El tío Manolillo no contestó; había levando la cabeza, y puéstose en la actitud de la mayor atención.
– ¿Qué escucháis? – dijo Quevedo.
– ¡Eh! ¡Silencio! – dijo el bufón levantándose de repente y apagando la luz.
– ¿Qué hacéis?
– Me prevengo. Procuro, que si miran por el ojo de la cerradura de la otra puerta no vean luz bajo ésta. Es necesario que me crean dormido; necesitan pasar por delante de mi aposento y me temen. Pero se acercan. Callad y oíd.
– Quevedo concentró toda su vida, toda su actividad, toda su atención en sus oídos, y en efecto, oyó unas levísimas pisadas como de persona descalza, que se detuvieron junto á la puerta del bufón.
Durante algún espacio nada se oyó. Luego se escucharon sordas y contenidas las mismas leves pisadas, se alejaron, se perdieron.
– ¿Es él? – dijo Quevedo.
– El debe ser; pero el cocinero mayor… ¿cómo se atreve ese hombre?..
– Francisco Montiño no está en Madrid esta noche.
– ¡Ah! ¿pues qué cosa grave ha sucedido para que deje sola su casa?
– Según me ha dicho su sobrino postizo, ha ido á Navalcarnero, donde queda agonizando un hermano suyo.
– ¡Oh! entonces el que ha pasado es el sargento mayor Juan de Guzmán.
Y el bufón se levantó y abrió la ventana de su mechinal.
– ¿Qué hacéis, hermano? cerrad, que corre ese vientecillo que afeita.
– Obscuro como boca de lobo – dijo el bufón.
– ¿Y qué nos da de eso?
– Y lloviendo.
– Pero explicáos.
– ¿Queréis ver al ratón en la ratonera junto al queso?
– ¡Diablo! – dijo Quevedo – . ¿Y para qué?
Y después de un momento de meditación, añadió:
– Si quiero.
– Pues quitáos los zapatos.
– ¿Para salir al tejado?
– No tanto. Por aquí se sale á las almenas viejas, y por las almenas se entra en los desvanes, y por los desvanes se va á muchas partes. Por ejemplo, al almenar á donde cae la ventana del dormitorio del cocinero de su majestad.
– Pues no hay que preguntarme otra vez si quiero – dijo Quevedo quitándose los zapatos.
– No dejéis aquí vuestro calzado, porque saldremos por otra parte.
– Ya sabía yo que érais el hurón del alcázar.
– Como me fastidio y sufro y nada tengo que hacer, husmeo y encuentro, y averiguo maravillas. ¿Estáis listo ya, don Francisco?
– Zapatos en cinta me tenéis, y preparado á todo.
– No os dejéis la linterna.
– ¿Qué es dejar? Nunca de ella me desamparo; cerrada encendida la llevo, y haciendo compañía á mis zapatos. ¿Estáis vos ya fuera?
– Fuera estoy.
– Pues allá voy y esperadme. Eso es. ¿Y sabéis que aunque viejo no habéis perdido las fuerzas? Me habéis sacado al terrado como si fuera una pluma. Estas piernas mías… parece providencia de Dios para muchas cosas el que yo no pueda andar de prisa ni valerme.
– Dadme la mano.
– Tomad.
– Estamos en los desvanes.
– Mi linterna me valga.
– Nos viene de molde, porque estos desvanes son endiablados.
– Fiat lux– dijo Quevedo abriendo la linterna.
Encontrábanse en un desván espacioso, pero interrumpido á cada paso por maderos desiguales. El bufón empezó á andar encorvado y cojeando por aquel laberinto.
De repente se detuvo y enseñó un boquerón á Quevedo.
– ¿Y qué es eso? – dijo don Francisco.
– Esto es una providencia de Dios.
– Más claro.
– Eso era antes un tabique.
– ¿Y ocultaba algo bueno?
– Una escalera de caracol.
– ¿Y á dónde va á parar esa escalera?
– A muchas partes, entre ellas á la cámara del rey y de la reina, y á las cuevas del alcázar.
– ¿Y cómo dísteis con ese tesoro, hermano?
– Buscando un gato que se me había huído.
– Sois el diablo familiar del alcázar.
– Sigamos adelante, que luego volveremos por aquí.
– Sigamos, pues.
Anduvieron algún espacio.
– Dadme la mano y cerrad la linterna.
– ¿Hemos llegado?
– Estamos cerca.
– Fiant tenebræ– dijo Quevedo cerrando la linterna.
– Ahora venid; venid tras de mí en silencio y veréis y oiréis.
Zumbaba el viento, llovía, y el viento y la lluvia y la obscuridad de la noche protegían á los dos singulares expedicionarios.
Marchaban entre un tejado y un almenar.
De repente el bufón asió á Quevedo, y le volvió sobre su derecha.
Entonces Quevedo vió frente á él una ventana, y por algunos agujeros de ésta el reflejo de una luz en el interior.
Quevedo acercó su semblante y pegó sus antiparras á uno de aquellos agujeros, y el bufón á su lado, se puso asimismo en acecho.
En aquel mismo punto dió el reloj del alcázar las tres de la mañana.
CAPÍTULO XV
DE LO QUE VIERON Y OYERON DESDE SU ACECHADERO QUEVEDO Y EL BUFÓN DEL REY
Un hombre se paseaba en una habitación muy pequeña y harto humildemente alhajada.
Una estera de esparto, algunas sillas, una mesa sobre la que ardía una lamparilla delante de una Virgen de los Dolores, pintada al óleo, y algunas estampas en marcos negros sobre las paredes blancas, componían todo el menaje de aquella habitación.
Al fondo había una puerta cubierta con una cortina blanca.
Sentada en una silla, junto á una mesa, apoyado en ella un brazo, y en la mano la cabeza, había una mujer joven y hermosa, pero triste, pensativa y á todas luces contrariada.
Esta mujer era Luisa, la esposa del cocinero mayor de su majestad.
Blanca, blanquísima, pelinegra y ojinegra, gruesecita, de mediana estatura, si no se descubría en ella esa distinción, esa delicadeza que tanto realza á la hermosura, no podía negarse que era hermosa, muy hermosa, pero con una hermosura plebeya, permítasenos esta frase.
Había en ella sobra de vida, sobra de voluntad, violencia de pasiones, disgusto profundo de su suerte, todo esto representado y como estereotipado en su semblante. Estaba, como dijimos anteriormente, encinta