En la ya obsoleta sociedad de la fuerza, lo importante era controlar; incluso llegó a instaurarse la figura del controller, un profesional encargado de controlar y ajustar los presupuestos de los diversos departamentos en los que se divide una empresa, el «Gran Hermano» que todo lo ve, todo lo sabe, que de todo tiene información y todo lo vigila. Por desgracia, algunos gerentes y directivos actuales siguen siendo el gran «cuello de botella» de la empresa al mantener esta actitud ya arcaica, muestra de su propia inseguridad y desconfianza. En la nueva sociedad del conocimiento las funciones del líder son otras bien distintas.
«Es preciso obrar como hombre de pensamiento y pensar como hombre de acción».
H. Bergson
Las empresas y sus líderes se juegan mucho en los procesos de cambio. Algunos de estos procesos suelen ser largos y otros más breves e intensos, los recursos que se precisa movilizar pueden ser grandes o pequeños, pero en todos ellos las posibilidades de fracaso son siempre altas. Cuando esto ocurre, la organización acaba en peor lugar que cuando inició el proceso, pues el fracaso quema las herramientas de gestión utilizadas y casi siempre a los directivos que las impulsaron. Por el contrario, un proceso de trasformación llevado a buen término regenera, rejuvenece y reinventa el negocio: mayor crecimiento, más cohesión interna, mejora de la rentabilidad, mejora de la cultura empresarial, afianza el liderazgo, etc.
Liderar un proceso de esta naturaleza debería ser la gran responsabilidad de los presidentes y consejeros delegados de nuestras empresas, y es también el gran desafío que va a poner a prueba las habilidades, creencias y fuerza de voluntad de sus impulsores. Ante un reto de esta naturaleza no es de extrañar que muchos abdiquen de sus responsabilidades, dedicando sus energías a actividades más gratificantes y con menor riesgo a corto plazo. Sus omisiones las pagamos los accionistas, empleados, proveedores, clientes y usuarios en general.
El auténtico empresario, al igual que el líder, no nace, se hace con el esfuerzo diario de lucha y superación que el mismo compromiso de vivir exige. Es falsa y cómoda la creencia de que el ser líder es una actividad reservada a personas con un supuesto talento innato del que los demás mortales carecen. Todos podemos ser emprendedores y empresarios; seguramente lo hayamos sido, tal vez sin darnos cuenta, como al formar una familia, tratando que tenga una estabilidad económica, emocional y social, esforzándonos y dotándola de los medios económicos necesarios para ello. La propia condición humana nos exige superación, idear proyectos, ponerlos en práctica, rectificar los errores, mejorar los procesos… ¡en todas y cada una de las áreas de la vida!
Es más, la Humanidad, desde las épocas más remotas, se ha visto obligada a luchar contra la escasez de recursos, la incertidumbre y los cambios constantes e inesperados que nos llevan irremisiblemente a un continuo proceso evolutivo. Se ha enfrentado a sus adversidades de distintas maneras, ya sea organizándose en tribus, comerciando con los habitantes de otros territorios, creando tecnología (la rueda, la tuerca, el molino, la carabela, los satélites artificiales, el ordenador, el teléfono…), estableciendo vínculos y normas de conducta, solucionando o paliando, de la mejor forma posible, sus problemas y necesidades. Esto fue, y sigue siendo, una relación humana. Pero también el ser humano se ha visto en la necesidad de enfrentarse a quienes se aferran al «es imposible». No hace tanto tiempo que hemos conquistado el aire, siendo muchos los que afirmaban que «si el hombre pudiera volar, habría nacido con alas»; hoy en día más de 100.000 personas se encuentran a bordo de aviones a cualquier hora del día.
Los jóvenes empresarios tienen un papel fundamental en la labor de promover un marco adecuado para el correcto desarrollo evolutivo empresarial contemporáneo. Un porcentaje muy elevado de las pequeñas empresas son nuevos negocios creados y dirigidos por jóvenes empresarios.
«El mejor antídoto contra la frustración es no creerse con derecho a nada porque solo así conocerá la incomparable felicidad de lograr aquello que desea y por lo que tanto ha trabajado».
