Himnos. Eduardo de Gortari. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Eduardo de Gortari
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786078512546
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mueca cuando te dije que deseaba ser astronauta.

      Pero no fui el único en notar que te habías convertido en una de las chicas más atractivas de todo el Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Sur. El primer año no fui más que el amigo que debían sortear tus pretendientes. En el segundo año solo coincidíamos en el camión al salir de la escuela. En el tercer año fuiste la chica más popular de todas las fiestas a las que no fui invitado.

      Soñé que estaba en la EEI cavilando sobre una encomienda del rey: debía comprobar que la corona era de oro puro y no de una aleación barata. Para distraerme del problema real decidía bañarme en una tina de madera. Al sumergirme, notaba cómo mi propio cuerpo empujaba hacia arriba el nivel del agua. Pensaba en el volumen de los cuerpos, el peso de los cuerpos, la densidad de los cuerpos. Acto seguido salía corriendo desnudo por toda la estación gritando: «¡Lo he descubierto! ¡Lo he descubierto!». Pero cada integrante de la tripulación volteaba a verme estupefacto: yo caminaba sobre las superficies curvas de cada módulo, ellos flotaban en el espacio. Yo anunciaba mi descubrimiento en griego, ellos, atónitos, guardaban silencio en inglés.

      Iba en el tercer semestre de Física cuando nos reencontramos en una fiesta en el Ajusco. Mi mejor amigo estaba empecinado en ligarse a una amiga extrajera tuya; me llevó solo para entretenerte. Apenas pasó el momento del reconocimiento y la sorpresa, los qué has hecho y los cómo has estado, salió un chiste ineludible:

      «No tengo la menor idea de qué se trata tu trabajo», dijimos casi al unísono. La diferencia yacía en cómo explicábamos nuestras elecciones. Aunque había transitado por dos cursos de verano en las instalaciones de la NASA, seguía sin tener claros los motivos que me habían impedido renunciar a una vocación infantil: viajar al espacio. En cambio, tú sabías perfectamente por qué estudiabas literatura. Podías articular lo que yo apenas intuía; convertías una herramienta común a todos, el lenguaje, en una artilugio capaz de parecer solo tuyo. Te escuchaba hablar sobre las propiedades de la escritura para concentrar diversos significados, mientras pensaba en símiles específicos. Jamás me había divertido tanto escuchando un parlamento motivado por el alcohol:

      «…es entonces cuando puedes decir que algo es literario, cuando concentras en un breve espacio textual una cantidad inmensa de información, de significados que trascienden el texto…».

      «Como un hoyo negro».

      «¿Cómo?».

      «Un hoyo negro: un espacio sumamente pequeño donde se comprime una enorme cantidad de materia y que atrae todo lo que está a su alrededor. Así es un texto como lo explicas: cuando hay muchísima gravedad en ese texto, pum, se convierte en literatura».

      «Más de uno te daría la razón y más de uno debatiría contigo una hora, lo cual no es tener la razón pero sí su respeto».

      «¿A un físico borracho? Dudo que haya alguien capaz de algo semejante».

      Pero tú fuiste capaz de escuchar a un físico borracho y el resto de la noche buscamos coincidencias entre dos disciplinas que de pronto no parecían tan opuestas.

      Alberto huyó de la fiesta con tu amiga alemana y tú te ofreciste a darme un aventón; al fin de cuentas vivíamos a escasas cuadras de distancia. Cuando subimos a tu coche, ese vocho infame que ahora debe descansar en algún deshuesadero igualmente infame, pusiste el estéreo.

      «¿Quién canta?».

      «Pulp. Te lo juro, junto con “High & Dry”, debe ser la mejor canción del año».

      No soportaba su ritmo bailable, ni siquiera entendía la letra, pero fue suficiente escucharla en esa ocasión para grabarla en contra de mi voluntad. Tú ibas tan borracha como yo, conducías del carajo y más de una vez creí que nos estamparíamos. Para colmo te diste el lujo de querer sostener una conversación. Aferrado al asiento, lo último que deseaba era felicitarte porque al fin habías visto Star Wars y discutir por qué demonios te seguía gustando más Volver al futuro. Antes que ver hacia el frente sembrado de obstáculos y peligros, preferí voltear hacia la Luna llena que nos seguía, como si fuera un talismán contra los percances. Cuando llegamos a tu casa creí que había presenciado un milagro, solté un suspiro casi tan grande como el que años más tarde soltaría al rebasar la línea de Kármán y no dudé en interpretar tu heroica inhabilidad tras el volante como una señal ineludible, debía hacerte una pregunta inesperada:

      «¿Te has dado cuenta de que nos volvimos a reunir por culpa de una cita ajena?».

