Una familia judía de origen sacerdotal, la macabea, se encargó de dirigir la resistencia. La chispa que prendió la llama fue una visita de las tropas seléucidas a la ciudad de Modín, hogar de los Macabeos, un pueblo cercano a Jerusalén, con la intención de hacer cumplir las normas dictadas por el rey. Estando allí los soldados, un sacerdote llamado Matatías vio cómo un judío se acercaba a un altar para hacer un sacrificio idolátrico, cumpliendo así las órdenes del rey Antíoco. En ese momento, Matatías se vio invadido por el «celo de Yahvé» y, abalanzándose sobre él, lo degolló sobre el propio altar.
Este concepto de «celo» (de la palabra griega zelos «celo, amor ferviente, obsesión») sería muy importante en las luchas de liberación de los judíos que tendrían lugar en los siguientes siglos. El celo se consideraba una de las virtudes del fiel israelita, y se basaba en personajes prototípicos del Antiguo Testamento como Pinjas y Elías, que, en su celo por cumplir la ley de Yahvé, habían llegado a arrebatar la vida a algún infiel. Tal «virtud» justificaba el homicidio en nombre del cumplimiento de la Ley de Dios, transformando así cualquier conflicto en una guerra santa, y se convirtió, a la postre, en la base ideológica de los grupos revolucionarios judíos que se enfrentaron al poder romano en tiempos de Jesús. De hecho, los más violentos de entre estos se hacían llamar zelotas (que significa «celoso, devoto, obsesionado»).
Si la cara de este celo era la justificación de la violencia, la cruz se mostraba en la terca negativa a aceptar aquello que no fuese acorde con la Ley de Dios, incluso si eso suponía entregar la propia vida antes que violar los mandamientos de Yahvé:
A las mujeres que habían circuncidado a sus hijos, les dieron muerte de acuerdo con el decreto, colgando a los niños de sus cuellos, y lo mismo a sus familiares y a los que habían circuncidado. Sin embargo, muchos en Israel se mantuvieron fuertes y dieron prueba de firmeza no comiendo nada impuro. Prefirieron morir para no contaminarse. (1 Macabeos 1, 60-62)
El libro segundo de los Macabeos proporciona los dos ejemplos supremos de esta actitud de sacrificio y «resistencia pasiva». Por un lado, un anciano de nombre Eleazar, que prefirió morir antes que comer carne de cerdo, y, por otro, y muy especialmente, la terrible historia de la madre y sus siete hijos:
Arrestaron a siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar con látigos y nervios de buey para forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la Ley. Uno de ellos habló en nombre de los demás: «¿Qué pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres». Fuera de sí, el rey ordenó poner al fuego sartenes y ollas. Las pusieron al fuego inmediatamente, y el rey ordenó que cortaran la lengua al que había hablado en nombre de todos, que le arrancaran el cuero cabelludo y le amputaran las manos y los pies a la vista de los demás hermanos y de su madre. Cuando quedó completamente mutilado, el rey mandó aplicarle fuego y freírlo; todavía respiraba. Mientras el humo de la sartén se esparcía por todas partes, los otros, junto con la madre, se animaban entre sí a morir noblemente diciendo: «El Señor Dios lo contempla, y de verdad se compadece de nosotros, como declaró Moisés en el cántico de denuncia contra Israel: Se compadecerá de sus servidores». Una vez que murió el primero de este modo, llevaron al segundo al suplicio; le arrancaron el cabello con la piel, y le preguntaron: «¿Comerás antes que te atormenten miembro a miembro?» Él respondió en su lengua materna: «¡No comeré!» Por eso también él sufrió a su vez el martirio como el primero. Y cuando estaba a punto de dar su último suspiro, dijo: «Tú, malvado, nos arrancas la vida presente. Pero el Rey del mundo nos resucitará a una vida eterna, ya que nosotros morimos por su Ley». Después se divirtieron con el tercero. Le pidieron que sacara