Espasmo. Federico De Roberto. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Federico De Roberto
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664131706
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con un amor que fue ilusión y engaño. Le amó porque creyó ser amada por él, ¡por él, que solamente sabe odiar!

      —¿Cómo fue, entonces, que no llegaron a separarse?

      —Por la parte de él sí: él quiso separarse. Se lo dijo, le echó en cara, como un reproche, su fidelidad, y varias veces la abandonó. Pero ella no quiso reconocer que se había engañado, o lo reconocía únicamente en su interior, y, pensando que los engaños se pagan, que hay que sufrir las consecuencias del error, aceptó el martirio.

      —¿Podría usted precisar en qué consistió ese mal trato?

      —¿Quién podría referirlo punto por punto? Todos sus actos, todas sus palabras envolvían una ofensa, un agravio.

      —¿Cómo lo sabía usted? ¿Quién se lo dijo?

      —¡No ella, señor! ¡Nunca oí de sus labios una queja contra ese hombre!... Yo lo supe, lo oí personalmente... Había conocido al hombre en París, muchos años atrás, antes de que estuviera con ella, y sabía lo que valía. En esto no estaba solo, pues todo el mundo sabe lo mismo que yo a su respecto.

      —¿Se encontró usted con él alguna vez después de haber conocido a la Condesa?

      —Nunca. El año pasado ya parecía haberla abandonado para siempre, y ahora, después de su vuelta, no lo he visto sino de lejos, una o dos veces.

      —¿Qué sabe usted respecto a lo que ella pensaba de su actividad política?

      —Que eso no fue uno de los dolores menos crueles de la infeliz.

      —¿Ignoraba ella, cuando lo encontró por primera vez, los fines que perseguía?

      —No sé... no creo... Pero si acaso supo que lo habían desterrado de su patria y condenado a muerte, buena y sensible como era, debió temblar de compasión por él. Y si él la dijo que su sed de sangre no era otra cosa que amor a la libertad y a la justicia, caridad hacia los oprimidos y sueños de perfección, el alma de la desventurada, ignorante del mal, debió seguramente inflamarse de entusiasmo y admiración.

      —¿Cree usted que el desengaño le haya sobrevenido muy pronto?

      —¡Muy pronto... y demasiado tarde! ¡Sí!

      —¿Cuándo la conoció usted?

      —El año pasado.

      —¿Dónde?

      —Aquí, en el Beau Séjour.

      —¿Todavía no había alquilado la villa?

      —Sí, pero pasó algunas semanas en el hotel.

      —¿Dónde vivía en invierno?

      —En Niza.

      —¿Entonces el año pasado ya no estaban juntos?

      —No.

      —Y ahora, ¿hacía poco tiempo que él había vuelto a unírsele?

      —En estos últimos meses.

      —Esa mujer, esa joven, ¿podría usted decirme quién es?

      —Una compatriota y correligionaria suya.

      —¿Conoce usted la naturaleza de sus relaciones?

      —No, pero no es difícil adivinarla.

      —¿Sería ella también su querida?

      —¿Se asombraría usted de ello? ¿No sabe usted que estos vengadores de la oprimida humanidad aman el placer, lo buscan, tienen mucho gusto en asociarse al deber?

      La manera de expresarse del joven era más y más amarga cuando hablaba de aquellos que en su concepto debían haber deseado la muerte de la criatura adorada por él.

      —De modo que, supongamos, que esa joven sea querida del Príncipe. ¿Habrá, por celos, asesinado a la Condesa? ¿Pero, de quién podía haber estado celosa? No de la Condesa, a mi parecer, porque ésta no amaba ya al Príncipe sino a usted. ¡Ni tampoco ciertamente del Príncipe, que no amaba ya a la Condesa, sino a ella!... ¿Y él mismo, siendo esta la condición de las cosas, qué motivo habría tenido para cometer ese delito?... Por otra parte, usted ha invocado el testimonio de la criada para confirmar su acusación. ¿Cómo se explica usted que esta mujer, apenas viera el cadáver, dijera que su patrona, al matarse, había puesto en práctica un antiguo propósito?

