La resurrección. Javier Alonso Lopez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Javier Alonso Lopez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Религиозные тексты
Год издания: 0
isbn: 9788417241131
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de mí, hijo mío, el más desgraciado de todos los hombres! No te engaña Perséfone, hija de Zeus, sino que esta es la condición de los mortales cuando fallecen: los nervios ya no mantienen unidos la carne y los huesos, pues los consume la viva fuerza de las ardientes llamas tan pronto como la vida desampara la blanca osamenta, y el alma se va volando como un sueño. (Odisea XI)

      Aunque perteneciente a un período posterior de la historia de Israel, el libro de Job (ca. 400 a. C.) nos ofrece esta misma idea sobre el destino que esperaba a todos después de la muerte:

      Mi carne se ha revestido de gusanos y costras terrosas, mi piel se ha agrietado y supura. Mis días han transcurrido más raudos que lanzadera y han cesado por falta de hilo. ¡Acuérdate de que mi vida es viento, mi ojo no tornará a ver la dicha! ¡No me divisará más el ojo del que me veía, tus ojos [se fijarán] en mí y ya no existiré! Una nube se disipa y se va, así quien baja al šeol no sube. No volverá más a su casa, ni le verá de nuevo su lugar. (Job 7, 5-10)

      Para Job, el šeol era un lugar del que no se regresaba, lugar tenebroso («antes de que me vaya, para no volver, a la tierra de tinieblas y sombra, tierra de negrura como oscuridad, sombra y desórdenes, y donde la claridad misma es cual la oscuridad», señala Job más adelante), un lugar que se encontraba en un plano inferior («más profundo que el šeol»). Queda claro, en cualquier caso, que, en este momento de la historia del pensamiento judío, no existía una creencia en la resurrección de los muertos ni en un destino diferente para los justos y los malvados.

      Así pues, ya que el šeol no hacía diferencias entre justos e impíos, lo que debía hacer un ser humano era vivir una vida acorde con los mandamientos divinos para que, de ese modo, Dios le premiase con una vida larga y próspera.

      Ve, come con alegría tu pan y bebe con buen ánimo tu vino porque hace tiempo se complace Dios en tus obras. Que siempre sean blancos tus vestidos y el aceite no falte sobre tu cabeza. Goza de la vida con la mujer que amas todos los días de tu vana vida que Dios te ha concedido bajo el sol, todos tus días de vanidad, pues es tu porción en la vida y en el trabajo en que te esfuerzas bajo el sol. Todo lo que encuentres a mano, hazlo según tus fuerzas, porque no hay obra, ni razón, ni ciencia, ni sabiduría, en el šeol, adonde te encaminas. (Eclesiastés 9, 7-10)

      Parece evidente por la afirmación del profeta Job («quien baja al šeol no sube. No volverá más a su casa, ni le verá de nuevo su lugar»), que no hay posibilidad de eludir el destino que aguarda a todos los seres humanos.

      Sin embargo, la tradición judía nos informa de varios casos de personas que escaparon del šeol y de dos modos diferentes: auténtica resurrección o por asunción gracias a la intervención divina.

      Por algunas fuentes judías de época más reciente, sabemos que, desde muy antiguo, existía una creencia según la cual el alma del difunto mostraba cierta querencia a permanecer en el mundo y tardaba tres días en llegar al šeol. De ese modo, existía la posibilidad de evitar su paso definitivo a esa nueva dimensión. Visto así, resucitar a un muerto era el último recurso de un sanador. En el libro de los Reyes del Antiguo Testamento tenemos dos ejemplos de resurrección de este tipo.

      El primero tiene como protagonista al profeta Elías. Estaba el hombre santo en Sarepta, ciudad fenicia cercana a Sidón, en el actual Líbano, alojado en casa de una viuda, cuando el hijo de la mujer enfermó gravemente y murió. La viuda, sospechando que había alguna relación entre la visita del extranjero y el fallecimiento de su hijo, acusó a Elías de ser el responsable de su pérdida:

      ¿Qué hay entre tú y yo, hombre de Dios? ¿Has venido a mi casa a recordar mi culpa y matarme a mi hijo? Elías respondió: ¡Dame a tu hijo! Y, tomándolo de su regazo, se lo llevó a la habitación de arriba, donde él dormía, y lo acostó en la cama. Después clamó a Yahvé: «¡Yahvé, Dios mío, ¿también a esta viuda que me hospeda en su casa la vas a castigar haciéndole morir al hijo?!» Luego se tumbó tres veces sobre el niño, suplicando a Yahvé: «¡Yahvé, Dios mío, que vuelva el alma de este niño a su interior!» Yahvé escuchó la súplica de Elías, volvió el alma al interior del niño y revivió. (1 Reyes 17, 18-22)

