305 «¡Veneranda Minerva, protectora de la ciudad, divina entre las diosas! ¡Quiébrale la lanza á Diomedes, concédenos que caiga de pechos en el suelo, ante las puertas Esceas, y te sacrificaremos en este templo doce vacas de un año, no sujetas aún al yugo, si de este modo te apiadas de la ciudad y de las esposas y niños de los troyanos!»
311 Tal fué su plegaria, pero Palas Minerva no accedió. En tanto ellas invocaban á la hija del gran Júpiter, Héctor se encaminó al magnífico palacio que para Alejandro labrara él mismo con los más hábiles constructores de la fértil Troya; éstos le hicieron una cámara nupcial, una sala y un patio, en la acrópolis, cerca de los palacios de Príamo y de Héctor. Allí entró Héctor, caro á Júpiter, llevando una lanza de once codos, cuya broncínea y reluciente punta estaba sujeta por áureo anillo. En la cámara halló á Alejandro que acicalaba las magníficas armas, escudo y loriga, y probaba el corvo arco; y á la argiva Helena, que, sentada entre sus esclavas, ocupábalas en primorosas labores. Y en viendo á aquél, increpóle con injuriosas palabras:
326 «¡Desgraciado! No es decoroso que guardes en el corazón ese rencor. Los hombres perecen combatiendo al pie de los altos muros de la ciudad; el bélico clamor y la lucha se encendieron por tu causa alrededor de nosotros, y tú mismo reconvendrías á quien cejara en la pelea horrenda. Ea, levántate. No sea que la ciudad llegue á ser pasto de las voraces llamas.»
332 Respondióle el deiforme Alejandro: «¡Héctor! Justos y no excesivos son tus reproches, y por lo mismo voy á contestarte. Atiende y óyeme. Permanecía aquí, no tanto por estar airado ó resentido con los troyanos, cuanto porque deseaba entregarme al dolor. En este instante mi esposa me exhortaba con blandas palabras á volver al combate; y también á mí me parece preferible, porque la victoria tiene sus alternativas para los guerreros. Ea, pues, aguarda y visto las marciales armas; ó vete y te sigo, y creo que lograré alcanzarte.»
342 Así dijo. Héctor, de tremolante casco, nada contestó. Y Helena hablóle con dulces palabras:
344 «¡Cuñado mío, de esta perra maléfica y abominable! ¡Ojalá que cuando mi madre me dió á luz, un viento proceloso me hubiese llevado al monte ó al estruendoso mar, para hacerme juguete de las olas, antes que tales hechos ocurrieran! Y ya que los dioses determinaron causar estos males, debió tocarme ser esposa de un varón más fuerte, á quien dolieran la indignación y los reproches de los hombres. Éste ni tiene firmeza de ánimo ni la tendrá nunca, y creo que recogerá el debido fruto. Pero, entra y siéntate en esta silla, cuñado, que la fatiga te oprime el corazón por mí, perra, y por la falta de Alejandro; á quienes Júpiter nos dió tan mala suerte á fin de que sirvamos á los venideros de asunto para sus cantos.»
359 Respondióle el gran Héctor, de tremolante casco: «No me ofrezcas asiento, amable Helena, pues no lograrás persuadirme: ya mi corazón desea socorrer á los troyanos que me aguardan con impaciencia. Anima á éste, y él mismo se dé prisa para que me alcance dentro de la ciudad, mientras voy á mi casa y veo á la esposa querida, al niño y á los criados; que ignoro si volveré de la batalla, ó los dioses me harán sucumbir á manos de los aqueos.»
369 Apenas hubo dicho estas palabras, Héctor, de tremolante casco, se fué. Llegó en seguida á su palacio que abundaba de gente, mas no encontró á Andrómaca, la de níveos brazos, pues con el niño y la criada de hermoso peplo estaba en la torre llorando y lamentándose. Héctor, como no hallara á su excelente esposa, detúvose en el umbral y habló con las esclavas:
376 «¡Ea, esclavas! Decidme la verdad: ¿Adónde ha ido Andrómaca, la de níveos brazos, desde el palacio? ¿Á visitar á mis hermanas ó á mis cuñadas de hermosos peplos? ¿Ó, acaso, al templo de Minerva, donde las troyanas, de lindas trenzas, aplacan á la terrible diosa?»
