—¿Cómo?... ¿Por qué?...—balbuceó Vérod, aturdido.
—Digo que, queriéndole a usted esa señora y no pudiendo amarle sino a costa del respeto que se tenía a sí misma, no encontró en el amor que usted la tenía el consuelo que usted dice. Por el contrario, ese fue su dolor extremo, la razón definida que tuvo para abandonar la vida.
Como si el joven no hubiera comprendido al principio, o le pareciera haber comprendido mal, miraba a su interlocutor con ojos despavoridos, y en toda su actitud, en sus labios entreabiertos, en su respiración breve y precipitada, en el tembloroso ademán con que alzaba el brazo y se oprimía el pecho con la mano, se veía como si de repente hubiera sentido el corazón atravesado por un dolor agudísimo.
—¿Yo?... ¿Yo?... ¿Dice usted que por causa mía?... ¿Yo la he muerto?... ¡Oh!
Y, ocultando la cara entre las manos, sofocó un grito de dolor sobrehumano.
Ferpierre se vio obligado a guardar silencio, no tanto por discreción como porque sintió una insólita turbación. Había ido allí a instruir un proceso y mientras tanto asistía a un drama. El espectáculo de las pasiones le era habitual, pero la casualidad lo ponía en ese momento en presencia de una alma con la que lo unían los recuerdos de la juventud despertados de improviso. El hombre que estaba allí con él no era solamente el antiguo compañero con quien en otros tiempos había tenido frecuentes conversaciones, era también uno de los más claros ingenios de su época. La naturaleza de este ingenio no le había inspirado simpatía, y aunque no hubiera descubierto, como acababa de descubrir, cuán poco se asemejaba el hombre al escritor, esa misma rivalidad intelectual que mediaba entre ambos lo turbaba, lo substraía de su ordinaria indiferencia, de la necesaria serenidad. Y ante aquel dolor se sentía conmovido, cuando precisamente tenía necesidad de toda la lucidez de su espíritu para estudiar la acusación.
Pero, una vez que el joven estaba abrumado por la sospecha de haber sido él mismo la causa involuntaria del suicidio de la Condesa, era necesario, no solamente hacerle creer que esa sospecha no era inverosímil, sino también dejar que lo atormentase como un remordimiento. Sin embargo, el juez, en su fuero interno, no quería atribuirle aún demasiado valor. Faltando como faltaban las pruebas materiales, no era posible formarse una opinión sino sobre meras inducciones, y entre la afirmación de Vérod, de que la Condesa no había podido darse la muerte cuando la luz de un nuevo afecto iluminaba su tenebrosa vida, y la sospecha contraria, de que la misma imposibilidad de obedecer a este sentimiento la hubiese revelado la incurable desdicha de su propia existencia ¿cuál de las dos merecía más crédito?
Avezado al ejercicio de su facultad de análisis en casos muy dudosos y obscuros, el juez no se había sentido aún confuso; pero, sin embargo, en vez de discutir entre sí las varias hipótesis, hacía todo lo posible por distraerse, por impedir que una de éstas, contra su voluntad, echara raíces y le estorbara la exacta percepción de la verdad. Sabía Ferpierre que la vegetación de las ideas es mucho más rápida que la de ciertas plantas que en breve tiempo extienden en torno suyo un bosque de ramas frondosas, y que la opinión, por más que su vida parezca depender de la voluntad, y cesar bajo la influencia de la opinión contraria, es sin embargo tenacísima y a veces resiste a los mayores esfuerzos.
Así, Vérod, que parecía tan confuso y anonadado, se alzó bien pronto al impulso de una viva reacción.
—¡No!...—dijo bruscamente, alzando la cabeza y sacudiéndola con ademán de protesta.—¡No!... ¡No es posible!... ¡Eso no puede ser!...
Si hubiera muerto por mí, ¿no me lo habría dicho, no me habría dejado una palabra, la palabra de su dolor, un saludo, un adiós?... Ayer hablé con ella, y nada, nada podía hacerme sospechar que tuviera la idea de la muerte, ¡al contrario!... ¡No!—repitió con voz que se iba haciendo más firme a medida que su convencimiento iba reforzándose:—¡No! ¡Ella no se ha matado! ¡Ha sido asesinada!
¡Usted no lo cree porque no sabe, porque no la ha conocido!... Usted tiene necesidad de tocar con las manos para creer; pero yo estoy seguro de que aquí se ha cometido hoy un infame delito. Y me comprometo confundir a los asesinos, a vengar a la muerta. Deber de usted es no creer nada por ahora; de averiguar, de ayudarme a buscar las pruebas que hacen falta. ¡Ellas existen, y yo las encontraré!
—¡Tanto mejor!—contestó Ferpierre—¡y puede usted estar cierto de que también yo las buscaré, de que las busco!...
Y antes de dejarse persuadir por la fuerza de aquella fe, despidió a Vérod y dio orden de que hicieran entrar a la joven desconocida.
—¿Su nombre?—le preguntó.
—Alejandra Paskovina Natzichet.
—¿Nacida en?...
—Cracovia.
—¿Cuántos años?
—Veintidós.
—¿Qué profesión?
—Estudiante de medicina.
—¿Domicilio?
—Zurich.
La joven contestaba con voz breve y tono seco casi sin oír las preguntas.
—¿Cómo se encuentra usted en esta casa?
—Vine a hablar con Alejo Zakunine.
—¿A hablarle de qué?
—De cosas que no interesan a la justicia.
—¡O que la interesan mucho!
La joven no contestó.
—¿Es usted su correligionaria?
—Sí.
—¿Vino usted a hablarle de asuntos políticos?
Nuevo silencio.
El juez aguardó un momento la respuesta, y en seguida continuó lentamente:
—Advierto a usted que las reticencias podrían perjudicarla.
La nihilista manifestó su indiferencia encogiéndose de hombros desdeñosamente.
—¿A quién acusa usted? ¿A mí, o a Alejo Petrovich, o a ambos?
—¡Me parece que usted quiere invertir los papeles! A usted le toca contestar. ¿No es usted otra cosa que correligionaria del Príncipe?
—No comprendo.
—¿Es usted también su querida?
La joven miró a su interpelante con ojos inflamados, casi con expresión de ira, pero no dijo una palabra.
—¿Tampoco a esto quiere usted contestar? Voy a hacerle otra pregunta: ¿Dónde estaba usted en el momento de la muerte de la Condesa?
—En el escritorio del Príncipe.
—Y él ¿dónde estaba?
—Conmigo.
—¿Conocía usted a la muerta?
—Nunca hablé con ella.
—¿Hoy la vio usted?
—No.
—¿Sabía usted que hacía años que vivía con su amigo, que le amaba, que se amaban?
Al prolongar el juez esta pregunta, en la cual hacía especial hincapié a fin de leer en el ánimo de la nihilista, no quitaba los ojos de los de ésta. Pero la joven contestó, impasible:
—Sí.
—¿Sabía usted que estaban celosos el uno del otro?
—No.
—¿Tenía