Los hermanos Plantagenet. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664095800
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      —¿Qué hora es?

      —La del sufrimiento, contestó el preguntado.

      —¿Qué hora esperas? repuso el otro.

      —La de la justicia.

      —¿Quién eres?

      —Hermano de mi hermana.

      —¿Quién es tu hermana?

      —La niebla.

      —¿Tienes hermanos?

      —Sí, los hermanos de la niebla.

      —Bien venido seas, hermano.

      Y aquellos dos hombres acortaron la distancia que les separaba, y se estrecharon las manos. Después el recienvenido fué á sentarse en la segunda piedra de la derecha del fondo.

      Este nuevo personaje llevaba también antifaz; era robusto y joven, á juzgar por la energía de su mirada, que dejaba verse al través de las averturas del cuero negro que le enmascaraba; su traje era el de los cortadores de Londres; coleto y calzones de paño rojo, gorro de baqueta, medias azules y zapatos ferrados. Llevaba á la cintura, y en la misma forma que el de lo negro, un cuchillo ancho y afilado, cuyo principal destino era sin duda, atendida su forma, desollar reses. El más profundo silencio reinó durante un momento, antes de que se presentase otro nuevo interlocutor, que, como el del coleto colorado, se detuvo á la puerta.

      —¿Qué hora es? le preguntó desde su asiento el hombre del traje negro.

      —La del sufrimiento, contestó el interrogado.

      —¿Qué hora esperas?

      Una contestación igual á la que diera el cortador á esta pregunta salió de los labios de este tercer hombre, y las sucesivas fueron semejantes á aquéllas en un todo. Aquel diálogo era sin duda una seña.

      Después de haber saludado y estrechado las manos á los dos amigos, este hombre fué á sentarse en la tercera piedra de la derecha. Su traje era el de los estudiantes de Londres de entonces: un bonete de bayeta negra, y una hopalanda á manera de toga de la misma tela; llevaba un antifaz como los otros, y, á juzgar por su talante, debía ser muy joven.

      Otro hombre apareció inmediatamente; fué interrogado del mismo modo que los anteriores, y después de un saludo igual tomó asiento en la cuarta piedra.

      Este hombre parecía anciano; vestía un traje y una capa de paño pardo; llevaba antifaz, y cubría sus cabellos un sombrero gris de ala ancha.

      Un quinto interlocutor se dejó ver de la misma manera que los precedentes: fué asimismo interrogado, saludó y fué á sentarse en la quinta piedra.

      Su traje era de ante, á que el tiempo había dado un color oscuro; su rostro estaba cubierto con un antifaz; su edad podría suponerse entre treinta y cuarenta años, atendida su mirada y el estado de su cabellera. La única arma de este hombre era un bastón ferrado, que, aunque de gran peso, manejaba como si fuera una caña.

      Otro hombre, en fin, se dejó ver. Contestó como los anteriores á las preguntas que se le hicieron; pero su voz era mucho más sombría que la que antes que ella habían resonado en la cabaña; saludó á cierta distancia, y sin tender la mano á ninguno de los cinco hombres, fué á sentarse en la última piedra.

      Su traje y su antifaz eran enteramente colorados; llevaba la cabeza descubierta, una cuerda del grueso de un dedo, lustrosa y usada, daba muchas vueltas á la cintura, y un largo espadón de á dos manos, de punta roma y encerrado en una vaina de acero blanco, pesaba sobre su espalda sujeta por un ancho tahalí con hebilla de hierro.

      Las seis piedras estaban ocupadas; la luz de la hoguera reflejaba en seis hombres de trajes y edades diferentes, alumbrando un conjunto como no soñó la atrevida imaginación de Teniers en sus cuadros más originales.

      El hombre que había ocupado la primer piedra, el que había interrogado á los otros cinco, se levantó entonces, y dirigiéndose al último, le preguntó:

      —¿Sabes dónde estás?

      —Sí, en el tribunal de justicia de los hermanos de la niebla.

      —¿Quién te ha traído?

      —Una lancha.

      —¿Cómo te llamas?

      —Entre vosotros, hermano de la niebla.

      —¿Y entre los hombres?

      —El verdugo de la prevostía de Londres.

      Un estremecimiento involuntario se dejó oir en cada uno de los otros cinco, y el rumor de algunas frases inarticuladas se percibió momentáneamente.

      —¡Silencio! exclamó el primer hombre; ¿y con qué objeto te has unido á nosotros?

      —Con el de vengarme.

      —¿De quién?

      —De los hombres.

      —Los hombres no pueden insultarte, tu posición te aisla; sobre tu traje colorado no es posible una mancha.

      —No vengo representando mi presente; es una consecuencia de mi pasado; vengo por mi pasado.

      —Déjanos ver tu rostro.

      El verdugo se arrancó el antifaz; un semblante lívido, enflaquecido, en cuyas profundas órbitas brillaban unos ojos de mirada implacable, en que el sufrimiento ó el remordimiento habían impreso arrugas prematuras, se ofreció sucesivamente á cada una de las miradas de los cinco; semblante marcado por una sonrisa glacial que respondía por un corazón desgarrado por terribles penas.

      —¿Cómo te han ofendido los hombres?

      —Está en el corazón, contestó el verdugo; mi historia es un secreto que no me pertenece; mi historia os diría mi nombre; yo no tengo ya nombre, debo olvidarlo.

      El verdugo sentóse de nuevo y guardó silencio.

      —¿Y tú, quién eres? preguntó el que había interrogado al verdugo al quinto hombre.

      —Hermano de la niebla; me llamo Tom Flavi, y soy uno de los llaveros de la torre de Londres.

      Diciendo esto, se arrancó el antifaz y dejó ver un rostro franco y valiente, en que brillaba cierta expresión de entusiasmo.

      El verdugo y el llavero se miraron como personas conocidas, pero de un modo particular.

      —Y tú, ¿cómo te llamas? dijo el interrogante al cuarto personaje.

      Púsose de pie y contestó:

      —Aquí, hermano de la niebla; en la plaza del mercado, Jorge Rak, mercader de paños y lienzos.

      Arrancóse el antifaz, y el verdugo vió en el semblante de este hombre, venerable ya por su ancianidad, otro antiguo conocido.

      Sentóse Jorge Rak, y el presidente de aquella extraña asamblea se dirigió al tercer hombre.

      —¿Quién eres, y cómo te llamas?

      —Hermano de la niebla aquí, estudiante de teología en la Universidad; mi nombre es Williams Caridemus.

      Descubrióse y dejó ver un semblante alegre á pesar de la gravedad de que quería revestirlo; un semblante picaresco y atrevido, con la bulliciosa sonrisa del estudiante vivaracho, que sólo cuenta dieciocho años. Sentóse y llegó el turno de ser interrogado en la misma forma al segundo hombre, que respondió:

      —Soy hermano de la niebla, cortador de la muy noble carnicería de la buena y leal ciudad de Londres (el carnicero recalcó estas últimas palabras), y me llamo John Asta-de-buey; tras esto sentóse; despojóse del antifaz, y dejó ver un rostro orlado de larga cabellera, barba negra y revuelta, cejas descomunales, ojos atrevidos, nariz ancha y roma, y boca de estremada magnitud.

      Sólo nos falta conocer la fisonomía, el nombre