El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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Francisco!

      – Lo que sé deciros es que ese mancebo, que sabe lo que se hace cuando da un golpe, acaba de reñir con él y de tenderle cuando entró en palacio.

      – ¡Ah! ¡ah! ¡han encontrado quien les haga el negocio de balde!

      – Acaso ese pobre muchacho pague muy caro el haber dado al traste con don Rodrigo Calderón.

      – ¿Muy caro?

      – Sí por cierto; como que está enamorado como un loco de la dama por quien se ha metido en ese lance.

      – ¡Esperad! ¡esperad! yo he visto, al entrar ese mancebo en el cuarto de la reina, su semblante, y no le conozco, aunque me ha parecido encontrar en él un no sé qué… ¿conocéis á ese mancebo?

      – ¡Mucho!

      – ¿Y cómo se llama?

      – Juan Martínez Montiño.

      – ¡Ah! ¿es pariente del cocinero del rey?

      – Su sobrino carnal, hijo de su hermano.

      – Don Francisco, no merecéis que yo os hable con lisura.

      – ¿Por qué?

      – Porque vos no sois conmigo liso y llano.

      – Cogedme en un renuncio.

      – Estáis cogido.

      – ¿Por dónde?

      – Por ese mancebo.

      – ¿Y por qué?

      – ¿Por qué? ¿no decís que es sobrino del cocinero mayor?

      – Así resulta de su partida de bautismo.

      – Las partidas de bautismo se compran.

      Miró Quevedo profundamente al bufón.

      – Pero lo que no se compra es el semblante.

      – ¿Qué queréis decir?

      – Digo que sé algo de ese secreto.

      – ¿De qué secreto?

      – Estamos jugando al acertijo, hermano Quevedo, á pesar de que nadie nos escucha.

      – ¿Tenéis pruebas?

      – ¿De que ese mancebo…? ¡vaya! al verle me acometió una sospecha; pero cuando me habéis dicho que es hijo de un Montiño… no pude dudar… como que… ya se ve, estoy en el enredo…

      – ¿Acabaremos, hermano bufón?

      – Si, por ejemplo, ese mozo en vez de llamarse Juan Montiño se llamase don Juan Girón…

      – ¡Diablo! – exclamó Quevedo.

      – ¡Cómo! ¿no lo sabíais, don Francisco?

      – Algo se me alcanzaba.

      – ¿Y sabéis cómo se llamaba su madre?

      – No me lo han dicho.

      – Pues yo voy á decíroslo.

      – Sepamos.

      – La madre se llamaba… y se llama, doña Juana de Velasco, duquesa viuda de Gandía, camarera mayor de su majestad.

      Abrió enormemente los ojos Quevedo.

      – Y qué hermosa, qué hermosa estaba entonces la duquesa.

      – ¿Pero estáis seguro de ello, amigo Manolillo?

      – ¡Que si estoy seguro! como lo estaría si, por ejemplo, dentro de algunos meses la señora condesa de Lemos, después de haber estado mucho tiempo en la cama á pretexto de enfermedad y en ausencia de su marido, saliese una noche de Madrid en una litera.

      – ¡Ah! ¡ah! ¿y no habéis encontrado para vuestra comparación otra dama que doña Catalina de Sandoval?

      – Es tan hermosa como lo era en otro tiempo la duquesa de Gandía, tan viva como ella, y tuvo la fortuna ó la desgracia de encontrarse una noche á obscuras en El Escorial con el duque de Osuna, como doña Catalina en el alcázar con…

      – Pero tío Manolillo, vamos á cuentas: ¿vos sois el bufón del rey, ó el mochuelo del alcázar?

      – De todo tengo. Siempre me han salido al paso los enredos.

      – Como á mí.

      – Si ya os lo dije: nos parecemos mucho. Pero continúo con mi suposición: supongamos que con tales antecedentes sale una noche la señora condesa de Lemos en una litera por un postigo de su casa muy encubierta, y que yo, por casualidad, paso por la calle y veo aquello; que al ver aquello me acuerdo de lo otro que oí por casualidad, ajusto la cuenta por los dedos, entro en curiosidad de saber en lo que quedará la aventura, y me voy detrás de la litera y de los hombres que la acompañan; que así andando, andando, y recatándome, amparado de una noche obscura, sigo á la litera por espacio de cinco leguas, y entro tras ella, recatándome siempre en un lugar… supongamos que aquel lugar es Navalcarnero; que la litera se para delante de una casa y sale la condesa de Lemos muy tapada y se obscurece en la casa, cuya puerta se cierra en silencio; que yo me quedo á la mira, y á las dos noches después, vacilante y trémula, veo salir de nuevo á la señora condesa muy tapada, que se mete en la litera, y que la litera sale del pueblo y toma el camino de Madrid. Que yo me quedo aún en el pueblo, y que á los tres días se bautiza solemnemente un niño. Aunque me digan frailes franciscos que aquel niño es hijo de matrimonio, y que es hijo de Juan Lanas y de su mujer, yo diré siempre, aun cuando pasen muchos años: ese tal no se llama Juan Lanas, ó no debe llamarse, sino Juan de Quevedo y Sandoval.

      – ¡Ah! bribón redomado – exclamó Quevedo – , gato sin sueño, hurón de secretos; guardad por caridad el que habéis pescado esta noche, que ridículo fuera negároslo, y decidme por caridad también: ¿era ya pieza mayor del alcázar cuando en él andaba mi señor, el conde de Lemos?

      – No abundan los Quevedos, hermano, y necesario era uno para que la buena doña Catalina dejase de ser coto cerrado, como fué necesario todo un duque de Osuna, con toda su audacia, para que la buena doña Juana de Velasco añadiese á su descendencia un bastardo. Pero lo gracioso es que doña Juana de Velasco no sabe quién es el padre de su hijo incógnito; ni el nombre del dueño de la casa en donde tapada y rebujada la metieron en Navalcarnero; que, en una palabra, le parece un sueño su encuentro con un hombre audaz en una galería del palacio del Escorial, á punto que por un celo exagerado iba á avisar á la infanta doña Catalina, de que acababa de llegar un jinete con la nueva de que el mar y los vientos habían vencido á la armada Invencible; un soplo malhadado mató la bujía de que iba armada la duquesa, y el duque de Osuna, que acudía al lado del rey, que estaba en el coro, se dió un tropezón con ella. De modo que, si el viento no destruye á la Invencible, y si otro soplo de viento no mata la luz de doña Juana de Velasco, Juan… Montiño no existiría.

      – Y si vos no estuviérais en todas partes, no sabríais ese secreto endiablado de hace veintidós años, ni este otro secreto reciente… Os pido por caridad, hermano bufón, que calléis, que calléis como habéis callado acerca del secreto de la duquesa… y como nos embrollamos y nos revolvemos, bueno será que volvamos á buscar el hilo. Decíamos…

      – Justo, decíamos á propósito de si el rey era pieza mayor ó menor…

      – A propósito de eso habíamos ido á dar en don Rodrigo, y á propósito de don Rodrigo, en ese mancebo que ha entrado secretamente en el cuarto de la reina. Decíamos, ó decía yo, que está enamorado como un loco de la dama que le ha metido en el lance; pero él no conoce á esa dama…

      – ¿Que no la conoce y está enamorado?

      – Cosas de mozos; se ha enamorado á bulto.

      – Pues mirad: ha acertado en enamorarse, porque eso tiene ahorrado para cuando la vea el semblante.

      – ¿Pero quién es ella? ¿habremos tropezado con otra pieza mayor?

      – No por cierto; se trata de una doncella