Los hermanos Plantagenet. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664095800
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      Y en efecto, así sucedió. Una barca pequeña, según podía juzgarse por el valor del ruido que producía su proa cortando el agua á impulso de dos remos hasta llegar al islote, arribó á su orilla, y de ella saltó una sombra, después de haber amarrado el batel á la maleza que se dejaba lamer de la corriente, tendiéndose á lo largo de ella cual si fuese una gigante y extraña cabellera; aquel sér, que merced á la niebla hubiera podido pasar por sombra, á no ser por el áspero ruido que producía en el ramaje al atravesarlo, revelando de aquel modo una existencia corpórea; se alejó hacia el centro del islote, y muy pronto dominó de una manera absoluta el silencio turbado un momento por su pasajera aparición.

      Muy pronto se percibió en el río otro rumor semejante al anterior; otra lancha chocó de proa en la ribera del islote, á poca distancia de la primera; como ella fué amarrada á la maleza, y otra sombra saltó en tierra y adelantó, alejándose en la misma dirección que la anterior.

      Y una tras otra atracaron sucesivamente al islote otras cuatro lanchas; una tras otra se perdieron por el mismo camino otras cuatro sombras.

      La ribera sujetaba seis lanchas, seis sombras habían penetrado en el islote.

      Inútil hubiera sido esperar otra aparición; pero si á nuestros lectores no place tal cantinela en un sitio húmedo por la doble influencia del río y de la niebla, sigamos, si es que no temen aventurarse, en la misma dirección de los seis personajes de las lanchas.

      A poco que andemos, nos encontraremos en el centro del islote; pero ya que somos dueños del tiempo y del espacio, precedamos algunos momentos al primer espectro (si se nos permite llamar así á un sér que la oscuridad permite apenas entrever de una manera informe), al primer espectro, repetimos, que en tal noche y á tal hora visitaba el solitario islote del Támesis.

      En el centro de la alameda que le cubría, en medio de un claro, se notaba una mole informe también, pero que demostraba ser una habitación de hombres, puesto que por las rendijas de una puerta mal cerrada, se veía luz en el interior.

      Entremos, tomemos posesión de ella, y observemos.

      Era una cabaña cuadrada, construída con ramas de árboles, cuyos intersticios estaban cubiertos con tierra amasada, y protegida por un techo de ramas y cañas, en cuyo centro había una claraboya circular, que, atendido un hogar formado con piedras y perpendicularmente situado bajo ella, servía, según probabilidades atendibles, para dar salida al humo en algunos casos, y entrada á la lluvia en otros: en torno de este hogar, sobre un suelo húmedo y resbaladizo; se veían seis piedras, destinadas sin duda á servir de asiento á seis personas. Esta cabaña no tenía otras aberturas para dar paso al aire y la luz que la claraboya que hemos descrito, y una estrecha puerta, al través de cuyas rendijas hemos hecho notar al lector el reflejo de una luz.

      El aspecto de esta cabaña era desconsolador, por su rígida rusticidad, por su absoluta carencia de todo objeto propio para cubrir las necesidades más fútiles de la vida, si se exceptúan algunos haces de ramajes arrojados en un ángulo y algunas astillas de tea.

      Por lo demás, prescindiendo de un hombre que, sentado sobre una de las piedras se veía al resplandor de una tea encendida, clavada en el suelo y próxima á consumirse, las cenizas esparcidas sobre el hogar y la densa capa de hollín que cubría las paredes y el techo, mostraban que aquella incómoda vivienda era habitada.

      El hombre que hemos dicho se veía sentado sobre una de las piedras, era un joven como de veintidós años; su semblante, sin ser hermoso, poseía esas líneas atrevidas y vigorosas que constituyen la majestad de la antigua estatua romana; sus miembros robustos, musculosos, participaban á un tiempo de la fuerza del gladiator y de la agilidad del montañés: y todo este conjunto, tostado por el aire y por el sol, tenía algo de selvático, algo que hacía semejarse á este hombre al hombre de la naturaleza, cuando éste no conocía otro albergue que le protegiese del rigor de las estaciones, más que el ramaje de los bosques ó las estalactitas de una caverna.