      «Y yo que siempre creí que tú habías sido mi primera cita», bromeaste.

      Soñé que Sergei Krikaliov y yo mirábamos por la escotilla hacia la Tierra mientras pasábamos por encima de Eurasia. Fumábamos cigarros cubanos, bebíamos los mejores expresos de la galaxia. Cuando empezaba nuestro escrutinio sobre las costas de Portugal, él me decía: «Espera a que lleguemos a la Unión Soviética; entonces verás con tus propios ojos la magnificencia a la que es capaz de llegar un pueblo cuando se entrega a un objetivo común, y sentirás vergüenza, Nicolás, sentirás vergüenza por ese país tuyo que jamás ha conocido la concordia y sentirás respeto por la nación que puso al primer hombre en el espacio». Ante la pequeñez de Gran Bretaña y Francia le daba la razón. Sobre una Alemania dividida me preparaba para el espectáculo. Pero al cruzar los Cárpatos y el delta del río Danubio no había más que una nubosidad inescrutable. Sobre Moscú el humo se disipaba dejando ver unas ruinas que llegaban hasta Vladivostok. Incluso Königsberg podía apreciarse como un exclave en llamas. Sergei lloraba a mi lado: «¿Dónde quedó mi país?». Desde Alaska se apreciaba la cavidad donde una vez hubo una nación, como si el cráter de Tunguska abarcara la totalidad del territorio ruso. Pero yo creía que podía consolar a Sergei, el último ciudadano de la Unión Soviética. No dudaba en decirle que no necesitaba un país, que nadie necesita un país, que al principio fue la gente quien inventó las fronteras y luego las fronteras comenzaron a inventar a la gente; y si algo era evidente desde aquí es que las fronteras son meras líneas imaginarias.

      No recuerdo bien cuánto duramos juntos. ¿Año y medio acaso? Sin duda lo recordarás mejor que yo. Hubo otras chicas antes de ti y las hubo también después. Nunca fui del todo un primerizo, tampoco me convertí más tarde en un experto. Te grabé muchos mixtapes que disfrutabas como si fueran libros de poemas, llenos de canciones que aún detesto. Algunas las seguí detestando por terribles. Otras porque estaban ligadas a ti. Estuviste el tiempo suficiente como para acompañarme en dos aniversarios luctuosos. Uno, cuando apenas empezamos; y otro, poco antes de terminar. Por supuesto te conté que mis padres murieron juntos en un accidente de tránsito. Te conté que mi padre me inculcó la devoción por Led Zeppelin y que mi madre me enseñó a escrutar el cielo con un telescopio. Te conté que de chico les daba lo mismo contarme las hazañas de don Quijote o de Ulises o de Yuri Gagarin o de Neil Armstrong o de Arquímedes como si fueran cuentos infantiles; seguía sus relatos a través del sueño, siempre me quedaba dormido tras las primeras frases.

      A cambio, me contaste que siempre quisiste ser maestra de primaria y que fue la lectura de libros proscritos en tu muy católica casa lo que te motivó a ser escritora; porque, aunque tu madre no supiera quiénes fueron Sade o Bukowski, tú hallaste en esos libros un reducto de rebeldía que por secreto era infalible. Contraria al hermetismo específico que te distinguió en el bachillerato, me contaste a fondo sobre el divorcio de tus padres y de cómo conociste a tu papá apenas cumplidos los 19. Me contaste del quiste que te extirparon y del ovario que se fue junto con el quiste. Siempre alegabas que nunca quisiste ser madre de todos modos, pero cuando te desnudaba me esforzaba en besar la cicatriz antes que el vello. Me explicaste que escribías tus sueños a sabiendas de que era la escritura quien daba sentido a lo que antes eran imágenes inconexas. Y escuchaba con auténtico interés tus cuentos y algunos de tus sueños y hacía lo posible por entender los poemas o las películas que te gustaban. Hay promesas que se contraen únicamente porque habrán de romperse: alguna vez me hiciste jurar que tendríamos que reencontrarnos en el futuro, como previendo un final inminente. Incluso intenté darle una oportunidad a Radiohead. Pero eso último jamás se me dio bien.

      Te corté cuando volviste de las vacaciones de semana santa, tras acostarte con un tipo en Acapulco.