—Que así sea —dijo, y fue a la carga.
Normalmente, no lo hacía. Era un modo estúpido de luchar; una manera antigua que no tenía nada que ver con ejércitos bien organizados o tácticas eficientes. Avanzó con toda la velocidad que le daba su poder, esquivando y corriendo mientras reducía la distancia.
Mató al primer hombre sin detenerse, clavándole profundamente la espada y sacándola después violentamente. De una patada tiró al suelo al siguiente y, a continuación, acabó con él con un amplio golpe de espada. Agarró el mosquete del hombre con una mano y lo disparó, usando la vista de sus cuervos para decirle dónde apuntar.
Se precipitó hacia un grupo de hombres que se escondía tras una barricada de arena. Contra un avance lento de sus fuerzas, hubiera bastado con demorarlos, creando tiempo para que vinieran más hombres a resistir. Contra su carga salvaje, no cambiaba nada. El Maestro de los Cuervos brincaba los muros de arena, saltando en medio de sus enemigos y atacando en todas direcciones.
Sus hombres irían tras él, aunque no pudiera malgastar su concentración para buscarlos a través de los ojos de sus cuervos. Estaba demasiado ocupado parando golpes de espada y hachazos, contraatacando con una eficacia despiadada.
Ahora sus hombres estaban allí, saltando las barricadas de arena como la marea entrante. Morían en cuanto lo hacían, pero eso ahora no les importaba, siempre y cuando lo hicieran con su líder. Esto es con lo que había contado el Maestro de los Cuervos. Mostraban una lealtad sorprendente para ser hombres que, para él, eran poco más que comida para los cuervos.
Con sus grupos tras él, los defensores no tardaron mucho en morir y el Maestro de los Cuervos dejó que sus hombres avanzaran hacia la aldea.
—Adelante —dijo—. Matadlos por su desafío.
Observó el resto de desembarcos durante unos minutos más, pero parecía no haber otros cuellos de botella importantes. Había elegido bien su sitio.
Para cuando el Maestro de los Cuervos llegó a la aldea, algunas partes ya estaban en llamas. Sus hombres avanzaban atravesando las calles, matando a todos los aldeanos con los que se encontraban. Aunque la mayoría ya estaban muertos, de todas formas. El Maestro de los Cuervos vio que uno arrastraba a una mujer fuera de la aldea, el miedo de esta solo lo igualaba el evidente disfrute del soldado.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó cuando se acercó.
El hombre lo miró fijamente sorprendido.
—Yo… la vi, mi señor y pensé…
—Pensaste que podías quedarte con ella —acabó por él el Maestro de los Cuervos.
—Bueno, en el lugar adecuado, podríamos pedir un buen precio por ella. —El soldado se atrevió a sonreír pensando que eso los haría a ambos parte de una gran conspiración.
—Ya veo —dijo—. Pero yo no di esa orden. ¿O sí?
—Mi señor… —empezó el soldado, pero el Maestro de los Cuervos ya estaba levantando una pistola. La disparó tan cerca de la cara del hombre que esta desapareció casi por completo con su estallido. La joven, que estaba a su lado, parecía demasiado aturdida incluso para chillar cuando su atacante cayó.
—Es importante que mis hombres aprendan a actuar en concordancia con mis órdenes —le dijo el Maestro de los Cuervos a la mujer—. Hay lugares en los que permito los prisioneros y otros en los que existe un acuerdo para no hacer daño a nadie, con excepción de los dotados. Es importante que se mantenga esa disciplina.
Entonces la mujer parecía esperanzada. Así parecía justo hasta el momento en que el Maestro de los Cuervos le atravesó el corazón con su espada, un golpe firme y limpio, probablemente incluso indoloro.
—En este caso, les di una oportunidad a tus hombres y lo hicieron —dijo mientras ella intentaba agarrar el arma. Él tiró del arma y ella cayó—. Es una oportunidad que tengo pensado dar a, más o menos, el resto de este reino. Tal vez ellos elegirán más sabiamente.
Miró a su alrededor mientras continuaba la masacre, sin sentir ni placer ni disgusto, solo una especie de tranquila satisfacción por el deber cumplido. Por lo menos un paso, pues al fin y al cabo, esto no era más que la toma de una aldea.
Habría mucho más por venir.
CAPÍTULO CINCO
La Reina Viuda María de la Casa Flamberg se encontraba en las grandes salas de audiencias de la Asamblea de los Nobles, intentando no parecer demasiado aburrida en su trono en medio de todo mientras los supuestos representantes de su pueblo hablaban y hablaban.
Normalmente, esto no hubiera importado. Hacía tiempo que la Viuda dominaba el arte de parecer imperturbable y majestuosa mientras las grandes facciones que allí había discutían. Como de costumbre, dejaba que los populistas y los conservadores se agotaran antes de hablar ella. Hoy, sin embargo, estaban tardando más de lo normal, lo que suponía que la constante opresión de sus pulmones estaba aumentando. Si no acababa pronto con esto, estos estúpidos podrían ver el secreto que ella se esforzaba tanto por ocultar.
Pero no había prisa. La guerra había llegado, lo que significaba que todos querían su oportunidad para hablar. Lo que era peor, unos cuantos de ellos querían respuestas que ella no tenía.
—Simplemente deseo preguntar a mis ilustres amigos si el hecho de que los enemigos han desembarcado en nuestra orilla es indicativo de una mayor política del gobierno al descuidar el potencial militar de nuestra nación —preguntó Lord Hawes de Briarmarsh.
—El honorable señor está muy bien informado sobre las razones por las que esta Asamblea ha desconfiado de la idea de un ejército centralizado —respondió Lord Branston de Vereford Superior.
Continuaron farfullando, volviendo a luchar en viejas batallas políticas mientras unas más verdaderas se acercaban.
—Querría exponer la situación, de modo que esta Asamblea no me acuse de descuidar mi deber —dijo el General Sir Guise Burborough—. Las fuerzas del Nuevo Ejército han desembarcado en las orillas del sudeste, logrando burlar muchas de las defensas que colocamos para evitar esa posibilidad. Han avanzado a gran velocidad, arrollando a los defensores que han intentado detenerlos y quemando aldeas a su paso. De hecho, ya existe un gran número de refugiados que, al parecer, piensa que deberíamos proporcionarles alojamiento.
Era gracioso, pensó la Viuda, que el hombre hiciera que la gente que escapaba para salvar sus vidas parecieran los parientes indeseados decididos a quedarse demasiado tiempo.
—¿Y qué hay de los preparativos alrededor de Ashton? —preguntó Graham, Marqués de Shale—. Imagino que se dirigirán hacia aquí. ¿Podemos sellar las murallas?
Esa era la respuesta de un hombre que no sabía nada de cañones, pensó la Viuda. Podría haber reído con ganas si hubiera tenido aliento para ello. Tal y como estaban las cosas, le resultaba difícil mantener su expresión imperturbable.
—Así es —respondió el general—. Antes de que acabe el mes, puede que debamos prepararnos para un asedio y ya se están construyendo excavaciones contra esta posibilidad.
—¿Estamos considerando evacuar a la gente del camino del ejército? —preguntó Lord Neresford—. ¿Deberíamos aconsejar al pueblo de Ashton que huya hacia el norte para evitar la lucha? ¿Debería nuestra reina, por lo menos, considerar retirarse a sus fincas?
Era extraño; la Viuda nunca había pensado que le preocupara su bienestar. Siempre había votado rápidamente en contra de cualquier propuesta que ella presentara.
Decidió que era el momento de que hablar