El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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– ; á veces la caridad es tonta, estúpida. Acúsome de necio: encerrado me doy.

      El alguacil entre tanto sacaba un mamotreto de entre su ropilla.

      – He aquí las diligencias de la averiguación de ese delito, excelentísimo señor – dijo el corchete.

      – Diligencias que habréis hecho vos solo, sin intervención de otra persona alguna.

      – Sí, señor.

      – Leed.

      – «Yo, Agustín de Avila…»

      – Adelante.

      «…llamado por su señoría el señor conde de la Oliva…»

      – Adelante, adelante.

      «…encontré á su señoría herido malamente…»

      – Al asunto.

      «…Preguntado Francisco de Juara, lacayo del señor conde de La Oliva dónde había estado esta noche desde su principio y con qué personas había hablado, dijo: que al principio de la noche, su señor le mandó seguir á un embozado; que habiéndole seguido, el embozado se entró en el zaguán de las casas que en esta corte tiene el excelentísimo señor duque de…»

      – Adelante.

      «…Que los porteros no dejaron entrar al embozado, que se sentó en el poyo del zaguán. Que el declarante se puso á esperarle; que á poco entró en el zaguán don Francisco de Quevedo y Villegas…»

      – ¡Ah! – dijo el duque.

      – ¡Pecador de mí! – murmuró Quevedo.

      «…Que el embozado á quien el declarante vigilaba, habló con don Francisco, y que amparado por éste, dejáronle subir los porteros; que el que declara, se quedó esperando; que bien pasadas dos horas, el mismo embozado que había entrado en casa del señor duque, salió acompañado del señor Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor de su majestad, y que entrambos rodearon la manzana, y se detuvieron junto al postigo de la casa de su excelencia, donde estuvieron hablando algún espacio, después de lo cual, el cocinero mayor partióse, y el embozado se quedó escondido en un zaguán frente al postigo de la citada casa de su excelencia. Que el declarante se quedó observándole á lo lejos. Que algún rato después se abrió el postigo de la casa del duque y salió un hombre sobre el cual se arrojó á cuchilladas el embozado que estaba escondido; que á poco las cuchilladas cesaron y el embozado y el otro se dieron las manos, hablaron al parecer como dos grandes amigos, y se escondieron en el zaguán. Que transcurrida bien una hora, se abrió otra vez el postigo y salió un hombre, en quien el declarante conoció, á pesar de lo obscuro de la noche, por el andar, á su señor don Rodrigo Calderón; que apenas don Rodrigo había andado algunos pasos cuando fué acometido, y que queriendo ir el declarante á socorrerle, como era de su obligación, se encontró con el otro hombre, que le esperaba daga y espada en mano, y en quien á poco tiempo conoció á don Francisco de Quevedo. Que siendo el don Francisco, como es notorio, muy diestro, y muy bravo, y muy valiente, y viendo el declarante que no podía socorrer á su señor, tomó el partido de ir á buscar una ronda, y huyó dando voces. Que á las pocas calles encontró un alcalde rondando, y que por de prisa que llegaron al lugar de la riña, encontraron á los delincuentes huidos y al señor don Rodrigo mal herido y desmayado y abierta la ropilla como si hubiese sido robado, rodeado de los criados del señor duque de Lerma, que habían acudido con antorchas; que trasladaron al señor don Rodrigo á la casa del señor duque, y puesto en un lecho y llamado un cirujano, el alcalde tomó declaración indagatoria bajo juramento apostólico al declarante; y á los criados del duque.» Esta, excelentísimo señor, es la declaración de Francisco de Juara tomada por mí, y á cuyo pie el declarante ha puesto una cruz por no saber firmar.

      El duque de Lerma se levantó y se puso á pasear hosco y contrariado á lo largo de la cámara.

      – ¿Y no hay más que eso? – dijo después de algunos segundos de silencio.

      – Sigue la diligencia de haber buscado al cocinero mayor del rey y de no haberle encontrado.

      – ¿Pues dónde está Montiño?

      – Según declaración de su mujer, Luisa de Robles, ha partido á Navalcarnero, á donde decía haber ido su esposo á causa de estar muriendo un hermano suyo. Preguntada además si sabía que acompañase alguien á su marido, contestó que no: pero que podrían saberlo los de las caballerizas, porque siempre que Montiño hace un viaje, lo hace sobre cabalgaduras de su majestad. Luisa Robles puso una cruz por no saber firmar al pie de su declaración.

      – Iríais á las caballerizas.

      – Ciertamente, señor, y tomando indagaciones, supe que el señor Montiño había partido solo con un mozo de espuela. Y como sabía las señas del embozado, esto es, sombrero gris, capa parda y botas de gamuza, supe que aquel hombre había llegado aquella tarde en un cuartago viejo que me enseñaron en las caballerizas, donde le había mandado cuidar el señor conde de Olivares, caballerizo mayor del rey.

      – ¡Cómo! ¿conoce don Gaspar de Guzmán al que ha dado de estocadas á don Rodrigo? – dijo Lerma hablando más bien consigo mismo que con el alguacil.

      – No; no, señor; pero el incógnito había tenido una disputa con un palafranero á propósito de su viejo caballo, había querido zurrarle, sobrevinieron el señor conde de Olivares y el señor duque de Uceda, y el desconocido se descargó diciendo que era sobrino del cocinero mayor de su majestad.

      – ¡Sobrino de Montiño!.. – exclamó el duque – . ¿Y no habéis afirmado más la prueba del parentesco del reo con el cocinero mayor?

      – Sí; sí, señor; como el reo había ido á las cocinas en busca del que llamaba su tío, fuí á las cocinas yo. Era ya tarde y solo encontré á un galopín que se llama Cosme Aldaba. Díjome que, en efecto, á principios de la noche había estado en las cocinas un hidalgo preguntando por su tío, y que le habían encaminado á casa de vuecencia, donde se encontraba el cocinero mayor.

      – ¿Volveríais á mi casa?

      – Volví.

      – ¿Preguntaríais á la servidumbre?

      – Pregunté.

      – ¿Y qué averiguásteis?

      – Aquí está la declaración de un paje de vuecencia llamado Gonzalo Pereda, por la que consta, que el cocinero mayor del rey le mandó servir de cenar en la misma casa de vuecencia á un su sobrino, á quien llamó Juan Montiño.

      – ¿De modo que ese Juan Montiño y don Francisco de Quevedo y Villegas son amigos? – dijo el duque.

      El alguacil se calló.

      – Dadme esas diligencias – dijo el duque.

      Entrególas el alguacil.

      – Idos, y que á persona viviente reveléis lo que habéis averiguado.

      – Descuidad, señor – dijo el corchete, y salió de la cámara andando para atrás para no volver la espalda al duque.

      Cogió éste y examinó minuciosamente los papeles que le había dejado el alguacil, y después los guardó en su ropilla y llamó.

      – ¿Ha venido el señor Gil del Páramo? – dijo á un maestresala que se presentó á su llamamiento.

      – En la antecámara espera, señor – dijo el maestresala.

      – Hacedle entrar.

      Entró un hombre de semblante agrio y ceñudo, vestido con el traje de los alcaldes de casa y corte, y se inclinó profundamente ante el duque.

      – ¿Sois vos el que rondaba cuando encontrásteis herido al señor conde de la Oliva?

      – Sí, excelentísimo señor.

      – ¿Traéis con vos las diligencias que habéis practicado?

      – Sí, excelentísimo señor.

      – Dádmelas.

      – Tomad,