Los hermanos Plantagenet. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664095800
Скачать книгу

      —Yo soy como vosotros, hermano de la niebla, abogado, y mi nombre Adam Wast.

      Sentóse, y después de un momento de silencio, dijo:

      —Todos nos conocemos, y nuestro conocimiento data de la misma fecha. Hace dos años nos reuníamos todos los días...

      —En la Torre de Londres, en el patio de los calabozos, observó el estudiante interrumpiendo á Adam Wast.

      —Cabalmente, en el patio de los calabozos, eso, es. Aquella era una época terrible. La Inglaterra tenía un trono sin rey, y un canciller regente sin corazón; las vidas, las honras y las haciendas eran patrimonio del obispo de Eli, y estaban á merced de los miserables sicarios que le rodeaban y aún le rodean; mi casa fué allanada, y mi persona reducida á prisión, porque invoqué ley en favor de un hombre ultrajado por el obispo.

      —Y yo, por haber roto la cabeza á un arquero del canciller obispo, que pretendía vivir á mi costa robándome carne, observó John Asta-de-buey.

      —Y yo, por haber defendido teológicamente, que el obispo de Eli era un diablo con sotana, añadió el estudiante de teología.

      —Y yo, por haberme negado á satisfacer un doble derecho sobre mis géneros á los comisionados de los Aldermen, balbuceó el anciano Jorge Rak.

      —Se nos había detenido injustamente, éramos inocentes, y nos unimos por simpatías; la Torre de Londres era para nosotros un libro en que leíamos, de una manera clara, infamias y desafueros que generalmente quedan consignados como un misterio en las páginas de piedra de aquel gigante maldito, y que no pueden concebir los que no han pasado sus poternas, que pocas veces se abren para dar salida á vivos; desde lo sombrío de nuestros calabozos meditamos sobre el destino de Inglaterra, y le vimos oscuro, tenebroso, sin que una lejana esperanza pudiese consolarnos. Vimos un trono abandonado por un rey guerreador, que no sabiendo engrandecer su país, hacerle libre y fuerte, y por consecuencia feliz, llevaba su espada á una empresa fanática, al lado de los fanáticos cruzados, perturbadores de un país para el cual eran un azote de Dios, vimos un hermano traidor, revolucionando la Normandía para arrancar una corona á su hermano; vimos un obispo convertido en ladrón y verdugo del pueblo, ídolo degradado, temido por una nobleza degradada, y vimos en fin un pueblo abandonado, insultado, azotado, robado y asesinado por el rey, por la nobleza, por el obispo, por los aldermens y por los soldados. Vimos un pueblo cobarde, murmurando en secreto, doblegándose y arrojándose á los pies de sus señores á la luz del sol.

      —El pueblo no es cobarde, gritó el estudiante levantándose con energía, lo que falta al pueblo es conocer sus derechos; hágansele saber, y tendrá fuerza, una vez con fuerza, hará al rey cumplir con su deber, arrollará á su paso los que le insultan, y hará pedazos á los que le roben.

      —Y bien, prosiguió Adam Wast, la verdad de esos principios te la he concedido yo cuando éramos compañeros de prisión; ¿pero dónde están los hombres capaces de ponerse al frente de ese pueblo dividido en bandos encarnizados; de ese pueblo sin abnegación y sin virtudes; de ese pueblo envilecido y viciado por el ejemplo de los que le venden? Y si los hay, ¿dónde están esos hombres capaces de jugar la cabeza por ese mónstruo ingrato que llama deber á los sacrificios, y que los olvida cuando no le sirven? ¿Dónde están esos hombres capaces de hacer lo que dicen, si es que son capaces de decir lo que sienten?

      —Aquí, contestó el estudiante: ¡Yo! Que se me dé dinero, y respondo, para el toque de cubre-fuego de esta noche, de dos mil estudiantes.

      —¡Dinero! ¡Dinero! Necesitáis comprar al pueblo, pagarle soldada para que sostenga sus fueros; necesitáis pagarle á peso de oro su cabeza para que la defienda; bien lo sabía, y no lo he olvidado. ¡He ahí oro!

      Y Adam Wast arrojó al suelo un pesado bolsón de cuero.

