Sin embargo, el siglo XIX también es tiempo de sociedades secretas, del arqueómetro de Alexander Saint-Yves d'Alveydre y la teosofía de Madame Blavatsky, de mesas parlantes y médiums que expelen ectoplasma. Las hermanas Kate y Margaret Fox cobraban por hablar con los muertos por medio de un código de golpes, mientras Hippolyte León Denizard Rivail cambió su nombre a Allan Kardec e inauguró el espiritismo. Es un siglo en el que escriben Edgar Allan Poe, Joseph Thomas Sheridan Le Fanu, Julio Verne, Guy de Maupassant, Bram Stoker, Mary Shelley, Jon Polidori y Byron. Victor Hugo buscó con desesperación comunicarse con su hija muerta. Otros literatos se lanzaron a aventuras espiritistas: Alexis Vincent Charles Berbiguier de Terre-Neuve du Thym, José Zorrilla, Charles Dickens, Nathaniel Hawthorne y Arthur Conan Doyle. En "Superchería" tenemos la detallada descripción de una función de sonambulismo magnético que es una derivación del mesmerismo —apelativo que se refiere a su creador Franz Anton Mesmer— o magnetismo animal, doctrina basada en la idea de una fuerza vital universal y que puede ser intervenida por la mente.
"Superchería" apareció por entregas en La ilustración ibérica, revista de la ciudad de Barcelona editada por Ramón Molinas y dirigida por Alfredo Opisso y Vinyas, los días 6 y 29 de julio, 10 de agosto, 28 de septiembre, 5 y 19 de octubre y 14 y 21 de diciembre de 1889 y 25 de enero y 1 y 22 de febrero de 1890. Se incluyó en el libro Doña Berta. Cuervo. Superchería publicado por la Librería de Fernando Fé de Madrid en 1892. Ese 1892, Clarín señaló en la Revista literaria que en España los relatos se envasaban en los nombres de cuento o novela, según sus dimensiones, pero que en otros países había otras posibilidades. Clarín consideraba a "Doña Berta", "Cuervo" y "Superchería" una trilogía de novelas cortas aunque expresamente le prohibió a su editor Fernando Fé y Gómez que lo anunciara así, probablemente por una repugnancia a hacer explícito su criterio.
En ambas ediciones de "Superchería", la periodística y la libresca, falta el capítulo V. Podría tratarse de un descuido que dejara incompleta la obra, planteamiento que se desestima porque sabemos que Leopoldo Alas Clarín revisó exhaustivamente la obra y corrigió su redacción al ser integrada para su encuadernación. Las ediciones posteriores en el mejor de los casos conservan la disposición del salto de capítulo, pero la mayoría simplemente recorre la numeración para concluir la obra en diez capítulos y no once. Lo que de cierto pasó es que la entrega del día 5 de octubre de 1889 de La ilustración ibérica apareció sin numeración y Clarín no reparó en esa falta, que nos permitimos enmendar en esta edición de la colección Relato Licenciado Vidriera de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Camilo Ayala Ochoa
I
NICOLÁS SERRANO, UN FILÓSOFO DE TREINTA INVIERNOS, VÍCTIMA DE LA BILIS Y DE LOS NERVIOS, VIAJABA POR consejo de la medicina, representada en un doctor cansado de discutir con su enfermo. No estaba el médico seguro de que sanara Nicolás viajando; pero sí de verse libre, con tal receta, de un cliente que todo lo ponía en tela de juicio, y no quería reconocer otros males y peligros propios que aquellos de que tenía él clara conciencia. En fin, viajó Serrano, lo vio todo sin verlo, y regresaba a España, después de tres años de correr mundo, preocupado con los mismos problemas metafísicos y psicológicos y con idénticas aprensiones nerviosas.
