El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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Nápoles con el duque de Osuna.

      –¡Ah! ¡diablo! ¡diablo! paréceme que si los muchachos se quieren, podremos tener boda; pero maravíllame que doña Clara, que no le ha conocido hasta esta noche…

      – Aquí debe de haber algo… y algo grave – dijo el tío Manolillo – , en lo que acaso yo no tenga poca parte.

      – Explicáos por Dios, hermano.

      – Explícome, y para explicarme pregunto: ¿dónde ha visto á don Juan Girón?..

      – Juan Montiño, hermano, Juan Montiño.

      – Bien, ¿dónde ha visto Juan Montiño á doña Clara?

      – En la calle.

      – ¡En la calle!

      – Amparóse de él al verse perseguida por don Rodrigo Calderón.

      – ¡Ah, me parece que voy trasluciendo! ¿Y dónde llevó doña Clara á Montiño?

      – Callejeóle de lo lindo, largóse, y le metió en un lance de estocadas con don Rodrigo.

      – De cuyo lance…

      – No por cierto… contentóse con desarmarle y se fué á buscar á su tío postizo á casa del duque de Lerma.

      – ¿Y cuándo hirió ó mató ese joven á don Rodrigo?

      – Eso es después.

      – ¿Y cómo sabéis vos…?

      – Encontréle en casa del duque de Lerma, á donde yo iba en busca del cocinero mayor, y le metí en la casa. Pero en la puerta me encontré antes de hablar con Montiño… ¿á quién diréis que me encontré?..

      – No adivino.

      – A Francisco de Juara.

      – Lacayo y puñal de don Rodrigo Calderón… ¡ah! ¡ah! ¡hermano Quevedo, y qué conocimientos tenéis!

      – El conocer no pesa. Francisco de Juara me contó lo que había acontecido á su señor con Juan Montiño, y Juan Montiño se alegró mucho en hallarme y yo de hallarle y… pero vamos al secreto. Yo iba á casa del duque de Lerma con una carta de la duquesa de Gandía para el duque, que me había dado la condesa de Lemos, con quien tropecé cuando iba al alcázar en busca del cocinero mayor… de modo que, válame Dios y qué rastra suelen traer las cosas; ahora se me ocurre que el buen rey don Felipe el II tiene la culpa de mi encontrón con la condesa de Lemos.

      – ¡Pardiez, no atino!

      – Ciertamente; si al rey don Felipe no se le hubiera ocurrido armar la Invencible y enviarla á saludar á la reina de Inglaterra, la tempestad no hubiera deshecho la armada; no hubiera ido un jinete al Escorial á dar al rey la nueva del fracaso; la duquesa de Gandía no hubiera ido al cuarto de la infanta doña Catalina, ni el duque de Osuna al coro en busca del rey; no se hubieran encontrado, pues, á obscuras duquesa y duque; no hubiera nacido Juan, y no existiendo Juan, al soltarme de San Marcos me hubiera yo ido á Nápoles en vez de venirme á Madrid, y no me hubiera encontrado con la buena, buenísima hija del duque de Lerma: ni ella me hubiera dado la carta de la camarera mayor para su padre, ni por consecuencia, hubiera yo encontrado en el zaguán del duque á Juan Montiño, ni hubiera salido por el postigo de la casa del duque después de haber hablado con su excelencia, ni hubiera encontrado á Juan Montiño, que me acometió equivocándome con don Rodrigo, á quien esperaba para matarle, y si yo no hubiera estado allí cuando don Rodrigo salió, Juan Montiño muere; porque Francisco de Juara, que guardaba las espaldas á don Rodrigo, no se hubiera encontrado con mi espada, hubiera dado un mal golpe por detrás á nuestro mancebo, mientras don Rodrigo le entretenía por delante. De modo que puede decirse que si el rey don Felipe no envía á la Invencible contra Inglaterra, no sucede nada de lo gravísimo que ha sucedido esta noche.

