El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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no es su letra! ¿Y cómo lo sabes tú?

      – Como que me ha escrito más de una y más de tres cartas de amor. Pero yo he sido más cauta. He tomado las cartas, pero ni las he contestado, ni las he creído.

      – ¿Y estás segura de que esa no es la letra de don Rodrigo?

      – Segurísima; como que la primera carta que me dió, se la vi escribir en la sala de las Meninas un día que estaba de guardia.

      – Bien, no importa – dijo la reina.

      – Sí; sí, por cierto – dijo doña Clara – ; importa demasiado, y cuando se está en una lucha tan peligrosa como la que vuestra majestad sostiene con ese miserable, es necesario no dejar pasar nada desapercibido. No, no está escrito este memorial de su mano, y siendo tan importante lo que en este memorial se contiene, indica que hay otro traidor desconocido que sabe los secretos de vuestra majestad.

      La reina se puso levemente pálida.

      – Dios nos ayudará, sin embargo – dijo – , como ya ha empezado á ayudarnos procurándonos á ese joven, que indudablemente es leal.

      – Y amigo de don Francisco de Quevedo… que está en la corte.

      – Pues bien; nos valdremos de don Francisco por medio de ese joven, que pronto será también de palacio y además está enamorado como un loco de ti y con razón…

      Doña Clara se puso encendida.

      – Además – dijo la reina, que había quedado pensativa – ; podemos contar con otra persona más importante de lo que parece…

      – ¡Una persona importante!

      – Importantísima.

      – ¿Y quién es esa persona?

      – Ven, ven – dijo la reina – , trae una bujía.

      Y marchando delante de doña Clara, fué á su dormitorio.

      – Aquí hay una puerta – dijo la reina señalando un lugar de la tapicería.

      – Muy oculta debe de ser – dijo doña Clara – , porque no se conoce.

      – Sin embargo la hay, y explica cómo han podido entrar hasta aquí las misteriosas cartas que me avisaban secretos graves, que me ponían al corriente de lo que pasaba en el cuarto del rey; en que me proponían, por último, el castigo de Calderón.

      – ¿Y cómo ha descubierto vuestra majestad esa puerta?

      – Cuando esta mañana encontré sobre la mesa la carta que viste en que se me avisaba que don Rodrigo llevaba siempre sobre sí mis cartas, y se me ofrecía darme esas cartas por mil y quinientos doblones, me propuse averiguar quién era el que de tal modo, burlando el particular interés de la duquesa de Gandía y la presencia de la servidumbre, lograba penetrar hasta mi dormitorio. Cuando tú saliste esta noche en busca de los mil y quinientos doblones, con pretexto de recogerme en el oratorio, mandé á la duquesa que me dejase sola: entonces apagué las luces del dormitorio, y con una linterna preparada me escondí detrás de las colgaduras del lecho. Pasó bien media hora, y ya empezaba á impacientarme cuando sentí pasos. Preparé la linterna. Pero la persona que se acercaba traía luz: entró precipitadamente en el dormitorio, y miró con avidez: era la duquesa de Gandía, que siguió adelante y entró en el oratorio. Poco después salió pálida, aterrada, murmurando: ¡Dios mío! ¿dónde está la reina?

      – ¡Ah! ¡señora! ¡ha estado perdida vuestra majestad para la camarera mayor!

      – ¡Oh, sí! y me alegro, me alegro, porque se ha llevado un buen susto.

      – Susto del que ha salido, porque al fin ha parecido su majestad… ¡acostada!

      – Sí, sí, lo que no ha contrariado poco á la buena doña Juana por su torpeza en no mirar el lecho. Pero no hablo yo de ese susto, sino de otro mayor.

      – ¡De otro mayor!