      —Si hay oro, yo respondo de los cortadores de Londres, dijo John Asta-de-buey.

      —Y yo de los mendigos y los vendedores de la plaza del Mercado, añadió Jorge Rak.

      —¿Y tú no ofreces nada?, preguntó Adam Wast á Tom Flavi.

      —Respondo de todo. Daré suelta á los presos de la Torre, y os entregaré las armas depositadas en ella.

      —Ya ves que todos contribuyen, dijo Adam Wast dirigiéndose al verdugo; sepamos lo que tú harás.

      —Cortar la cabeza al obispo de Eli, contestó con acento feroz el verdugo.

      —Para eso basto yo, hermano, exclamó haciendo un mohín de desprecio John Asta-de-buey.

      —¿Y no podrás hacerte una falanje respetable de los bandidos y los ladrones con quienes te reunes después del cubre-fuego, contra los edictos del obispo, en cierta taberna de Sowttwark?

      Un vivo carmín tiñó las mejillas del verdugo.

      —Sí, dijo al fin dominándose; ¿para cuándo?

      —Para esta noche, después del toque de cubre-fuego.

      —Y bien, observó el viejo Jorge Rak, ¿qué podemos esperar como resultado de la reunión de esa gente?

      —Una asonada.

      —¿Y cuál será el resultado de esa asonada? apoyó tímidamente Tom Flavi.

      —Tienes miedo, ¡voto á...! ¡El resultado! ¿Quién puede decir con seguridad: mañana la peste habrá dejado de afligirnos, el obispo y los aldermens estarán ahorcados, y azotados los archeros con sus propios talabartes? ¡Cuerpo de Cristo! ¿quién podrá decir si mañana alguno de nosotros será ahorcado?

      Un estremecimiento involuntario é imperceptible, agitó los miembros de Jorge Rak.

      —En ese caso, dijo el estudiante, tenemos la ventaja de ser amigos del verdugo.

      —Y en fin, hermanos, añadió levantándose Adam Wast, la muerte nos amaga de una manera indudable. El hambre es la muerte; la peste es la muerte, la tiranía y las infamias del obispo son la muerte. ¿Qué esperanza nos halaga que no haya de sostenerse por nosotros? ¿A quién demandar ayuda, que sea fuerte y quiera dispensárnosla? Cuando el pueblo siente los triples azotes de la tiranía, el hambre y la peste, debe repeler los dos primeros con la fuerza, y hacerse digno, defendiendo sus fueros naturales, de que Dios le alivie del tercero. Adelante pues, nos ha desafiado y debemos recoger el guante.

      Luego, tomando del suelo la bolsa y sacando de ella un puñado de florines.

      —Toma, dijo al mercader, creo que con esto tendrás bastante para los vendedores del mercado.

      Jorge Rak tomó el dinero y lo guardó en su escarcela.

      —Y tú, añadió dirigiéndose al estudiante, vé si alcanza esto para las exigencias de los tuyos.

      Williams Caridemus había puesto al alcance de la mano de Adam Wast su bonete de bayeta para recibir el oro; pero la retiró diciendo:

      —Sepamos antes de donde proviene ese dinero, y hasta qué punto nos compromete su adquisición.

      —Es muy justo. La adquisición de este oro á nada nos compromete.

      —¡A nada! prorrumpieron con extrañeza los cinco hombres.

      —A nada á que no nos hayamos comprometido voluntariamente. Este dinero nos lo ha dado un hombre que se dice amigo del pueblo, pero que no es más que enemigo del enemigo del pueblo. Este hombre ha llegado á mí y me ha dicho: «Adam, el pueblo ruje descontento porque sufre; el pueblo no puede hacer más que rugir, porque le falta fuerza; el dinero es la fuerza: toma;» y me dió esa bolsa: si se necesita aún más, mis arcas están llenas.

      —¿Y quién es ese hombre que tiene sus arcas llenas, cuando el pueblo no tiene pan? interpeló ásperamente John Asta-de-buey.

      —Saul, el hebreo, contestó Adam Wast.

      —¡La sombra de lady Ester! murmuró el estudiante.

      —¡El