      El segundo ejemplo de resurrección también tiene como protagonistas a un niño y a un profeta, en este caso Eliseo, discípulo de Elías. La estructura es similar. El profeta había sido recibido en su casa por una mujer, ahora una sunamita, habitante de Sunem, un pueblo entre Samaria y el monte Carmelo. Las visitas se hicieron tan frecuentes que la sunamita y su marido acabaron por prepararle una habitación al profeta para que se quedase siempre que pasase por allí. Agradecido, Eliseo les prometió que tendrían por fin la descendencia que se les estaba negando. Efectivamente, la mujer acabó dando a luz a un niño. Tiempo después, el niño enfermó y acabó muriendo. La sunamita pidió ayuda a Eliseo, que acudió a la casa donde aún yacía el cadáver del crío:

      Eliseo entró en la casa y encontró al niño muerto tumbado en su cama. Entró, cerró la puerta y oró a Yahvé. Luego, se subió a la cama y se echó sobre el niño, poniendo su boca sobre la boca de él, sus ojos con los suyos, sus manos con las suyas; y permaneció inclinado sobre él, de modo que el cuerpo del niño fue entrando en calor. Después se retiró y paseó por la habitación, de acá para allá; subió de nuevo a la cama y se inclinó sobre el niño; el niño estornudó hasta siete veces y abrió los ojos. Eliseo llamó a Guejazí, y le dijo: «Llama a nuestra sunamita». La llamó, y ella vino, y Eliseo le dijo: «Toma a tu hijo». (2 Reyes 4, 32-36)

      Las dos resurrecciones siguen un patrón similar: el profeta se pone en contacto con el cuerpo del niño muerto; en realidad, parece identificarse con él al colocarse encima, imitar su postura y poner ojos con ojos, manos con manos, boca con boca. De este modo, en los primeros momentos después de la muerte, los dos niños consiguen librarse, al menos de momento, de su destino en el šeol.

      Hay otro caso más de resurrección en el que también está involucrado el profeta Eliseo, aunque ocurrió después de su muerte. Unos hombres arrojaron un cadáver dentro de la tumba de Eliseo, y en cuanto el cadáver entró en contacto con los huesos del profeta, resucitó. La noticia la ofrecen dos fuentes, el segundo libro de los Reyes e igualmente, con variantes menores, el historiador Flavio Josefo, en sus Antigüedades de los judíos.

      La segunda forma de escapar de la muerte consiste en que un ser humano concreto sea elevado o transportado por Dios a un plano superior en el que quedará a salvo del destino común a toda la humanidad.

      En la Biblia hebrea, identificada básicamente con el Antiguo Testamento cristiano, hay dos ejemplos de asunciones. El primero es el del patriarca Enoc, padre del campeón de longevidad Matusalén. El texto del libro del Génesis dice sencillamente que «Enoc caminó en compañía de Elohim; luego desapareció, porque Elohim lo tomó consigo». Siguiendo la idea de que la muerte era un castigo como consecuencia de los pecados, resulta lógico que la interpretación de este pasaje en otros libros judíos fuese que Enoc mereció ese destino por su comportamiento excepcionalmente justo. El libro del Eclesiástico dice que «Enoc agradó al Señor y fue trasladado, ejemplo de conversión para las generaciones», y el de la Sabiduría confirma la idea: «Por ser agradable a Dios fue amado, viviendo entre pecadores fue trasladado». Queda abierta la cuestión de cuál fue el destino de Enoc. Dentro de la literatura apócrifa[3], el libro de los Jubileos aseguraba que había sido llevado al Jardín del Edén, el Libro Primero de Enoc lo situaba en «un lugar muy lejano» y el Targum Pseudo-Jonatán lo hacía elevarse hasta el firmamento.

      Hay un segundo caso de elevación más conocido, el del profeta Elías, que, según el segundo libro de los Reyes, fue arrebatado por un carro de fuego. No hay textos que declaren explícitamente que Elías contaba con un favor tan especial por parte de Dios como para hacerle merecedor de un honor reservado anteriormente solo a Enoc. De todas formas, sus hechos hablan por él, y fue considerado en su tiempo, y también por la posteridad, como uno de los mayores profetas, especialmente por el celo con el que defendió a Yahvé.

      No