensar en mi rebasada juventud. Fuiste tan nulamente profesional que no me quedó más que estar agradecido contigo. Quedamos en vernos en el bar del hotel en cuanto me deshiciera del último reportero.
Sonaba en las bocinas del lugar «Yes I’m Changing», una tímida pero inquietante balada de Tame Impala, uno de los pocos grupos de ahora que me gustan lo suficiente como para ubicarlos. Me preguntaba con una sinceridad brutal qué demonios hacía esperándote. Había sido un hijo de puta contigo, hubo un tiempo en que eso me parecía insoportable. Pero ahora tenía menos ego que entonces y me había perdonado, no sin abollar un par de veces más la imagen impoluta que siempre quise tener de mí mismo. Que me hubieras engañado en otro siglo había dejado de tener la más mínima importancia hacía lustros. Incluso todos los demás terribles defectos que te encontré en el camino eran bagatelas comparados con los delirios psicóticos que conocí después, en ocasiones tan diversas que me avergüenza admitir que soy un científico capaz de emprender el mismo experimento una y otra vez sabiendo de antemano que será un fracaso. ¿Pero qué tanto podíamos haber cambiado, si debajo de mi mejor saco y mi camisa más cara había una playera de Mastodon, de la misma forma en que antes traía siempre una playera del Black Album de Metallica? Sí, había reconocido con los años los prodigios guturales de Tom Waits, la apacible violencia de Björk, la épica nostalgia de Springsteen, la magnificencia total de Dylan, pero en momentos como este me volvía a sentir un muchacho que no conoce más indumentaria textil y emocional que duros riffs metaleros.
Apareciste anunciada por la chillona fosforescencia de una blusa verde que se distinguía desde el satélite de Google Maps. Platicamos de todo menos de nosotros. Solo el ilimitado alcohol que me surtían desde de la barra nos permitió dejar de lado los magros éxitos para hablar de los fracasos circundantes: tú luchabas contra un público que primero te encumbró y que ahora pedía más de lo mismo, contra premios que no te concedieron por ser mujer y premios que te dieron solo por ser mujer, contra editores que buscaban estrangularte sintáctica y financieramente, contra los estragos de un matrimonio que pareció más bien naufragio; por mi parte, había perdido una plaza en el MIT, participé en un proyecto que hubiera merecido el Nobel de no ser porque un equipo japonés se nos adelantó presentado no solo conjeturas sino una confirmación; arrastraba el miedo a no saber qué hacer si volvía a México, un país que de pronto parecía más distante que Alfa Centauri y una ex que me había dejado, además de cuentas vacías, la noción de que debes mentirle a la gente que amas para que no sepa cuánto te desprecia. ¿Pero no era todo esto justamente lo que queríamos? Estaba a menos de 48 horas de subirme a un cohete, tú debías escribir una crónica con todos los viáticos pagados, ¿y ambos nos entregábamos a una tristeza latente en el bar de un hotel?
«No creo que deseemos nunca lo que deseamos. No creo que queramos ser otra cosa más que nosotros mismos, pero el puto problema es que al preguntar qué somos en realidad preguntamos qué queremos ser», soltaste mientras sonaba «Harvest Moon», en el plan filosófico que anuncia el término de las festividades. Me hacía yendo camino a mi habitación cuando me preguntaste si quería bailar.
«¿No recuerdas que no bailo?».
«Pero ese era el Nico de antes», replicaste, «el de hoy es lo suficientemente temerario como para treparse a un pinche cohete y a una pista».
Dejé que eligieras la canción en la rocola. Volvías a la mesa tendiendo la mano cuando empezó a sonar esa vieja canción de Pulp, en una lenta y cruda versión sujetada por la firme voz de Nick Cave.
«¿Sabías que ya inventaron la patineta voladora?», me preguntaste mientras dábamos sutiles, ingrávidos tumbos por la solitaria pista de un bar vacío.
«Luisa, qué no te das cuenta: estamos en el futuro».
Ayer soñé que mi madre estaba conmigo en la EEI. Discutíamos si el telescopio era una máquina del tiempo que inspeccionaba el pasado o una máquina del tiempo que vislumbraba el futuro: la luz sobreviviente de estrellas muertas hace eones o la luz de estrellas que un día guiarán nuestro paso hacia las galaxias. Sergei Krikaliov, el hombre que ha vivido más tiempo en el espacio, aparecía caminando directo hacia nosotros para zanjar el tema con una palabra: «Ambas».
Los marinos ignoran el vértigo hasta que pisan terreno firme: zarpar es un remedio desesperado contra el mareo. Así me sentí al subir al cohete, una templada mañana de enero del 2015, como si alcanzar la velocidad de escape fuera la única forma de corregir el aturdimiento. Antes del despegue, las palabras de Nick Cave se revelaron como una predicción cumplida, con una tranquilidad semejante a la que otorga el rigor matemático que pronostica un eclipse: nos besamos sobre la pista al ritmo de «Disco 2000», detrás de tus lentes brillaron dos satélites hospitalarios, cogimos en tu cuarto conducidos por una torpeza alcohólica: llegamos a la cama no sin tropiezos, rompiste varios botones de mi camisa, cediste cuando pedí que no te quitaras los tacones: fuimos inhábiles, casi novatos, fuimos tremendos. No podía esperarse menos del espléndido problema que siempre representamos, fue imposible distinguir más tarde lo adolorido de lo contento. Y ante el tenue resplandor que atravesaba las cortinas, hablaste de etimologías hasta que nos dormimos.
En julio me sorprendiste con un nuevo correo:
¿Cuándo regresas?
Comienza la cuenta regresiva. Sentado en una lata de refresco, las