El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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cosa es imposible. Pero abreviemos, que ya es tarde. Tomad esta carta y llevadla á quien dice en la nema.

      – «Al confesor del rey, fray Luis de Aliaga. – De palacio. – En propia mano» – leyó el joven.

      – ¿Y en qué convento mora el confesor de su majestad?

      – En el de Nuestra Señora de Atocha… extramuros… ¡ah! y no me acordaba… esperad, esperad un momento.

      Y la dama salió y volvió al poco espacio con otro papel.

      – Tomad: es una orden para que os abran el portillo de la Campanilla, que da al convento de Atocha; bajad á la guardia, buscad al capitán Vadillo y mostradle esta orden; él os acompañará y hará que os abran el postigo, y seguirá acompañándoos hasta Atocha; una vez en el convento, preguntad por el confesor del rey y mostrad el pliego que os he dado; seréis introducido. Ahora bien; como en vez de ser canónigo ó alcalde, queréis ser soldado, decid al padre Aliaga que deseáis ser capitán de la guardia española del rey.

      – ¡Capitán á mi edad, cuando mi padre pasó toda su vida sirviendo al rey para serlo!

      – ¡Ah! ¡vuestro padre no ha sido más que capitán! – dijo con un acento singular la dama, fijando una mirada insistente en Montiño – . Yo creía que fuese más. Pero no importa; si vuestro padre tardó en ser capitán, en cambio vuestro padre no hizo, de seguro, al rey un servicio tal como el que vos le habéis hecho esta noche, porque sirviendo á la reina habéis servido al rey y á España. Decid, pues, á fray Luis de Aliaga que deseáis ser capitán de la guardia española del rey.

      – Pero… yo no pedía tanto.

      – Se os manda… se necesita que seáis capitán – dijo severamente la dama.

      – ¡Ah! ¡de ese modo!

      – Id, pues.

      – Una palabra.

      – ¡Qué!

      – ¿Sois dama de la reina?

      – No, soy su menina.

      – ¡Ah! su menina… y vuestro nombre, vuestro adorado nombre.

      – Doña Clara Soldevilla, hija de Ignacio Soldevilla, coronel de los ejércitos del rey – contestó la dama.

      – ¡Ah! no en vano os llamáis Sol…

      – Pero concluyamos, caballero. Vos tenéis que ir á Atocha. Yo me he detenido ya demasiado.

      – Adiós, pues – dijo Juan Montiño, tomando una mano á doña Clara y besándola.

      Y se dirigió á la salida.

      – Esperad, están cerradas las puertas – dijo doña Clara, tomando una bujía y precediéndole.

      Abrió en silencio dos puertas, y al abrir la exterior, Juan se volvió y quiso hablar, como si le costase un violento sacrificio separarse de doña Clara.

      – Es tarde… adiós, señor capitán, adiós. Hasta otro día – dijo doña Clara, y cerró la puerta.

      – ¡Hasta otro día! – exclamó el joven – . Noche será para mí y noche obscura el tiempo que tarde en volveros á ver, doña Clara. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! no sé si alegrarme ó entristecerme con lo que me sucede.

      Y Juan Montiño tiró la galería adelante, bajó unas escaleras y se encontró en el patio, y poco después, dirigido por un centinela, en el cuerpo de guardia, donde, habiendo hecho llamar al capitán Vadillo, le mostró la orden.

      – Aquí me mandan que os acompañe al monasterio de Atocha – dijo el capitán, que era un soldado viejo – . En buen hora; dejadme tomar la capa y vamos allá, amigo.

      Poco después, el joven y el capitán cruzaban las obscurísimas calles de Madrid.

      CAPÍTULO XII

      LO QUE HABLARON LA REINA Y SU MENINA FAVORITA

      Doña Clara entró en una pequeña recámara magníficamente amueblada. En ella, una dama joven y hermosa, como de veintisiete años, examinaba con ansiedad, pero con una ansiedad alegre, unas cartas.

      Aquella dama era la reina Margarita de Austria, esposa de Felipe III.

      – ¡Oh, valiente y noble joven! – dijo la reina – : Dios nos lo ha enviado. Clara, sin él, ¿qué hubiera sido de mí?

      – Dios, señora, jamás abandona á los que obran la virtud, creen en él y le adoran.

      – ¡Oh, mandaré hacer en cuanto tenga dinero para ello, una fiesta solemne á Nuestra Señora de Atocha y la regalaré un manto de oro! ¡Oh, bendita madre mía, si yo no tuviera estas cartas en mi poder!

      Y los hermosos ojos de la reina se llenaron de lágrimas.

      – Por estas cartas hubiera yo dado mi vida – añadió – . Y dime, Clara, al saber que yo ansiaba tanto tener esas cartas, ¿no has sospechado de mí?

      – He sospechado – dijo Clara sonriendo y fijando una mirada de afecto en la reina – , he sospechado que vuestra majestad, arrastrada por su buen corazón, por su virtud, por el deber que tiene de velar por los reinos de vuestro esposo, no había meditado bien, no había estudiado al hombre en quien había depositado su confianza, y se había comprometido por imprevisión.

      – Explícate, explícate, por Dios, Clara.

      – ¿Qué explicación se necesita? esas cartas… estoy segura de ello, son citas á don Rodrigo Calderón; citas, no ciertamente de amor, pero que tal vez puedan parecerlo.

      – Yo no te había hablado nada de estas cartas; hasta hoy no te había dicho nada de mis secretos hasta que he necesitado recobrar estas cartas, pero han venido á tus manos… ¿las has leído?

      – ¡Señora! – exclamó con el acento de la dignidad ofendida doña Clara.

      – Pues bien, léelas.

      – ¡Ah, no; no, señora! – dijo la joven rechazando con respeto las cartas que le mostraba la reina.

      – Te mando que las leas – dijo con acento de dulce autoridad Margarita de Austria.

      Doña Clara tomó cuatro cartas que le entregaba la reina, abrió una y se puso á leerla en silencio.

      – Lee alto – dijo la reina.

      Doña Clara leyó:

      «Venid esta noche á las dos; yo os esperaré y os abriré. No faltéis, que importa mucho. —Margarita.»

      – Otra – dijo la reina.

      «Os he estado esperando y no habéis venido; ¿en qué consiste esto? ya sabéis cuánto me importa que vengáis. Os ruego, pues, que no me obliguéis á escribiros otra vez. Venid por el jardín á las doce y encubierto. —Margarita.»

      – Otra – repitió la reina con acento grave.

      – Es urgente, urgentísimo, que vengáis esta noche; os espero con impaciencia. Nada temáis contando conmigo; atrevéos á todo. Esta noche, á la una, hablaremos más despacio. Venid. —Margarita.»

      – La última – dijo la reina con acento opaco.

      «Lo que me pedís es imprudente. Decís que nuestras entrevistas son peligrosas en palacio. Desde el momento conocí el peligro. Pero me interesaba demasiado veros, oíros, hacerme oír de vos, tratar con vos de lo que tanto importa á mi dignidad como mujer, á mis deberes como reina y como esposa, y no he vacilado un punto, confiada de vuestra lealtad. Pero me exigís que salga fuera de palacio, y esto no lo haré jamás. Yo podría justificar, en un caso desgraciado, vuestra presencia en mi recámara; ¿pero cómo podría justificar mi ausencia de palacio, si por desgracia se notaba, ó mi presencia en un lugar extraño si un accidente cualquiera me descubría? Renunciad á ese peligrosísimo medio, y venid; seguid confiando en mí. —Margarita.»

      – Quema esas