      Descendiendo á los detalles de este sér, la misma robustez, la misma energía que se notaba en su conjunto, se daba á conocer en cada una de sus partes: larga, espesa y negrísima cabellera; frente espaciosa; cejas negras, también anchas y dilatadas; ojos pardos, grandes y de mirada fija y sombría; nariz recta, de vigoroso perfil y órganos un tanto si se quiere exagerados; boca dotada en su desdén de cierta expresión de fuerza, en su sonrisa de una despreciadora insolencia; barba completa, negra y de medianas dimensiones; cuello corto, grueso y nervioso como el del toro; por lo demás, estatura de atleta.

      El traje de este hombre era lo más estricto que darse puede: consistía en una especie de gabán que dejaba desnudos los brazos, las piernas y gran parte del pecho; este gabán era de una tela de lana fuerte y tupida, listada á cuadros por anchas líneas de colores que un tiempo debieron ser rojos y negros, pero á quienes había hecho desmerecer en gran manera la influencia del sol y de la lluvia. Este saco, que era lo único que le hacía no aparecer enteramente desnudo, estaba sujeto á su cintura con una tira de cuero, de que pendía un largo y ancho cuchillo corvo, con empuñadura de asta de ciervo y cubierto con una vaina de piel sin curtir; un tahalí de mismo cuero sujetaba á su espalda una especie de aljaba donde se veían algunos venablos, y últimamente, una ballesta arrojada en el suelo, completaba el armamento de este extraño personaje.

      A más de las particularidades que hemos descrito, otras accidentales y casi del momento, le hubieran hecho notable á los ojos del más indiferente; su cabellera estaba impregnada de agua, así como su gabán, haciendo presumir que poco tiempo antes acababa de tomar un baño, indudablemente forzado, puesto que en sus brazos y en sus piernas se veían señales sangrientas, tales como las que pueden producir una caída desgraciada ó el golpe de un látigo.

      Por lo tanto, no es de extrañar que nuestro héroe mostrase en su mirada un disgusto sombrío que le hacía aparecer fija y feroz, ni la frecuencia con que fruncía su entrecejo y mordía impaciente su labio inferior.

      Aquel hombre era sin duda un fugitivo, porque al ruido producido por una ráfaga de viento sobre la techumbre de la cabaña, ó al mecer el ramaje de la cercana alameda, miraba con la expresión vaga de inquietud que marca el terror, á la puerta entreabierta; y perdido el rumor que le había alarmado, volvía á su inmovilidad y á su sombría expresión de disgusto.

      Pero una de las veces en que su cabeza se elevó, como la de un ciervo perseguido que escucha á lo lejos los ladridos de los perros, no permaneció inerte como las veces anteriores; púsose en pie de un salto, levantó del suelo la ballesta, armó en ella un venablo, y después de pisar la tea que casi tocaba á su fin, desapareció por la puerta, dejando la cabaña envuelta en la más densa oscuridad.

      Con una exquisita finura de oído, peculiar á los cazadores montañeses, había escuchado el leve rumor de unas pisadas en dirección á la cabaña, cuya puerta rechinó un momento después, empujada por alguno que penetró en el interior.

      El choque de un acero sobre un pedernal se dejó oir instantáneamente, y algunas chispas lívidas irradiaron entre la oscuridad en el sitio de la cabaña donde se hallaba el recién venido; poco después dos teas ardían esparciendo en torno su opaca claridad y exhalando un humo compacto y resinoso.

      Entonces se vió á su reflejo un hombre como de treinta y cinco años, vestido severamente de negro, y cubierta la cabeza con un gorro del mismo color, que sujetaba las guedejas de una cabellera gris, larga y espesa, que servía, por decirlo así, de marco á una cabeza en que un frenólogo hubiera hallado las protuberancias que distinguen á un pensador. Este hombre era de mediana estatura; vestía el traje de los abogados de aquella época, y, aunque arma impropia de su estado, ostentaba en su cintura, sujeto con un ceñidor de piel curtida, un puñal que casi llegaba á las dimensiones de espada. A pesar de lo solitario del sitio, un antifaz cubría el rostro de este hombre desde el nacimiento de la frente hasta la parte media de la nariz.

      Hemos dicho que en un ángulo de la cabaña había algunos haces de ramaje, y ahora, á fuer de minuciosos descritores, diremos que parte de ellos fué trasladada al hogar, y que inmediatamente la luz de una hoguera hizo inútil, envolviéndola en su resplandor, la de