Los hermanos Plantagenet. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664095800
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no; retirado á una prisión voluntaria, mi profesión de verdugo empezó por su situación más elevada. Cuando murió James Church, ejecutor del rey, corta cabezas de altos traidores, los heraldos de la prebostía llamaron á son de clarín á los que quisiesen sucederle, yo me presenté enmascarado; creí tener contendientes, pero nadie se presentó á disputar la plaza que en mi desesperación había elegido; los hombres somos unos miserables locos, que no tocamos más que extremos. Yo había querido ser un ángel salvador de la humanidad; había sacrificado generosamente mis afecciones en favor de los hombres, y sólo encontré ingratos y malvados; había soñado en el amor de la mujer, y no encontré más que infamias y traiciones. Un sueño desvanecido influye de una manera terrible en organizaciones como la mía; yo, que antes de conocerle amaba al hombre conocido le aborrecí; yo que amándole había querido ser para él un ángel salvador, aborreciéndole quise ser su azote, su demonio, y me hice verdugo.

      —¡Oh! hiciste bien, muy bien,—murmuró sordamente Dik, devorando á largos pasos la estrecha vivienda del verdugo como un tigre encerrado en una jaula.

      —Cuando me presenté en la conserjería de la Torre, prosiguió el verdugo, me dieron esta espada, y me hicieron bajar á los calabozos, en uno de ellos había un tajo, junto al tajo el cadáver de un preso, muerto tal vez de desesperación. Cortar la cabeza á aquel cadáver era mi prueba; ¡oh! aquel momento fué terrible, mi espada dividió el tronco de un solo golpe, y se clavó rechinando en el tajo. Nada me dijeron; ni me preguntaron mi nombre, ni mi procedencia; me dieron este vestido colorado, una bolsa llena de monedas de cobre, y un aposento en la Torre; dos años estuve sin salir de ella; en dos años el calabozo donde hice mi prueba, me ha visto cortar muchas cabezas nobles; durante ese tiempo, la vista de la sangre desencajó mi mirada; mis mejillas enflaquecieron y se tornaron lívidas como las de un cadáver; el horror erizó mis cabellos, y cuando un día arrojé una mirada sobre mi faz, reproducida en lo acicalado del escudo de un archero, no me reconocí; Godofredo había desaparecido, sólo quedaba el verdugo.

      Un silencio sombrío sucedió á esta exposición; Godofredo se dejó caer desplomado sobre un banquillo, y Dik siguió su paseo circular con paso más fuerte y apresurado. De repente se detuvo y fijó su terrible mirada en su hermano.

      —Tengo hambre, le dijo.

      El verdugo se estremeció como la madre indigente á quien su hijo pide un pedazo de pan.

      —¡No he comido en tres días!

      Godofredo se conmovió, una lágrima ardiente y sola asomó á sus áridos párpados.

      —¡Tres días! murmuró, hace también tres días que consumí mis últimas patatas. ¡Oh! ¡tiene hambre, y su hermano no le puede dar un pedazo de pan!

      Dik volvió á su silencioso paseo; el verdugo se dió un golpe en la frente lanzando una exclamación, como quien encuentra un recurso en una situación desesperada.

      —¡Oh! me había olvidado, dijo; hubo un tiempo en que teníamos trajes de seda bordados de oro, y yo debo conservar uno de esos trajes.

      Levantóse y retiró el lecho, debajo del cual había un saco de cuero.

      Godofredo al verlo dió un grito de alegría como quien encuentra un objeto que busca á la ventura. Abrió el saco, y lo primero que brilló á la luz de la lámpara, fué una espada.

      —¡Arma de caballero! murmuró con indiferencia Dik tomando la espada. Buen temple, añadió blandiéndola con una soltura que probaba no era la primera vez que su mano empuñaba un arma de tal género. Después, con la curiosidad de un inteligente, arrojó una mirada sobre la hoja y la empuñadura.

      Sus ojos se animaron, su boca se entreabrió en un movimiento de sorpresa; devoraba más bien que miraba un escudo cincelado en una chapa de oro entre los gavilanes. El escudo estaba coronado por una diadema real, y en él, sobre una faja azul, se veía un león rapante.

      —¿Quién te ha dado esta espada? preguntó con ansiedad á Godofredo.

      —Es un despojo del patíbulo, contestó fríamente Godofredo.

      Dik se estremeció, soltó la espada como hubiera podido soltar un hierro candente, y siguió en su solitario paseo circular.

      —Mira, dijo Godofredo mostrándole un traje de una tela verde semejante al terciopelo, pesadamente bordada de oro, es un hermoso traje que yo vestía cuando hice mi prueba de corta-cabezas; le he conservado, lo mismo que esta espada, porque cada uno de estos objetos me recuerda una historia. Antes de venderlos me hubiera dejado morir; ¡pero tú tienes hambre!

      —No, no; ni este traje ni esta espada se venderán, contestó con firmeza Dik; ve si tienes otro recurso. Si no le hay, sufriré el hambre.

      —No, no, exclamó Godofredo, es necesario que yo busque un pedazo de pan; ¡Dios mío! ¡pero ah! estoy loco; de todo me olvido; tengo en esta bolsa los cien florines que me dió para los bandidos de Sowttwark Adam Wast. De estos cien florines bien podré tomar uno para tí; ¿no es verdad, Dik?

      —Haz lo que quieras, contestó pensativo.

      Godofredo descorrió los cerrojos de la puerta, y la abrió.

      —Aguarda, le dijo Dik, ¿dónde habita Adam Wast?

      Godofredo llevó á su hermano al respiradero, y le dijo señalándole una pequeña casa contigua á la horca.

      —¿Ves allí una ventana iluminada por el reflejo de una luz?

      —Sí.

      —Allí vive Adam Wast.

      —¿Y quién vela ahora en ella? ¿él?

      —No, su mujer.

      —¿Sabes como se llama su mujer?

      —Sí; Ketti.

      —¿Y esa mujer tiene madre? insistió con voz profunda Dik.

      —No; la loca Ketti murió hace un año, contestó maquinalmente Godofredo, y salió.

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