El estado de Clarín fue menguando. Hubo días en que sólo tomaba café. Su sobrino Alfredo Martínez, aprovechando un dolor intestinal pues Clarín evitaba a los médicos, lo examinó; el diagnóstico fue una tuberculosis intestinal en estado terminal. Clarín estaba llegando al límite. La familia y los amigos no informaron al enfermo su desahucio porque si alguna certeza había en la vida llena de angustia de Clarín era el intenso miedo a la muerte. Algo sospechaba el escritor pues solicitó, para tranquilizarse, la visita diaria de su sobrino. Alfredo Martínez pensó prudente dormir en el mismo cuarto que su tío. Retiraron los espejos para que no se percatara de su esquelético rostro y la dramática alteración del color de la tez.
La mañana del 12 de junio Clarín quiso levantarse de la cama y se cayó sobre la alfombra. Al mediodía Alfredo Martínez anunció a los amigos que estaban reunidos en el jardín que Clarín no podía recibir visitas. Sólo el canónigo Joaquín Villa platicó con Clarín y sutilmente le ofreció la confesión, que el escritor postergó pues no se creía tan grave. Durante ese día visitaron la casa de Clarín varios amigos y discípulos, entre ellos Ramón Pérez de Ayala, Álvaro de Albornoz, Ulpiano Gómez y José Sarri; no pudieron verlo. La víspera de su muerte, Clarín se reconfortó con un caldo y dijo sentirse mejor aunque besó con apremio a su esposa Onofre García Argüelles y García Bernardo y sus hijos Leopoldo, Adolfo y Elisa. La madrugada del jueves 13 de junio Clarín entró en lánguida agonía y se buscó al padre Villa para que le impartiera el sacramento de la unción de los enfermos. Al amanecer, como no llegaba el sacerdote, se requirió a un fraile del convento dominico que acudió presto. Eran las siete de la mañana y Clarín acababa de fallecer. El monje santiguó al cadáver y lo encomendó con gesto impasible. Ya al despedirse, preguntó:
—¿Cómo se llamaba el muerto?
—Leopoldo Alas —contestó su sobrino.
—¡Clarín! —completó asombrado el religioso y regresó para arrodillarse ante el cuerpo y orar conmovido con el rostro cubierto por las manos.
No fue Oviedo ajena a una impresión profunda y dolorosa por la noticia. Dicen que el sencillo ataúd de Alas Clarín apenas si pesaba cuando lo llevaron al recinto universitario para su velación y le colocaron la toga con el birrete y la Bula de la Santa Cruzada que, según las costumbres funerarias de la época, era el comprobante del financiamiento a las causas eclesiásticas con el que se obtiene la indulgencia plenaria a los pecados aunque no hayan sido confesados y se evita el purgatorio. El funeral ocurrió en la Iglesia de San Isidoro y el entierro en el cementerio de El Salvador. Una multitud que no se amilanó por la lluvia acompañó al féretro.
Tras su muerte, Alas Clarín siguió despertando enconos. El monumento erigido en el parque de San Francisco de Oviedo fue varias veces ultrajado —en una ocasión le colocaron orejas de burro— y en 1936 lo dinamitaron los falangistas. La efigie de mármol permaneció degollada por más de 30 años. Leopoldo Alas Argüelles era rector de la Universidad de Oviedo cuando los nacionalistas lo fusilaron en 1937 y a su viuda le quitaron el empleo de maestra y su casa. Se ha especulado que lo ejecutaron por ser hijo de Clarín. La Guerra Española también cobró la vida a dos personas muy queridas por Alas Clarín: su sobrino Alfredo Martínez y su discípulo Melquiades Álvarez; uno era ministro y otro era presidente del Congreso de los Diputados cuando fueron asesinados por los republicanos en distintos meses de 1936. En 2002 la tumba de Clarín fue profanada. Se llevaron la reja que la rodeaba rompiendo las pilastras a las que estaba fija; y trataron de sustraer la lápida.
Durante la dictadura franquista varias de las obras clarinianas fueron retiradas de las librerías. La distribución de los relatos cortos no tuvo problemas, pero desde que en 1948 Miguel Ruiz Castillo de la Editorial Biblioteca Nueva solicitó la autorización para publicar las obras completas de Leopoldo Alas Clarín se reputaron muchas de las páginas de los ensayos y las novelas como inconvenientes. No pudieron escoger mejor palabra (inconvenientes) para esa situación de censura: las letras clarinianas constituían un impedimento para un régimen que se aferró ardorosamente a congelar el tiempo, a negar cualquier disenso.