      —¿Eso no le prueba a usted—exclamó el joven, sin contestar directamente a la pregunta, si no formulando el a su vez una nueva interrogación,—eso no le prueba a usted en qué abismos de desesperación había caído? ¿No es cierto que para que, inspirada y sostenida siempre por una fe como la suya llegara a hablar de darse la muerte, la vida debía habérsele hecho odiosa o intolerable?... Sí, hubo un momento en que deseó morir. Yo mismo oí de su boca la tremenda palabra. Pero eso fue un momento, y no ahora... ¿Debo decir a usted cuál era la esperanza que después nos mantenía a ambos... el sueño divino de una felicidad?...

      Ahogado repentinamente por los sollozos, le fue imposible proseguir. Y el juez, a cada momento más impresionado al ver que la fisonomía moral del joven era muy distinta de la que él le había atribuido guiándose de sus propios recuerdos y de la reputación que aquél tenía, examinaba mentalmente la eficacia de la prueba moral que por fin precisaba el acusador.

      Si era cierto lo que decía, si la muerta le había amado, la acusación parecía ya menos improbable. Que el sentimiento del más allá hubiera debido impedir matarse a aquella mujer, era cosa que Ferpierre creía hasta cierto punto; pero que un sentimiento más humano, enteramente humano, hubiera podido disuadirla de su funesto propósito, no le parecía improbable. La calidad de los motivos a que el hombre obedece es muy diversa, y en la jerarquía de los sentimientos la fe tiene el puesto más alto; pero, en la práctica, sus virtudes no están en relación con el grado que ocupan en esa escala ideal, y con mucha frecuencia pueden más, no solamente las pasiones inferiores, sino hasta los ínfimos instintos. Contra los dolores insoportables, contra la necesidad de inquietud y reposo, el sentimiento religioso que prohíbe la muerte voluntaria puede ser ineficaz; el amor, la esperanza de satisfacer una pasión esencialmente vital, reconcilian más prontamente con la vida.

      —Pero ¿qué valía aquella presunción? ¿Cómo servirse de ella para inculpar a dos personas?

      —Usted comprenderá—repuso el magistrado cuando vio calmarse la angustia de Vérod,—la necesidad que me obliga a hacerle ciertas preguntas que le serán dolorosas. Me parece haber comprendido bien el sentimiento en fuerza del cual la Condesa, a juicio de usted, habría permanecido con un hombre con quien ya nada la ligaba. Quería aceptar, casi sufrir, ¿no es cierto? como un castigo merecido, hasta el último, las consecuencias de su error... Pero si eso le había sido posible antes de conocer a usted, ¿cómo no recuperó su libertad el día que otra esperanza la sonrió?

      —Sí, ¿por qué no la recuperó?—replicó Vérod, como hablando consigo mismo.

      —¿Usted no sospechó el motivo?

      —Ella misma me lo dijo.

      —¿Y fue?...

      —Que ya no se creía, no se sentía libre... El compromiso que había contraído un día al aceptar la vida común con ese hombre, era para ella un compromiso sagrado... No quería pasar de un hombre a otro... Ni yo tampoco la quería de esa manera...

      ¿Era creíble el escrúpulo que manifestaba Vérod? Un hombre enamorado que se siente amado ¿conoce obstáculos por el cumplimiento de sus anhelos? Cierto es que en las almas capaces de abrigar ideas generosas y escrúpulos delicados, tienen éstos y aquéllas mucha fuerza, principalmente en los comienzos de la pasión, y de las mismas declaraciones del joven resultaba que su amor estaba en la base inicial. Después, se presentaba tan distinto de lo que debía ser según su reputación, hablaba con un acento tan profundamente triste, había en su voz un temblor tan vecino del llanto, que Ferpierre no quiso sospechar de su sinceridad.

      —Pero