Espasmo. Federico De Roberto. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Federico De Roberto
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664131706
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y referida a Ferpierre por el juez de paz, es decir, la maldad de los nihilistas, carecía de valor mientras no se encontrara acompañada de un móvil más particular y eficaz. Destruir una vida por el solo placer de destruirla, no era propio de nihilistas, sino de locos. Se necesitaba, pues, que los asesinos hubieran sido impulsados por una pasión o por cualquier interés. Quizás si las maldades que la Condesa veía urdir al Príncipe, las conspiraciones en que sabía estaba mezclado, la sangre que, según oía decir, se derramaba por obra suya, había aterrado a la pobre mujer, y deseosa de impedir que perseverara en su labor tremenda, podía haber sorprendido alguno de sus secretos, o un secreto que, no fuera suyo: ¿habría entonces, la rígida disciplina de la secta misteriosa, armado el brazo de aquel hombre y de su cómplice? El juez de paz atribuía a esta suposición algún fundamento; pero a Ferpierre le parecía, si no del todo inadmisible, por lo menos poco probable.

      Más admisible era que, si existía un delito, se tratara de un delito de amor. ¿No habría el Príncipe muerto por celos a la Condesa, enamorado nuevamente de ella después de haberla dejado de amar? ¿Y de quién podía haber estado celoso, sino de ese Vérod que se mostraba tan afligido de la muerte de la Condesa, y asumía, sin que nadie se lo pidiera, el papel de acusador y de vengador? ¿O no sería más bien la extranjera quien había cometido el crimen, celosa del amor que tenía por la italiana el hombre que ella amaba?... El delito, quien quiera que fuese el culpable, cualquiera que fuese el móvil, no podía tampoco haberse consumado sin que entre el asesino y la víctima hubiera habido una lucha, aun cuando hubiera sido muy breve; pero ni en el cuarto mortuorio ni en la persona de la muerta se hallaba el menor vestigio de esa lucha. De la posición del arma, la empuñadura hacia fuera, y el cañón apuntando al cadáver, deducían, los doctores que si la Condesa se había matado, debía haberse hecho el tiro estando parada: de ese modo el revólver, al caer al suelo, se había dado vuelta. Y aunque no parecía muy natural que la infeliz, contrariamente a lo que hacen todos los suicidas, hubiera escogido esa posición para ultimarse, la circunstancia de ser suyo el revólver y haberlo tenido oculto, excluía la suposición de que un asesino hubiera podido servirse de él. Además, el revólver estaba mal cerrado y en la caída se le había salido una cápsula cosa que se explicaba perfectamente de parte de una mujer poco práctica en el manejo de las armas, de una suicida cuyas manos debían temblar por otras razones; pero que en un asesino sería inexplicable.

      Mas para detenerse sobre una hipótesis cualquiera, era necesario todavía esperar el resultado de la autopsia; y mientras tanto, Ferpierre, que había establecido en el comedor de la villa su gabinete para la necesaria averiguación en el lugar del suceso, ordenó que hicieran entrar a Vérod.

      Cuando el joven se presentó a Ferpierre, éste vio en la palidez de su rostro, en la angustia de su mirada, en la turbación de su actitud, la confirmación evidente de que Vérod debía haber estado vinculado con la difunta por un sentimiento a la par muy fuerte y muy delicado, y en el instante, reconoció en él, sin la menor vacilación, al estudiante del curso de letras, por más largo que fuera ya el tiempo transcurrido desde la época en que ambos eran condiscípulos. Y al verlo recordó también la frecuencia con que lo había encontrado en el círculo universitario ginebrino, durante dos años seguidos, y recordó igualmente que entre ellos no había mediado una sola palabra de simpatía. La índole triste de Vérod se había revelado desde aquellos días lejanos, en las discusiones juveniles con los camaradas: ninguno de los sentimientos a que Ferpierre había obedecido sucesivamente, ni los entusiasmos poéticos, ni el severo deber parecían inteligibles a esa alma cerrada. ¿Se acordaría él también de aquellas antiguas relaciones? ¿Había pedido ver al juez instructor por qué sabía quién era? ¿Iba a darse a conocer?