Carmen Posadas
Son los líderes quienes crean el futuro, con nuevas inquietudes, proyectos y ánimos, teniendo la responsabilidad de impulsar el cambio económico y social que necesitamos, basándolo en unos valores éticos que pongan al ser humano en el centro de la actividad empresarial.
Y esto no es fácil. Habrá que competir; la travesía por esas aguas no será sencilla. Hoy competir por el futuro es competir por una cuota de oportunidad, más que por una cuota de mercado.
Llevamos ya años adentrándonos en el mar de la nueva sociedad post-capitalista, a la que hemos dado en llamar la «sociedad del conocimiento». En el caduco sistema capitalista, el capital era el recurso de producción crítico y estaba totalmente separado y hasta en oposición con el trabajo. En la nueva sociedad hacia la que los actuales vientos impulsan nuestro velero con fuerza y rapidez, el «saber» es el recurso clave. No puede ser comprado con dinero ni creado por capital de inversión, solo quizá, «alquilado» durante un tiempo. El saber reside en la persona: en el trabajador del conocimiento, en el empresario del conocimiento, en el líder del conocimiento.
En el momento que nos ha correspondido vivir, en el que la globalización y la interdependencia mundial crean un nuevo contexto para el trabajo y las relaciones humanas, es evidente que el progreso hacia una mejor calidad de vida se sustenta en la suma de esfuerzos conjuntos. La responsabilidad de esforzarnos por conseguir un mundo mejor nos obliga a asumir los desafíos y aprovechar las oportunidades que hoy se nos ofrecen. De ahí la importancia de hacer fructificar los recursos de que disponemos de la forma más inteligente posible, organizando y planificando. Ya solo los políticos mediocres y cínicos que aún predican nacionalismos totalitarios, ideologías trasnochadas, y los fanáticos vulgares que los apoyan, no comprenden que el mundo evoluciona.
«El político debe ser capaz de predecir lo que va a pasar mañana, el mes próximo y el año que viene; y de explicar después por qué fue que no ocurrió lo que el predijo».
Winston Churchill
Todos tenemos dos opciones: avanzar hasta alcanzar el futuro deseable, o detenernos y esperar que llegue el futuro que otros han trazado. Es inevitable, el futuro llega siempre. Es en ese punto donde se diferencia a un líder, a un emprendedor o a un empresario de aquellos otros que optan por no adentrarse en ese océano. Pero no todo el que se convierte en empresario lo hace por la misma razón. Existen al menos tres formas básicas de llegar a serlo:
Por necesidad o fuerza mayor: no se busca ser emprendedor, sino que las condiciones externas (muchas veces negativas) nos llevan a esta situación y acabamos por aceptar el rol
La ocasión que llega: la oportunidad que se presenta y se decide no dejar pasar. No son pocos los que estando en el momento justo y el lugar adecuado saben aprovecharla, sacar partido de ella, y se convierten en empresarios
Por decisión propia planificada: cuando nos hemos propuesto a conciencia desarrollar nuestros propios negocios, ya sea porque hemos visualizado un sueño cargado de esperanzas e ilusiones, o porque no queremos seguir dependiendo de otros y deseamos ser los responsables de nuestro propio futuro profesional
Trabajar para crear un futuro es al mismo tiempo competir con otros que también están por la misma labor. Un futuro que en ocasiones tiene puntos comunes o se desarrolla en el mismo espacio físico o temporal que el de otros proyectos. De ahí brota la imperiosa e intensa necesidad de ser los primeros en dominar las oportunidades que van surgiendo, de crearlas en la mayoría de las ocasiones, delimitando de ese modo un nuevo espacio competitivo de crecimiento, desarrollo, calidad e innovación.
El que podamos tomarnos un refresco o un café en una fábrica, en una estación de tren, en un aeropuerto o en otro sitio cuando apetezca, se lo debemos a Herón de Alejandría19. Además de la primera máquina de vapor (eolípila), y la fuente de Herón (máquina hidráulica), también inventó la primera máquina expendedora: un recipiente con una ranura en su parte superior por la que se introducía la moneda, que, al caer, accionaba una palanca conectada a un émbolo que subía y dejaba salir