Índice de contenido
I. Nicolás Serrano, un filósofo
II. En esto estaba cuando el tren se detuvo
III. Nicolás el filósofo pasó el verano
V. Serrano se sentía en una atmósfera espiritual
VI. Mientras iban Serrano, Antoñito su primo
VII. Caterina Porena abrió, por fin, los ojos
VIII. Comenzaron los prodigios
XI. Dos años después de haber escrito
INTRODUCCIÓN
El escultor ovetense Víctor Hevia Granda esbozó a lápiz compuesto la efigie de quien nació con el nombre de Leopoldo Enrique García-Alas y Ureña. Se observa a un hombre enteco de extrema pulcritud, con cuello alto y sombrero hongo, y su legendaria barba ensortijada que tanto gustaba mesar pero que para la ocasión posó aliñada. El gesto, como el de todas sus imágenes, es solemne, la mar de serio, casi incómodo. El retratado cubría desde la adolescencia sus ojos garzos por una miopía que se iba acentuando por largos estudios entre lámparas de gas y titileo de velas. Intencionalmente Hevia no dibujó los ojos tras las lentillas redondas, aunque quizá esa ausencia los destaca más; los trazos rápidos dan cuenta de una mirada literaria, de alguien acostumbrado a preguntarse por la razón de las cosas, a no creer en las formas sino en lo que puede haber detrás de ellas. Había en él una fuerza especulativa muy diferente a la brutal y simple forma de ser de la mayoría de sus contemporáneos, esplendor que le hacía ser querido y admirado, pero también temido.
El niño Leopoldo García-Alas nació risueño y zurdo y fue perdiendo ambas características, la primera atosigado entre su hipersensibilidad y el exceso de trabajo y la segunda a fuerza de ejercicios. Vino al mundo en Zamora, España, el domingo 25 de abril de 1852 —él escribirá "me nacieron en Zamora" porque se sentía asturiano como sus padres—. Muy pronto, con la ayuda de su madre, aprendió a deletrear en un libro sobre las ordenanzas de Teruel; pasó a leer de corrido usando El cura de aldea de Enrique Pérez Estrich, novela escrita en verso y publicada en 1858. Comenzó a estudiar en el Colegio Jesuita de San Marcos en León, donde mostró una precoz vocación literaria, y al instalarse la familia en Oviedo hizo el bachillerato y cursó derecho civil y canónico. En Madrid realizó estudios de letras y se doctoró en derecho en 1878 con la tesis El derecho y la moralidad. Determinación del concepto del derecho, y sus relaciones con el de la moralidad. Fue profesor de las universidades de Zaragoza y Oviedo. Escribió más de 60 relatos entre cuentos, noveletas y cuatro novelas —Cuesta abajo (1890-1891), La Regenta (1885), Su único hijo (1890) y El abrazo de Pelayo (1889)—, las obras de teatro El sitio de Zamora, Una comedia por un real, Teresa y La millonaria —perdidas las dos primeras—, y más de dos mil artículos literarios, filosóficos y políticos. Murió el 13 de junio de 1901.
El perfil que se ilustra en el parágrafo anterior es una sombra. Leopoldo Alas fue, ante todo y contra todo, un lector minucioso y voraz, tanto que, por problemas de salud, desde muy joven tuvo que leer cerrando un ojo. La vida se le fue leyendo, actividad que gozaba y sufría como se refleja en el siguiente verso:
¡Ay libros en que aprendí!
Cuantas noches más serenas
por vuestra culpa perdí…
Mas al fin sin estas penas
¡qué hubiera sido de mí!
También fue un escritor afanoso. En los últimos años de su vida, durante varios lapsos los médicos le prohibieron redactar, prescripción que desatendió. Cuatro días antes de expirar preguntó a su sobrino Alfredo Martínez García-Argüelles, quien lo cuidaba como médico: "Todavía podré escribir este verano, ¿verdad Alfredín?".
Nada hay más personal que escoger un pseudónimo. El nombre lo eligen los padres, pero el alias de batalla, el que debe ser una tarjeta de presentación al mismo tiempo que una declaración de principios, es blasón y destino. La marca que eligió Leopoldo Alas no fue un antropónimo ni tampoco la denominación de una herramienta sino el nombre de un instrumento musical, un elemento que sirve al arte de las musas —que eso significa música—, que puede vibrar y producir sonidos. En marzo de 1875 el joven matemático y literato Antonio Sánchez Pérez fundó el periódico republicano El Solfeo, nombre que juega con la anfibología de armonía y de tunda acompasada pues el que solfea lleva un ritmo o pulso, es decir repite una secuencia de golpes. El Solfeo cobijaría una crítica literaria demoledora. Sánchez Pérez quiso que sus colaboradores llevaran el nombre de un instrumento musical. Leopoldo Alas escogió un cuerno de caza distintivo de la caballería española. El 2 de octubre de 1875 apareció la columna "Azotacalles de Madrid (Apuntes en la pared)" firmada por Clarín. Desde entonces, el nombre de Leopoldo Alas Clarín haría palpitar al escenario literario de la lengua española.
Alas Clarín tasó, criticó y frecuentemente ridiculizó lo que salía de las imprentas españolas. Fue un ineludible y hábil polemista. Muy llamativos fueron sus enfrentamientos con Francisco Blanco García, Manuel del Palacio, Emilio Ferrari, José Lázaro Galdeano y, sobre todo, con Luis Bonafoux. Con Emilio Bobadilla, que usaba el cognombre Fray Candil, el cruce de opiniones y agravios fue a más y se resolvió en un duelo de sables que se suspendió al caer Clarín sobre su arma y cortarse el labio. Alas Clarín continuó emitiendo su juicio independiente y enfrentando a la política que se come a la literatura, a las mafias intelectuales, a los periodistas peseteros, a los escritores arribistas, aunque fuera predicar en el desierto pues, como escribió en el epílogo que sirve de prólogo a Sermón perdido, ni los malos escritores se enmendarán ni los buenos serán más respetados por el vulgo. De Sermón perdido, por cierto, podemos citar un fragmento que da fe del calibre de la crítica clariniana:
Publica un autor bueno, de esos que se pueden contar con los dedos de las manos, sin repetir, publica un libro o escribe un drama y entonces el bobo solapado se hace el descontentadizo, escatima el aplauso, prodiga la censura y con buenas palabras les dice a Galdós o a Campoamor, por ejemplo, que tengan cuidado porque decaen mucho, y el mejor día les pone el pie delante cualquier novelista o poeta de los que el bobo caprichoso descubre y apadrina.
Si Clarín fue el crítico literario más influyente en su tiempo, como creador ha cobrado trascendencia. No por nada se ha dicho en varios lugares que La Regenta es la gran novela en lengua española del siglo XIX y Mariano Baquero Goyanes definió a Clarín como el creador del cuento español. Varios críticos apuntan en esa línea sobre todo por su feraz producción. Lo cierto es que tan sólo la maestría de "¡Adiós, Cordera!" lleva a Clarín a ocupar un lugar entre los autores clásicos de todos los tiempos.