      – Sí por cierto: á poco de haber salido la duquesa, volvió á entrar más pálida y más conmovida, fijó una mirada cobarde en el lecho y volvió á repetir, ¿Dónde está la reina? ¡no parece su majestad! ¿qué es esto, Dios mío? Si yo hubiera estado en una situación menos ambigua que escondida tras el cortinaje, hubiera salido, dejando para otra ocasión mi acechadero, me hubiera dado á luz y me hubiera reído del terror de la duquesa; pero un no sé qué me retuvo inmóvil. Oí á la duquesa murmurar algunas frases acerca de lo que se cuenta en las apariciones en el alcázar de la desgraciada Isabel de Valois, y de repente sonó un portazo; cayóse el candelero de las manos de la duquesa, quedó el dormitorio á obscuras, y oí una voz de hombre que amenazaba á la duquesa con revelar no sé qué secretos suyos si no callaba acerca de lo que sucedía. La duquesa dió un grito y huyó. Luego oí pasos recatados sobre la alfombra en dirección á la mesa. Entonces, encomendándome á Dios, salí de mi escondite y abrí la linterna. Vi un hombre, y en la tapicería una puerta abierta, una puerta que yo no conocía: aquel hombre cayó de rodillas á mis pies. Aquel hombre era… el hombre más despreciado de palacio, el tío Manolillo: el loco del rey.

      – ¡Ah! ¡el loco de su majestad! – exclamó doña Clara – ; ¿y ese hombre era el autor de las cartas que aparecían tan misteriosamente?

      – Sí.

      – Y al verse cogido…

      – Se repuso, y me dijo con su acostumbrada insolencia de bufón:

      – He aquí un loco cogido por una loca; porque tú, mi buena señora, hace mucho tiempo que estás haciendo locuras. ¿Qué te va á ti en que España se pierda ó se gane, y en que el rey no haga de ti tanto caso como de su rosario? En cuanto á lo uno, allá se las compongan ellos, que quien sufre los palos, merecidos los tiene; y en cuanto á lo otro, alégrate: así el rey mi amigo no se hubiera acordado de ti.

      – ¿Son tuyas las cartas que he encontrado sobre esa mesa?

      – Mías han sido hasta que han sido tuyas.

      – ¿Y cómo sabes tú que don Rodrigo?..

      – ¡Bah! don Rodrigo es muy hablador; no quiere que se le entorpezca la lengua, y la usa de punta y de filo: por lo mismo, te he aconsejado ya, reina mía, que le tratemos de filo y de punta.

      – ¿Cómo sabes tú que existen esas puertas?

      – ¡Bah! es un cuento muy largo; dejémoslo para cuando el rey se ocupe de las cuentas de su rosario.

      – ¡Tú quieres escapar!

      – ¡Y vaya si quiero! como que yo y tú, mientras yo esté aquí, estamos en una ratonera.

      – ¿Pero no me explicarás?..

      – Sí, otro día, más despacio: por ahora lo que importa es que busques los mil y quinientos doblones que vale Calderoncillo, y que salgamos de él… créeme, mi buena señora: Dios es justo, y como se valió de un muchacho para matar á un gigante, se vale de dos locos para matar á un gran pícaro. Nada temas. Si el rey no es torpe, vendrá esta noche por esta misma puerta á visitarte.

      – ¡El rey! – le dije.

      – Sí, señora, el rey; y por cierto que te le hemos puesto blando como un guante; el padre Aliaga, que es muy amigo tuyo y muy bendito hombre, y yo, que soy un loco muy hombre de bien: conque hermana reina, quédese en paz y créame, y déjeme ir, y sobre todo, los mil y quinientos… y cuenta que no los das por la vida de don Rodrigo, sino por la tuya.

      Y se me escapó, huyendo por la puerta que se cerró tras él.

      – ¡Así anda todo! – dijo doña Clara – : cuando un reino está sin cabeza…

      La reina frunció un tanto el bello entrecejo.

      – El rey es al fin el rey – dijo Margarita con un tanto de severidad.

      – Pero cuando sirve de escudo á traidores…

      – Dará cuenta á Dios.

      – Y al mundo,