Soñé que éramos los mismos chicos de 14 años, mirábamos el Golfo de México desde la escotilla y me decías:
«La Tierra es redonda y azul como una naranja».
Como no te entendía, soltabas un leve bufido mientras meneabas la cabeza para agregar más tarde:
«Entiende, Nico: hay otros mundos, pero ya está este».
Me enteré de tu matrimonio por Alberto. Ignoro si él te contó del mío. De lo demás me enteré por los periódicos que hojeaba cada que venía a México: Luisa galardonada como la mejor filóloga de su generación, Luisa dando entrevistas, Luisa promocionando novelas que me negué a leer por un infundado temor a ver algo de mí en algún personaje. Mi relación contigo fue muy parecida a las secuelas de un pie roto: no se recuerda la rotura hasta que te das un golpe en el mismo sitio; y a veces, es una falible pero íntima forma de pronosticar el clima. Cada mujer con la que me enrolaba, tras el final, me recordaba un poco lo que tuvimos. A veces antes de terminar reconocía las señales catastróficas que pasé por alto contigo. Llegó el momento en que los periódicos o Alberto me hablaban de ti y ya solo sonreía. De tantas veces que vi tu nombre en papeles y pantallas, era el nombre de cualquier otra persona. Eras cualquier otra persona.
Soñé de nuevo con Sergei, pero ahora él buscaba consolarme: en el sueño llevaba casi 40 años en el espacio y no deseaba volver.
«Pero tienes que hacerlo, Nico, tienes que descender».
«Pero, Sergei, soy como tú: no tengo país, no tengo planeta, no tengo a dónde volver».
El ser humano que más ha viajado en el tiempo, apenas 0.02 segundos por delante de los relojes terrestres, de pronto buscaba convencerme de que el futuro era posible como si él fuera un emisario del mismo. Sergei escrutaba el espacio visible desde la escotilla y ante la súbita aparición de un azul gajo terrestre, me decía:
«Nadie aterriza dos veces en el mismo planeta».
Me casé con una compañera de la maestría a los 27, la edad en la que suele morirse la gente respetable, la misma edad en que se casaron mis padres. Cuatro años más tarde, en mi proyecto de posdoctorado, cometí una proeza que bien podría confundirse con una estafa: colaboraré en el diseño de un brazo mecánico robotizado que, siendo francos, solo podíamos instalar y operar los inventores. La NASA no tuvo más opción que enviar al elemento más joven del equipo a su instalación: es decir, yo.
Me sentía como en una película cada vez que me hacían una prueba física de resistencia o un examen médico, cada vez que me entrenaban para usar mi traje en una alberca de un azul tan profundo como el del mar en playas bajas, cada vez que me preparaban en simuladores para el despegue, siempre con un júbilo indistinguible del terror. Porque saber de Física te obliga a reconocer los peligros de un ascenso hacia las estrellas: conoces al pormenor cada detalle que puede salir mal, las estadísticas que explican cada posible error y el cálculo que demuestra que eres un jinete espacial que cabalga sobre una bomba atómica hacia la termósfera.
¿Te acuerdas de las primeras planas de todos los periódicos mexicanos aquel 12 de abril? EL SEGUNDO MEXICANO EN EL ESPACIO, MÉXICO DE NUEVO EN LAS ALTURAS y un etcétera de tinta fútil. Mis tíos las conservan todas aún, enmarcadas y colgadas en la sala, desde las que consignan entrevistas en las que preguntaban por mi opinión sobre la guerra contra el narco y la política mexicana, hasta aquella burda entrevista en que apenas me preguntaron qué marca de calzones es privilegiada en la EEI.
Mi madre solía decir que los telescopios son máquinas del tiempo que ofrecen una vista al pasado. Imagina que tienes una pizarra llena de fotografías que has juntado con el tiempo. Fotografías que has tomado a lo largo de tu vida. Fotografías que se tomaron incluso antes de que tú nacieras. Es natural que tarde o temprano algunas de las personas que aparecen en ellas hayan muerto. Pero también es natural que esas fotos permanezcan, donde los presentes conviven con los que se han ido. Habrá un momento en que todos los que aparecen en aquellas fotos hayan muerto y que en ese momento también lleguen fotos de los que apenas van naciendo. Imagina que esa pizarra, esa colección, empezó desde antes de que nacieras y seguirá cuando hayas muerto. Así es el cielo. Pero así también es el despegue.
