Sebastián estaba esperando en un altar junto a una sacerdotisa de la Diosa Enmascarada cuyo ropaje anunciaba su rango por encima de las otras de su orden. La Viuda estaba allí, sentada en un trono de oro mientras observaba a su hijo. Llegó la novia, con velo y vestida de un blanco puro. Cuando la sacerdotisa retiró el velo y la cara de Angelica quedó al descubierto, Sofía gritó…
Estaba en los aposentos que conocía de memoria, la distribución de las cosas de Sebastián no había cambiado desde las noches que había pasado allí, la caída de la luz de la luna sobre las sábanas directa de sus recuerdos del tiempo que pasaron juntos. Había unos cuerpos enredados en esas sábanas y, entre ellos Sofía podía oír sus risas y su alegría.
Vio que la luz de la luna caía sobre el rostro de Sebastián, atrapado en un gesto de pura necesidad, y sobre el de Angelica, en el que no había otra cosa que no fuera triunfo.
Sofía dio la vuelta y corrió. Corrió a ciegas a través de la neblina, sin querer ver nada más. No quería quedarse en este lugar. Tenía que escapar de él, pero no podía encontrar una salida. Lo que era peor, parecía que cada dirección que tomaba la hacía ir en dirección a más imágenes, e incluso las imágenes de su hija le hacían daño, pues Sofía no tenía un modo de saber cuáles podían ser reales y cuáles estaban allí solo para hacerle daño.
Tenía que encontrar una salida, pero no podía ver lo suficientemente bien para encontrarla. Sofía se quedó allí, sintiendo que el pánico crecía en su interior. De algún modo, sabía que Angelica la seguiría de nuevo, acechándola a través de la neblina, preparada para clavarle de nuevo el cuchillo.
Entonces Sofía vio la luz, resplandeciendo a través de la niebla.
Crecía lentamente, empezando como algo que apenas se abría camino a través de la oscuridad y, a continuación, convirtiéndose lentamente en algo más grande, algo que consumía la niebla del mismo modo que el sol de la mañana podría consumir el rocío mañanero. La luz trajo calor con ella, proporcionando vida a unas extremidades que antes se habían sentido pesadas.
Se derramó sobre Sofía y esta dejó que su poder se vertiera en ella, llevando con ella imágenes de campos y ríos, montañas y bosques, todo un reino contenido en ese toque de luz. Incluso el dolor recordado de la herida en su costado parecía desvanecerse ante aquel poder. Por instinto, Sofía se llevó la mano al costado, sintiendo que al retirarla estaba manchada de sangre. Ahora podía ver allí la herida, pero se estaba cerrando, la carne se cerraba bajo el toque de la energía.
Cuando se levantó la neblina, Sofía vio algo en la distancia. Llevó unos segundos más que se consumiera lo suficiente para dejar al descubierto una escalera de caracol que llevaba hacia un trozo de luz, que estaba tan arriba que parecía imposible alcanzarlo. De algún modo, Sofía sabía que la única manera de salir de esta pesadilla que parecía no terminar nunca era llegar hasta esa luz. Fue en dirección a la escalera.
—¿Piensas que puedes salir? —preguntó Angelica desde detrás de Sofía. Se giró y apenas pudo bajar las manos a tiempo cuando Angelica la atacó con el cuchillo. Sofía la empujó por instinto, después se giró y fue corriendo hacia las escaleras.
—¡Nunca saldrás de aquí! —exclamó Angelica y Sofía oyó sus pasos siguiéndola detrás.
Sofía aceleró. No quería que la apuñalaran otra vez y no solo para evitar ese dolor. No sabía qué sucedería si ese lugar cambiaba de nuevo, o cuánto tiempo duraría la abertura de allá arriba. En cualquier caso, no podía permitirse correr el riesgo, así que fue corriendo hacia las escaleras, se giró cuando llegó a ellas y le dio una patada a Angelica que la bloqueó a media estocada.