381 Respondióle la fiel despensera: «¡Héctor! Ya que nos mandas decir la verdad, no fué á visitar á tus hermanas ni á tus cuñadas de hermosos peplos, ni al templo de Minerva, donde las troyanas, de lindas trenzas, aplacan á la terrible diosa, sino que subió á la gran torre de Ilión, porque supo que los teucros llevaban la peor parte y era grande el ímpetu de los aqueos. Partió hacia la muralla, ansiosa, como loca, y con ella se fué la nodriza que lleva el niño.»
¡Esposa querida! No se acongoje tu corazón, que nadie me enviará al Orco antes de lo dispuesto por el hado
(Canto VI, versos 486 y 487.)
390 Así habló la despensera, y Héctor, saliendo presuroso de la casa, desanduvo el camino por las bien trazadas calles. Tan luego como, después de atravesar la gran ciudad, llegó á las puertas Esceas—por allí había de salir al campo,—corrió á su encuentro su rica esposa Andrómaca, hija del magnánimo Eetión, que vivía al pie del Placo en Tebas de Hipoplacia y era rey de los cilicios. Hija de éste era, pues, la esposa de Héctor, de broncínea armadura, que entonces le salió al camino. Acompañábale una doncella llevando en brazos al tierno infante, hijo amado de Héctor, hermoso como una estrella, á quien su padre llamaba Escamandrio y los demás Astianacte, porque sólo por Héctor se salvaba Ilión. Vió el héroe al niño y sonrió silenciosamente. Andrómaca, llorosa, se detuvo á su vera, y asiéndole de la mano le dijo:
407 «¡Desgraciado! Tu valor te perderá. No te apiadas del tierno infante ni de mí, infortunada, que pronto seré viuda; pues los aqueos te acometerán todos á una y acabarán contigo. Preferible sería que, al perderte, la tierra me tragara, porque si mueres no habrá consuelo para mí, sino pesares; que ya no tengo padre ni venerable madre. Á mi padre matóle el divino Aquiles cuando tomó la populosa ciudad de los cilicios, Tebas, la de altas puertas: dió muerte á Eetión, y sin despojarle, por el religioso temor que le entró en el ánimo, quemó el cadáver con las labradas armas y le erigió un túmulo, á cuyo alrededor plantaron álamos las ninfas Oréades, hijas de Júpiter, que lleva la égida. Mis siete hermanos, que habitaban en el palacio, descendieron al Orco el mismo día; pues á todos los mató el divino Aquiles, el de los pies ligeros, entre los bueyes de tornátiles patas y las cándidas ovejas. Á mi madre, que reinaba al pie del selvoso Placo, trájola aquél con el botín y la puso en libertad por un inmenso rescate; pero Diana, que se complace en tirar flechas, hirióla en el palacio de mi padre. Héctor, ahora tú eres mi padre, mi venerable madre y mi hermano; tú, mi floreciente esposo. Pues, ea, sé compasivo, quédate en la torre—¡no hagas á un niño huérfano y á una mujer viuda!—y pon el ejército junto al cabrahigo, que por allí la ciudad es accesible y el muro más fácil de escalar. Los más valientes—los dos Ayaces, el célebre Idomeneo, los Atridas y el fuerte hijo de Tideo con los suyos respectivos—ya por tres veces se han encaminado á aquel sitio para intentar el asalto: alguien que conoce los oráculos se lo indicó, ó su mismo arrojo los impele y anima.»
440 Contestó el gran Héctor, de tremolante casco: «Todo esto me preocupa, mujer, pero mucho me sonrojaría ante los troyanos y las troyanas de rozagantes peplos, si como un cobarde huyera del combate; y tampoco mi corazón me incita á ello, que siempre supe ser valiente y pelear en primera fila, manteniendo la inmensa gloria de mi padre y de mí mismo. Bien lo conoce mi inteligencia y lo presiente mi corazón: día vendrá en que perezcan la sagrada Ilión, Príamo y su pueblo armado con lanzas de fresno. Pero la futura desgracia de los troyanos, de la misma Hécuba, del rey Príamo y de muchos de mis valientes hermanos que caerán en el polvo á manos de los enemigos, no me importa tanto como la que padecerás tú cuando alguno de los aqueos, de broncíneas lorigas, se te lleve llorosa, privándote de libertad, y luego tejas tela en Argos, á las órdenes de otra mujer, ó vayas por agua á la fuente Meseida ó Hiperea, muy contrariada porque la dura necesidad pesará sobre ti. Y quizás alguien exclame, al verte deshecha en lágrimas: Ésta fué la esposa de Héctor, el guerrero que más se señalaba entre los teucros, domadores de caballos, cuando en torno de Ilión peleaban. Así dirán, y sentirás un nuevo pesar