      – Desenmarañemos este enredo, y pongámosle claro para dominarle, hermano Quevedo. Decís vos que ese mancebo entró en casa del duque de Lerma amparado de vos, y pudo ver á su tío.

      – Eso es.

      – Que después encontrásteis á ese mozo al salir por el postigo del duque esperando á don Rodrigo para matarle.

      – Verdad.

      – Ahora bien; ¿por qué quería matar ese mozo á don Rodrigo? – repuso el bufón.

      – Porque decía había comprometido el honor de una dama.

      Quedóse profundamente pensativo el bufón, como quien reconcentra todas sus facultades para obtener la resolución de un misterio.

      – ¡El cocinero mayor de su majestad – dijo el bufón – , es usurero!

      – ¿Qué tiene que ver ese pecado mortal de Francisco Montiño para nuestro secreto?

      – Esperad, esperad. El señor Francisco Montiño se vale para sus usuras, de cierto bribón que se llama Gabriel Cornejo.

      – Veamos, veamos á dónde vais á parar.

      – Me parece que voy viendo claro. Ese Gabriel Cornejo, que á más de usurero y corredor de amores, es brujo y asesino, sabe por torpeza mía un secreto.

      – ¡Un secreto!

      – Sabe que yo quiero ó quería matar á don Rodrigo Calderón. Sabe además otro secreto por otra torpeza de Dorotea, esto es, que don Rodrigo Calderón tiene ó tenía cartas de amor de la reina.

      – ¡Tenía! ¡Tenía! – dijo con arranque Quevedo – . Decís bien, tío Manolillo, decís bien, vamos viendo claro; ya sé, ya sé lo que Juan Montiño buscaba sobre don Rodrigo Calderón cuando le tenía herido ó muerto á sus pies. Lo que buscaba ese joven eran las cartas de la reina; para entregar esas cartas era su venida á palacio, para eso, y no más que para eso, ha entrado en el cuarto de su majestad.

      – Pues si ese caballero ha entregado á la reina esas cartas, y don Rodrigo Calderón no muere… ¿qué importa que muera don Rodrigo…? siempre quedarán el duque de Lerma, el conde de Olivares, el duque de Uceda, enemigos todos de su majestad; si esas terribles cartas han dado en manos de su majestad, ésta se creerá libre y salvada, y apretará sin miedo, porque es valiente y la ayuda el padre Aliaga…

      – Y la ayudo yo…

      – Y yo… y yo también… pero… son infames y miserables, y la reina está perdida… está muerta..

      – ¡Muerta! ¡Se atreverán! y aunque se atrevan… ¿podrán…?

      – Sí, sí por cierto; y para probaros que pueden, os voy á nombrar otras de las piezas mayores que se abrigan en el alcázar.

      – ¡Ah! ¡Otra pieza mayor!

      – Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor del rey.

      – ¡Ah! ¡También el buen Montiño!

      – Lo merece por haber inventado el extraño guiso de cuernos de venado que sirve con mucha frecuencia al rey.

      – Contadme, contadme eso, hermano. ¡Enredo más enmarañado! ¡Y no sé, no sé cómo se ha atrevido, porque su difunta esposa…!

      – La maestra de los pajes…

      – ¡Y qué oronda y qué fresca que era! ¡Y qué aficionada á los buenos bocados!

      – Y creo que el bueno del cocinero hubo de notar que había ratones en la despensa; pero no dió con el ratón.

      – Y ya debe estar crecida y hermosa Inesita.

      – ¡Pobre Montiño…!

      – Hereje impenitente… pero sepamos quién es ahora el ratón de su despensa.

      – No es ratón, sino rata y tremenda… el sargento mayor, don Juan de Guzmán.

      – ¿El que mató al marido de cierta bribona á quien galanteaba, y partió con ella los doblones que el difunto había ahorrado, por cuyo delito le ahorcan si no anda por medio don Rodrigo…?

      – El