la lengua, y lo hizo enseguida, alargando las manos con gran valor. Y habló dignamente: «Del cielo las recibí, y por sus leyes las desprecio. Espero recobrarlas del mismo modo de él». El rey y su corte se asombraron del valor con que el joven despreciaba los tormentos. Cuando murió este, torturaron de modo semejante al cuarto. Y cuando estaba próximo a su fin, dijo: «Es preferible morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. En cambio, tú no resucitarás para la vida». Después sacaron al quinto, y lo atormentaron. Pero él, mirando al rey, le dijo: «Aunque eres un simple mortal, haces lo que quieres porque tienes poder sobre los hombres. Pero no te creas que Dios ha abandonado a nuestra nación. Espera y ya verás cómo su gran poder te tortura a ti y a tu descendencia». Después de este llevaron al sexto, y cuando iba a morir, dijo: «No te equivoques. Nosotros sufrimos esto porque hemos pecado contra nuestro Dios; por eso han ocurrido estas cosas extrañas. Pero tú, que te has atrevido a luchar contra Dios, no pienses que vas a quedar sin castigo». Pero ninguno más admirable y digno de recuerdo que la madre. Viendo morir a sus siete hijos en el espacio de un día, lo soportó con entereza, manteniendo la esperanza en el Señor. Con noble actitud, uniendo un ardor varonil a la ternura femenina, fue animando a cada uno, y les decía en su lengua: «Yo no sé cómo aparecisteis en mi seno; yo no os di el aliento ni la vida, ni ordené los elementos de vuestro organismo. Fue el creador del mundo, el que modela la raza humana y determina el origen de todo. Él, con su misericordia, os devolverá el aliento y la vida si ahora os sacrificáis por su Ley». (2 Macabeos 7, 1-23)
El problema que planteaba esta conducta era que suponía una alteración de los valores tradicionales del judaísmo. Si en los siglos anteriores se había extendido la creencia de que Yahvé concedía larga vida al justo y se la arrebataba como castigo al malvado, ¿cómo era posible ahora que, precisamente por seguir la ley divina, uno perdiese la vida? Evidentemente, si el premio a la fidelidad no estaba en esta vida, debería encontrarse en otro sitio.
La inspiración se encontraba al alcance de la mano, en el texto ya mencionado de Ezequiel: «He aquí, yo hago entrar espíritu en vosotros, y viviréis. Y pondré tendones sobre vosotros, y haré subir sobre vosotros carne, y os cubriré de piel, y pondré en vosotros espíritu, y viviréis; y sabréis que yo soy Yahvé».
Justo en los años posteriores a la revuelta de los Macabeos, se escribió el libro de Daniel, donde ya se exponían con toda claridad las nuevas teorías relativas al final de los tiempos insinuadas de manera fragmentaria en varios libros bíblicos de épocas anteriores, muy en especial en Ezequiel. Al final de los tiempos, que contemplarán la culminación del mal, tendrá lugar el día de Yahvé. Daniel tiene una revelación sobre este día y el juicio que se celebrará:
Mientras yo contemplaba, se aderezaron unos tronos y un Anciano se sentó. Su vestidura, blanca como la nieve; los cabellos de su cabeza, puros como la lana. Su trono, llamas de fuego, con ruedas de fuego ardiente. Un río de fuego corría y manaba delante de él. Miles de millares le servían, miríadas de miríadas estaban en pie delante de él. El tribunal se sentó, y se abrieron los libros. Miré entonces, atraído por el ruido de las grandes cosas que decía el cuerno, y estuve mirando hasta que la bestia fue muerta y su cuerpo destrozado y arrojado a la llama de fuego. A las otras bestias se les quitó el dominio, si bien se les concedió una prolongación de vida durante un tiempo y hora determinados. Yo seguía contemplando en las visiones de la noche: Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre. Se dirigió hacia el Anciano y fue llevado a su presencia. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás. […] Yo contemplaba cómo este cuerno hacía la