Lo que mi madre jamás imaginó es que yo mismo terminaría montado en una máquina del tiempo; que al dar vueltas alrededor del planeta a miles de kilómetros por hora, todos los astronautas viajamos en el tiempo en imperceptibles pero sólidas fracciones de milisegundos directo hacia el futuro. ¿Y qué ves en un ascenso hacia el espacio, mientras retas la atracción gravitacional de la Tierra, sino tu vida recapitulada en un zapping brutal a través del tiempo, donde las fechas se confunden y los acontecimientos adquieren dimensiones desconocidas, conexiones imperceptibles entre hechos minúsculos y eventos decisivos, puentes que parecen conectar en un mismo plano cada uno de los tiempos verbales en que has vivido?
Tuve una pesadilla: iba con mi padre sobre Reforma, partíamos desde el cruce con Insurgentes. Era una de esas tardes en que la Luna es visible a pesar de la luz del día. Tras verla fijamente, mi padre me preguntaba qué pasaría si no existiera la Luna. Le explicaba cómo las mareas mayúsculas, fruto de la crucial cercanía con una Luna joven, propiciaron el arrastre de minerales que más tarde habrían de convertirse en el caldo de cultivo que permitió la vida. Le explicaba que nació tras el impacto ocurrido entre dos protoplanetas en que solo la Tierra sobrevivió. Le explicaba que ella impide que nos salgamos de nuestra órbita. Le explicaba que ella asegura que el eje de la Tierra sea constante. Le explicaba la falsedad de todos los mitos cotidianos a su alrededor. Le explicaba que si la densidad de la Luna fuese menor, acaso la Tierra no sería como la conocemos. Le explicaba que se aleja de nosotros unos centímetros al año en una lanzamiento de bala cósmica que ocurre en cámara ultralenta. Le explicaba cómo muchas de las suposiciones de Verne sobre el viaje a la Luna resultaron ser acertadas, casi proféticas. Le explicaba minucias sobre la expedición del Apolo 11. Pero casi llegando a Bucareli terminé hablándole de cómo el primer libro que leí fue De la Tierra a la Luna de Julio Verne; de cómo una vez me explicaste que «Luna» en latín quiere decir «la que ilumina»; de cómo Georges Méliès juntó para su película tramas de Verne y de H. G. Wells para crear un producto nuevo y propio; de cómo los Smashing Pumpkins homenajearon esa película en el video de «Tonight, Tonight»; algunos aseguran que gracias a esa película a los famosos les llaman «estrellas»; le hablé de cómo te grabé un mixtape que abría con esa canción.
«Ahora sabes tantas cosas, has vivido tantas cosas. ¡Quién lo diría! Mi hijo es un astronauta», entonces se llevaba los puños a la cintura y me espetaba: «¿Cómo puede ser que no reconozcas el camino a casa?».
Noté que él también levitaba ingrávido, apenas unos centímetros por encima del suelo.
«¿Por qué flotas, papá?».
«Porque ahora eres más viejo que yo».
De la misma forma en que jamás creí que viajaría de nuevo al espacio años más tarde, jamás creí que me escribirías apenas pusiera los pies sobre la Tierra. Un mail escueto pero significativo:
Nicolás:
Inevitablemente me enteré de tu proeza. Ahora perteneces a la estirpe de Arjuna, Gagarin y el Major Tom. Te felicito.
No pude evitar responderte en los mismos términos:
Aquí Major Nick. Muchas gracias, Luisa. También yo me he enterado inevitablemente de tus proezas. Sabes mejor que yo a qué estirpe perteneces ahora.
Semanas después iba en el coche cuando me topé en la radio con esa vieja canción de Pulp. Para sorpresa de mi entonces esposa, no cambié la estación.
Antier soñé que tomábamos cervezas sin burbujas con las estrellas de fondo. Te contaba una noticia del día anterior: el Gran Colisionador de Hadrones del CERN había creado plasma de quarks, la materia más densa que haya manipulado la humanidad,