Espasmo. Federico De Roberto. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Federico De Roberto
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664131706
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la Baronesa, siempre mirando por lo bajo, continuamente, a la extranjera.—Es un dolor verle sufrir así... Sería necesario que alguien le persuadiera de que se alejara...—Y estas palabras iban encaminadas directamente a la joven desconocida; pero como ésta no contestara, la Baronesa propuso:—¿Por qué no ponen por lo menos el cadáver sobre la cama?

      Hablaba desde el grupo formado en torno del cadáver, y, al ver que los circunstantes, aprobaban sus observaciones, pidió y obtuvo que la dejaran pasar. Entonces se acercó al Príncipe, que estaba en ese momento apoyado contra la cama, los brazos colgando, contraídas las manos y los extraviados ojos todavía vueltos hacia la muerta.

      —No podemos dejarla así... deseamos ponerla sobre la cama... ¿Quiere usted?

      Pero él no contestó, ni pareció siquiera haber oído, y al ponerle la Baronesa una mano en el hombro, tembló como sacudido por una corriente magnética: su mirada extraviada, perdida, desconsolada expresaba una angustia tan pavorosa, que la locuaz señora se encontró por un momento con que le faltaban las palabras.

      —¡Qué desgracia!... ¡Qué dolor!...—dijo turbada.—¡Pero hay, sin embargo, que tener fuerza suficiente para resignarse al destino!... Doctor—agregó, volviéndose hacia Bérard, que se acercaba en ese momento al Príncipe.—Desearíamos retirar de allí el cadáver... ¡Me figuro a ratos que la pobrecilla sufre en el suelo!... Y a toda esta gente, ¿no se la podría pedir que se alejara?

      —Sí... cierto...—contestó el doctor vacilante y sin saber qué hacer.—Pero antes de resolver nada, hay que esperar la llegada de los magistrados...

      —¿Se les ha avisado?

      —Aquí llegan.

      Efectivamente, el murmullo de las voces acababa de extinguirse en la sala contigua, y en ese instante entraba el juez de paz del circuito Lausana, el comisario de policía, un médico y dos gendarmes.

      Lo primero que hizo el juez fue ordenar que se alejara a los indiscretos del cuarto mortuorio y de la sala, y cumplida esta orden, los gendarmes se colocaron en la puerta que comunicaba aquella sala con el otro saloncito, para impedir que la gente volviera. Sólo quedaron con el cadáver, la extranjera, el doctor Bérard, y su colega de la policía, a quien explicaba la inutilidad de toda curación y la rapidez de la muerte; la Baronesa de Börne, que sin que nadie se lo pidiera, informaba de lo sucedido al juez; éste, el Príncipe y el comisario.

      —¿A qué se atribuye su funesta resolución? ¿No había algo que la hiciese prever?—preguntó el juez; y la Baronesa, no obstante ser incapaz de callarse, por esa vez se limitó a encogerse de hombros y mirar al Príncipe, para significar que éste era el único que podía contestar.

      Zakunine se pasó una mano por la frente, como si se despertara de un profundo sueño, y dijo:

      —Sí, había que preverlo... Yo he debido preverlo...

      —¿Sufría mucho?

      —¡Sufría tanto... tanto!...—respondió el Príncipe, con una entonación de tristeza tan profunda, que el mismo magistrado se sintió conmovido.

      —¿Estaba enferma?—preguntó el juez al doctor, después de un breve silencio.

      —Sí: de una afección del pecho.

      —¿Sabía lo que tenía?

      —Sin duda. No era posible ocultarle nada. Era tan inteligente y valerosa, que las mentiras compasivas eran inútiles con ella.

      —¿No se podía tener esperanzas de salvarla?

      —Su enfermedad era de aquellas sobre el desenlace de las cuales no cabe engaño, pero que mediante un régimen apropiado permiten vivir aún largos años.

      —¿Entonces no es la enfermedad lo único que la ha impulsado a matarse?

      —No es lo único—repitió como un eco el Príncipe Alejo.