"Superchería", la obra que aquí se presenta, es, además de una deliciosa pieza de narrativa, la más personal de su autor. El autobiografismo es una propiedad de la literatura clariniana cuyo uso redituó en el magnífico ensayo literario de Laura de los Ríos de García Lorca Los cuentos de Clarín. Proyección de una vida y en la exhaustiva biografía de Yvan Lissorgues Leopoldo Alas Clarín, en sus palabras.
Clarín vertió sus cavilaciones e intereses en sus personajes, particularmente en "Cambio de luz", "Doctor Sutilis", "El cura de Vericueto", "La conversión de Chiripa", "La Ronca", "Pipá", "Reflejo", "Rivales", "Un documento" y "Vario". Pues bien, "Superchería" arroja abundante luz a la profunda crisis espiritual del autor quien pone en palabra, pensamiento y escritura del protagonista Nicolás Serrano sus propias reflexiones.
Nicolás Serrano es un filósofo sin preocupaciones monetarias cuya hipocondría es en realidad hastío, "angustia metafísica" le llama Clarín. No encuentra una vía de conocimiento de la realidad pues fue defraudado, engañado, por los métodos de la creencia religiosa, el razonamiento filosófico y las teorías científicas. Ninguno lo convence y, parafraseando los estadios de Auguste Comte, en alguna parte llega a formular que la humanidad ha visto pasar la superchería teológica, la superchería metafísica y la superchería científica. La solución que se brinda es el amor. Hay una transformación de Serrano que no logran sus lecturas y viajes, ni la aparente visión de Santa Teresa de Ávila, ni la lectura de su mente, sino el amor hacia Caterina Porena que en la certeza de su imposibilidad le hace comprender que habría que tomar los fenómenos como lo que eran: pura superchería. Eso es lo que vio en el perro canelo que se encontró errando por el Paseo de Recoletos de Madrid y por eso lo juzgó mejor filósofo.
En una posada de la española Guadalajara no se comían a diario perdices por ser todos felices, como los buenos finales de historias de hadas, sino porque su precio era módico. A Serrano le parece melancólica esa apariencia irónica, esa falacia que se cae a pedazos, y percibe sucesivas ilusiones: la convicción de quien postula la filosofía del sentido común hasta que adquiere acciones en una sociedad minera y se convierte al darwinismo social, lo que se sueña ser durante la infancia y se va diluyendo en la vida, la estructura familiar que sólo se sostiene por codicia, la inmensa ternura de un niño consumido por la enfermedad, el matrimonio perpetuado por un macilento amor entre la Porena y el doctor Foligno, la muerte lejana de un abuelo tan contigua para el niño Tomasuccio y el sentimiento amoroso que se encuentra demasiado tarde o en circunstancias insalvables. Serrano y Porena, por ejemplo, saben que sería difícil tener una historia como pareja por ser ella casada y los dos honestos, pero cualquier expectativa queda eliminada al irse agostando el corazón de la madre tras la muerte del hijo.
"Superchería" es una historia de subterfugios expuestos, de simulaciones descubiertas, misterios que dejan de serlo. Encontramos apariciones, escritura automática, magnetismo, percepción extrasensorial, retrocognición, sonambulismo artificial y lectura de la mente. Ese, por paradójico que suene, es el ambiente en el que vivió Alas Clarín. El siglo XVIII, nombrado como de las Luces o de la Razón, originó durante el XIX al mercantilismo y al liberalismo. Fueron años de industrialización mundial, de grandes avances tecnológicos, de conformación de los sistemas educativos nacionales y en los que varios espacios religiosos pasaron al ámbito civil: el registro poblacional, el matrimonio, la herencia y la legitimidad política. La idea del carácter indisoluble de los poderes irracionales de la historia, como en el romanticismo, se transformó en el fundamento espiritual de las ideas nacionales. La política invadió todos los órdenes y se manifestó un pesimismo cultural que buscó una respuesta a su tiempo, una explicación global. Para Karl Marx la naturaleza humana estaba determinada por los modos de