      —Usted ha querido hablarme—dijo Ferpierre mientras se dirigía mentalmente estas preguntas y ponía en orden en la mesa los papeles, secuestrados en la habitación de la muerta y del Príncipe;—aquí me tiene usted. Y ante todo ¿su nombre, su edad?

      —Roberto Vérod, treinta y cuatro años.

      —¿Es usted Vérod, el escritor?

      —Sí.

      —¿Nacido en Ginebra, domiciliado en París?

      —Sí.

      O el joven no le reconocía, o no quería decirle que le reconocía.

      —Bueno. ¿Cuáles son las pruebas que quiere usted comunicarme?

      No solamente Vérod no estaba ya seguro de sí mismo, como al principio, sino que de acusador parecía haberse convertido de improviso en acusado, tan grande fue su confusión al oír la pregunta que el juez le hacía. Guardó silencio por un momento, trató de decir cualquier cosa, y luego, arrepentido y más vacilante que nunca, se acercó al juez y le tendió la mano.

      —¡Si usted supiera, señor—le dijo con voz insegura y sumisa,—qué tumulto de sentimientos agita mi corazón, cuánto miedo tengo de hablar, cuánto necesito confiarme a su indulgencia, a su discreción, para decirle lo que tengo que decirle!

      Con tanta delicadeza y sinceridad formuló su invocación, que Ferpierre se sintió conmovido. Pero todavía no quiso provocarlo a que se hiciera reconocer, esperando ver si él mismo aludía a las relaciones que los habían unido en otros tiempos. Soltó los papeles y estrechando la mano que el joven le tendía con tanta ansiedad como si quisiera, agarrarse a él, contestó:

      —Con eso no haría más que cumplir con mi deber; pero hagamos algo mejor: olvidemos nuestras respectivas condiciones y confíese usted no al magistrado, sino al hombre.

      —¡Gracias, señor! ¡Mucho le agradezco sus bondadosas palabras!... Al magistrado no tendría, efectivamente, mucho que decir, ni conseguiría probablemente comunicarle, faltándome las pruebas materiales, mi convicción moral...

      —¿Y al hombre?

      —Al hombre... al hombre le preguntaré: ¿cree usted que quien ha soportado una vida siempre tenebrosa, huya de ella cuando ve que por fin resplandece la luz? ¿que quien ha sufrido con resignación, en silencio, puede exasperarse, rebelarse contra una esperanza imprevista?

      El juez le escuchaba con la cabeza inclinada, sin mirarlo, y de pronto no contestó.

      Pero alzando luego la vista y fijándola en Vérod, se puso a su vez a interrogarle:

      —¿Tenía usted mucha intimidad con la difunta?

      El joven no respondió. Lentamente los ojos se le llenaron de lágrimas.

      —No debo, no, decirlo...—murmuró con voz ahogada.—A nadie revelaré un secreto que no es mío... que no es del todo mío... Y hasta creo, mire usted, que a ella la lastimaría, que ella me prohíbe decirlo.

      —¿La amaba usted?

      —Sí.

      Sus lágrimas se habían detenido, su mirada expresaba el orgullo y la alegría, una altiva felicidad.

      —Sí; con un amor que puede ser confesado, alta la frente, delante de cualquiera. ¿Por qué lo habría de negar?

      —¿Y ella le amaba a usted?

      —¡Sí!... Y el mundo no sabe, jamás sabrá, lo que fue nuestro amor. El mundo es triste, y a poco andar la vida lo amarga todo. Pero nada, ni un acto, ni una palabra, ni un pensamiento contaminó una sola vez ese sentimiento que nos hacía vivir.

      —¿De modo que al Príncipe no le faltaría razón de estar celoso?

      A la expresión de soberbio gozo que animaba el rostro de Vérod, sucedió un amarga contracción de desdén.

      —¿Celoso?... ¡Para estar celoso habría debido amarla! ¿Y si la hubiera amado fielmente, a ella sola, me habría ella amado a mí?

      Ferpierre se quedó estupefacto ante la manifestación de semejante idea. O conservaba un mal recuerdo de las verdades brutales e ingratas de que Vérod había sido apóstol desde joven, o el pesimista, el escéptico se había convertido.

      —Pero entonces ¿en qué estado se encontraban las relaciones del Príncipe