Era rico; no necesitaba trabajar para comer, y aunque tenía el proyecto, ya muy antiguo en él, de dejarlo todo para los pobres y coger su cruz, esperaba para poner en planta su propósito, a tener la convicción absoluta, científica, es decir, una universal, verdadera y evidente de que semejante rasgo de abnegación estaba conforme con la justicia, y era lo que le tocaba hacer. Pero esta convicción no acababa de llegar; dependía de todo un sistema, suponía multitud de verdades evidentes, metafísicas, físicas, antropológicas, sociológicas, religiosas y morales, averiguadas previamente; de modo que mientras no resolviera tantas dudas y dificultades continuaba siendo rico, desocupado, pero con poca resignación. Para él, las dudas y los dolores de cabeza y estómago, y aun de vientre, ya venían a ser una misma cosa; y veces había, sobre todo a la hora de dormirse, en que no sabía si su dolor era jaqueca o una cuestión psicofísica atravesada en el cerebro. No era pedante ni miraba la filosofía desde el punto de vista de la cátedra o de las letras de molde, sino con el interés con que un buen creyente atiende a su salvación o un comerciante a sus negocios. Así que, a pesar de ser tan filósofo, casi nadie lo sabía en el mundo, fuera de él y su médico, a quien había tenido que confesar aquella preocupación dominante para poder entenderse ambos.
Volvía a España en el expreso de París. Era medianoche. Venía solo en un coche de primera, donde no se fumaba. Acurrucado en su gabán de pieles, casi embutido en un rincón, los pies envueltos en una manta de Teruel, negra y roja, calado hasta las cejas un gorro moscovita, meditaba; y de tarde en tarde, en un libro de memorias de piel negra apuntaba con lápiz automático unos pocos renglones de letra enrevesada, con caracteres alemanes, según se emplean en los manuscritos, mezclados con otros del alfabeto griego. Lo muy incorrecto de la letra, amén de las abreviaturas de esta mezcolanza de caracteres exóticos aplicados al castellano, daban al conjunto un aspecto de extraña taquigrafía, muy difícil de descifrar. Así escribía sus Memorias íntimas Serrano. Era lo único que pensaba escribir en este mundo, y no quería que se publicasen hasta después de su muerte. En tales Memorias no había recuerdos de la infancia ni aventuras amorosas, y apenas nada de la historia del corazón; todo se refería a la vida del pensamiento y a los efectos anímicos, así estéticos como de la voluntad y de la inteligencia, que las ideas propias y ajenas producían en el que escribía. Abundaban las máximas sueltas, las fórmulas sugeridas por repentinas inspiraciones; aquí un rasgo de mal humor filosófico; luego la expresión lacónica de una antipatía filosófica también; más adelante la fecha de un desengaño intelectual, o la de una duda que le había dado una mala noche. Así, se leía hacia mitad del volumen:
"13 de junio (caracteres griegos y de alemán manuscrito, mezclados, por supuesto). He oído esta noche a don Torcuato, autor de El sentido común. Es un acémila. ¡Y yo que le había admirado y leído con atención pitagórica! ¡Avestruz! Ahora resulta darwinista porque ha viajado, porque ha vivido tres meses en Oxford y tiene acciones de una Sociedad minera de Cornualles. ¡Siempre igual! Hoy don Torcuato; ayer Martínez, que resulta un boticario vulgar. ¡Qué vida!
"15 de mayo. El cura Murder es un pastor protestante digno de ser cabrero. Le hablo del Evangelio y me contesta diciendo pestes del padre Sánchez y de la Inquisición…
"16 de septiembre. Creo que he estado tocando el violón; mi sistema de composición armónica entre la inmortalidad y la muerte del espíritu es una necedad, según voy sospechando.
"20 de octubre. ¡Dios mío! ¡Si seré yo el Estrada de la filosofía! ¡Ahora miro mi sistema de muerte inmortal y me pongo rojo de vergüenza! Por un lado, plagio de Schopenhauer y de Guyau, y por otro, sueños de enfermo. ¡Oh! Todos somos despreciables; yo el primero. No hay modo de componer nada.
"21 de noviembre. No hay más filósofos, admirados de veras, que los temidos. Todos los que no han servido para destruir me parecen algo tontos en el fondo.
"30 de noviembre. Hay momentos en que Platón me parece un prestidigitador.