      Muy curiosa, casi cómica, era durante aquel triste interrogatorio la actitud de la Baronesa de Börne, la cual, ya que no podía hablar apretaba los labios, movía los ojos, sacudía la cabeza, inclinaba todo el cuerpo, como si sucesivamente repitiera las preguntas del juez y confirmara las respuestas del médico y del Príncipe, para hacer ver que ella había previsto las unas y las otras, y advertir por señas que también ella tenía una observación que hacer. Y de vez en cuando interrumpía:

      —¡Eso es!... ¡Asimismo!... ¡Exactamente!... Y teniendo los sentimientos religiosos que tenía...

      —¿Cuáles eran?—preguntó el juez.

      —Pocas mujeres he conocido de una fe tan sólida y ardiente—contestó el doctor.

      —¿Es cierto?...—interrumpió otra vez la Baronesa.—¡Parece increíble lo grande que era su fervor! Yo tengo motivos para saberlo. No daba un paseo sin que su término no fuera una iglesia. Sus excursiones preferidas eran en el distrito de Echallens, a Bretigny, a Assens, a Villars-le-Terroir, a causa de las iglesias católicas que encontraba por allí.

      Los domingos y fiestas pasaba largas horas aquí, en San Luis, arrodillada hasta que le faltaban las fuerzas... Y esa era la observación que yo quería hacer a usted: que es por demás increíble cómo, con tanta fe, ha podido hacer lo que ha hecho.

      El Príncipe no hablaba. El temblor nervioso que al principio le sacudía iba calmándose; la convulsa, violenta, pavorosa expresión de su rostro lívido y de sus ojos enrojecidos se iba transformando: pálido, agotado, sin fuerzas, parecía él también próximo a caer.

      —¿Estaba sola cuando se mató?

      —Sola.

      —¿Habló usted con ella esta mañana?

      —Sí; habló con ella.

      —¿Estaba triste?

      —Mortalmente.

      —Podríamos ver si ha dejado algo escrito.

      La Baronesa dio una palmada y exclamó:

      —¡Eso es lo que yo he dicho desde el principio!

      El comisario, a una señal del juez, se puso a buscar.

      Pocos muebles había en el cuarto de la muerta. La cama, un ropero con espejo, una cómoda, un pequeño escritorio colocado contra la ventana, en plena luz, y en un ángulo una mesita de trabajo, era todo lo que formaba el menaje. Sobre el escritorio había dos pilas de libros ingleses con cubiertas blancas; una caja de papel de cartas; una bombonera antigua, y un saco de viaje. En la mesita de trabajo y en el velador había más libros. El comisario los registraba uno por uno, abría los cajones de los muebles, ninguno de los cuales estaba cerrado con llave, y después de echar una ojeada a los objetos de elegancia femenina de que estaban llenos, los volvía a cerrar. En el escritorio estaba la correspondencia de la difunta, en cajas de cartón bastante viejas y una cartera llena de valores italianos y franceses así como algunos miles de pesos en monedas de oro y plata. En el fondo de la gaveta de la derecha encontró el comisario un estuche en forma de libro forrado en terciopelo negro, y cerrado con una minúscula llave: ya iba a abrirlo, cuando el Príncipe dio un paso hacia él, diciendo:

      —Ese es un libro de memorias... el diario de su vida...

      Por el tono en que hacía esa indicación, por la actitud de toda su persona, parecía que quisiera defender contra las miradas indiscretas el pensamiento íntimo de su pobre amiga; pero la Baronesa de Börne exclamó, aproximándose al juez, que ya había tomado de las manos del comisario el libro extraído por éste de su negra caja:

      —¡Allí precisamente se puede encontrar algo!...

      También la cubierta del libro era negra, con broches de plata, como un libro mortuorio y su sola vista expresaba la tristeza y el dolor que debían haber amargado la vida de aquella desventurada. El juez recorrió rápidamente las tapas: la letra era más bien grande, delgada, poco acentuada, elegante y de una nitidez admirable. Casi las