Sofía no se quedó a pelear con ella, sino que, en cambio, subió a toda velocidad las escaleras, subiendo los escalones de dos en dos. Oía que Angelica la seguía, pero eso ahora no importaba. Lo único que importaba era escapar. Continuó escaleras arriba mientras estas no hacían más que subir y subir.
Las escaleras continuaban, parecían no dejar de subir nunca. Sofía continuaba trepando por ellas, pero sentía que empezaba a cansarse. Ahora ya no tomaba los escalones de dos en dos y, con una mirada por encima del hombro, vio que la versión de Angelica en cualquiera que fuera esta pesadilla todavía la seguía, acechándola con una desagradable sensación de inevitabilidad.
El instinto de Sofía era continuar subiendo, pero una parte más profunda de su ser empezaba a pensar que eso era estúpido. Este no era el mundo normal; no tenía las mismas normas, ni la misma lógica. Este era un lugar donde el pensamiento y la magia tenían más importancia que la capacidad puramente física de continuar.
Ese pensamiento bastó para hacer que Sofía se detuviera y ahondara en su interior, en busca del hilo de poder que parecía que la había conectado a todo un país. Se giró y miró la imagen de Angelica, comprendiéndolo ahora.
—Tú no eres real —dijo—. Tú no estás aquí.
Mandó un susurro de poder y la imagen de su asesina en potencia se disolvió. Se concentró y la escalera de caracol desapareció, dejando a Sofía de pie en un suelo plano. Ahora la luz no estaba arriba, sino que, en su lugar, estaba a uno o dos pasos, formando una puerta que parecía dar al camarote de un barco. El mismo camarote de barco donde habían apuñalado a Sofía.
Respirando profundamente, Sofía entró y despertó.
CAPÍTULO SIETE
Catalina estaba sentada en la cubierta del barco mientras este cortaba el agua, el agotamiento no le permitía hacer mucho más. A pesar del tiempo que había pasado desde que había curado la herida de Sofía, parecía que no se había recuperado completamente del esfuerzo.
De vez en cuando, los marineros comprobaban que estuviera bien. El capitán, Borkar, era especialmente atento, comprobándolo con una frecuencia y una deferencia que hubieran resultado graciosos de no ser porque él actuaba de forma completamente sincera.
—¿Está bien, mi señora? —preguntó, por lo que parecía ser la centésima vez—. ¿Solicita alguna cosa?
—Estoy bien —le aseguró Catalina—. Yo no soy la señora de nadie. Solo soy Catalina. ¿Por qué continúas llamándome así?
—No me corresponde decirlo, mi… Catalina —insistió el capitán.
No era solo él. Parecía que todos los marineros pasaban por el lado de Catalina con un nivel de deferencia que rayaba lo servil. No estaba acostumbrada a esto. Su vida había consistido en la brutalidad de la Casa de los Abandonados, seguido de la camaradería de los hombres de Lord Cranston. Y había estado Will, por supuesto…
Esperaba que Will estuviera a salvo. Cuando se fue, no había podido decirle adiós, pues Lord Cranston no le hubiera dejado marcharse de haberlo hecho. Hubiera dado lo que fuera para poder decirlo adecuadamente, o incluso mejor, para llevarse a Will con ella. Probablemente se hubiera reído de los hombres que hacían la reverencia ante ella, sabiendo lo mucho que esa cortesía injustificada le molestaría.
Tal vez eso era algo que Sofía había hecho. Al fin y al cabo, ya había interpretado el papel de noble antes. Tal vez lo explicaría todo una vez se despertara. Si se despertaba. No, Catalina no podía pensar así. Debía tener esperanzas, incluso aunque hubieran pasado más de dos días desde que ella había cerrado la herida en el costado de Sofía.
Catalina entró en el camarote. El gato del bosque de Sofía levantó la cabeza cuando Catalina entró, alzando la vista de manera protectora desde donde estaba a los pies de Sofía como una manta peluda. Para sorpresa de Catalina, el gato apenas se había movido del lado de Sofía durante todo el tiempo en el que el barco había estado viajando. Dejó que Catalina le acariciara las