Dejó un momento el cuaderno sobre el asiento, y acercándose a la ventanilla apoyó la frente sobre el cristal. La noche estaba serena; el cielo estrellado. Corría el tren por tierra de Ávila, sobre una meseta ancha y desierta. La tierra, representada por la región de sombra compacta, parecía desvanecerse allá a lo lejos, cuesta abajo. Las estrellas caían como una cascada sobre el horizonte, que parecía haberse hundido. Siempre que pasaba por allí Nicolás, se complacía en figurarse que volaba por el espacio, lejos de la tierra, y que veía estrellas del hemisferio austral a sus pies, allá abajo, allá abajo. "Ésta es la tierra de Santa Teresa", pensó. Y sintió el escalofrío que sentía siempre al pensar en algún santo místico. Millares de estrellas titilaban.
Un gran astro, cuya luz palpitaba, se le antojaba paloma de fuego que batía muy lejos las luminosas alas, y del infinito venía hacia él, navegando por el negro espacio entre tantas islas brillantes. Miraba a veces hacia el suelo y veía a la llama de los carbones encendidos que iba vomitando la locomotora como huellas del diablo; veía una mancha brusca de una peña pelada y parda que pasaba rápida, cual arrojada al aire por la honda de algún gigante.
La emoción extraña que sentía ante aquel espectáculo de tinieblas bordadas de puntos luminosos de estrellas y brasas tenía más melancólico encanto porque se juntaban al recuerdo de muchas emociones semejantes, que sin falta despertaban, siempre iguales, al pasar por aquellos campos desiertos, a tales horas y en noches como aquélla. Nunca había visto de día aquellos lugares ni quería tener idea de cómo podían ser; bastábale ver el cielo tan grande, tan puro, tan lleno de mundos lejanos y luminosos; la tierra tan humillada, desvaneciéndose en su sombra y sin más adorno que bruscas apariciones de tristes rocas esparcidas por el polvo acá y allá, como restos de una batalla de dioses, monumentos taciturnos de la melancólica misteriosa antigüedad del planeta. En la emoción que sentía había la dulzura del dolor mitigado y espiritual, la impresión del destierro, el dejo picante de la austeridad del sentimiento religioso indeciso, pero profundo.
—¡Tierra de Ávila, tierra para santos! —dijo en voz alta, estirando los brazos y bostezando con el tono más prosaico que pudo.
Quería "llamarse al orden", volver a la realidad, espantar las aprensiones místicas, como él se decía, que en otro tiempo le habían hecho gozar tanto y le habían tenido tan orgulloso. Y abrió la boca dos o tres veces, provocando nuevos bostezos para despreciar ostensiblemente aquella invasión de ideas religiosas que en otra época habría acogido con entusiasmo y que ahora rechazaba por mil argumentos que a él le parecían razones y que constaban en sus libros de memorias, en aquellos apuntes, historia de su conciencia.
—¡Pura voluptuosidad imaginativa! —dijo también en alta voz, para oírse él mismo, poniéndose por testigo de que no sucumbía a la tentación de aquel cielo de Ávila, que había recogido las miradas y las meditaciones de Santa Teresa, y que ahora era pabellón tendido sobre su humilde sepultura.
Volvió a estirar los brazos, con las manos muy abiertas, y abrió la boca de nuevo, y en vez de suspirar, como le pedía el cuerpo, hizo con los labios un ruido mate, afectando prosaica resignación vulgar; y como si esto fuera poco, concluyó con dos resoplidos y subiéndose un poco los pantalones y apretándose la fajacinto que usaba siempre, después de ciertas insurrecciones del hígado.
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