– Me llevó á un lugar donde me ocultó y me dijo: ese es el postigo del duque de Lerma; por ahí saldrá probablemente don Rodrigo Calderón; espérale, mátale, y quítale las cartas que comprometen á su majestad.
– ¿Pero cómo ha sabido vuestro tío?..
– Lo ignoro.
Quedóse por un momento profundamente pensativa la dama.
– Yo creía no volveros á ver – dijo – , y si os dí como prenda mía una sortija, por la cual no podíais reconocerme, fué por concluir con vuestras importunidades. Yo esperaba que no me volvieréis á ver, porque vivo muy retirada. Pero cuando de tal modo os habéis equivocado…
– ¡Oh! ¡dichoso yo, si no sois su majestad!
– ¿Por qué?
– Porque si fuérais su majestad… ¡oh! ¡Dios mío! moriría de una manera doble… y perdonadme, señora… pero necesito hablaros de mi amor por la última vez: si sois la reina, mi lealtad, mi deber, me obligan á sufrir, á callar, á guardar para mí solo este amor que yo no he buscado… y luego, ¡al veros de otro hombre!.. ¡casada!.. ¡oh, Dios mío!..
– ¿Pero es posible que me améis de tal modo?..
– Vuestra hermosura… la ocasión en que os vi… la aventura que sobrevino… yo no sé, señora, no sé por qué os amo; pero sé y os lo digo por la última vez, que este amor, que ha sido el primero para mí, será también el último.
Hizo un movimiento de impaciencia la dama.
– ¿De modo que – dijo – si no me descubro, dudaréis acerca de mí? ¿es decir, dudaréis acerca de si yo soy la reina ó una dama particular?
– Y si no sois su majestad; si, como me habéis dicho al principio de la noche, no tenéis esposo ni amante, ¿por qué os obstináis en no descubriros?
– Porque quisiera que se os pasase esa mala impresión, que por mi desdicha os he causado en sólo un momento que me habéis visto; porque no quiero que alentéis ninguna esperanza.
– ¡Ah! pues entonces, permitidme dudar…
– No dudéis, pues – dijo la dama echando atrás el manto, y dejándose ver á Juan Montiño.
– ¡Ah! – exclamó el joven – ; ¡sí, vos sois el hermoso sol que me deslumbró!
Y cayó de rodillas, como quien adora, á los pies de la dama.
– Dejáos, dejáos de niñerías – dijo ella – ; tal vez nos observan; alzáos, y hablemos aún algunas palabras… pero no de amor. ¿Estáis ya seguro de que no soy la reina?
– Sí, sí; estoy seguro de ello – exclamó con entusiasmo el joven – ; aunque no conozco á su majestad; porque estoy segurísimo que la reina no es tan joven ni tan hermosa. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿y no me amaréis?
– Ya os he dicho que no me habléis de amor. Vuestro amor sería una locura… es imposible.
– Porque vuestro corazón me rechaza…
– No, no precisamente por eso… mi corazón ni os acoge ni os rechaza… pero… os lo repito… nuestros amores son imposibles.
– Habéis dicho nuestros amores.
– He querido decir – contestó con impaciencia la dama – que el logro de vuestros amores es imposible.
– Os disgusto y lo siento.
– Pues bien, no me habléis más de amor.
– Callaré; pero una palabra, una sola palabra: ¿no podré veros?
– Siendo como sois sobrino del cocinero mayor del rey, y viniendo como vendréis por esta razón, con frecuencia, á palacio, me veréis de seguro.
– ¿Pero vos no haréis nada porque yo os vea?
– No – respondió fríamente la dama.
– ¡Ah! perdonad, señora.
– Estáis perdonado; ahora sepamos: ¿habéis muerto á don Rodrigo Calderón?
– No lo sé, señora; sólo sé que le he tirado á muerte.
– ¿Os ha conocido don Rodrigo?
– No lo sé, porque un hombre me seguía.
– ¿Os acompañaba alguien?
– Sí… sí… señora – dijo vacilando Montiño.
– ¿Quién os acompañaba?
– Don Francisco de Quevedo.
– ¡Ah! ¿está don Francisco en la corte? – exclamó con precipitación la dama.
– Creo que, como yo, ha llegado á ella esta noche.
– Y… ¿sois amigo de don Francisco?..
– ¡Oh! ¡sí! y débole tanto, como que me ha dicho que me ha recomendado al duque de Osuna, y que el duque de Osuna le ha encargado que me busque y me lleve consigo á Nápoles.
– ¡Ah! ¡el duque de Osuna!
Y la dama miró con una profunda atención á Juan Montiño, y se puso pálida; pero sobreponiéndose añadió:
– Y decidme, ¿estaba con vos don Francisco cuando reñísteis con Calderón?
– Tan conmigo estaba, que reñía al mismo tiempo con otro hombre que sin duda servía á don Rodrigo.
– ¿Sabe don Francisco lo de las cartas?
– ¡Ah! no, señora; por mi boca no lo sabe nadie más que vos.
– Permitidme que os lo pregunte otra vez. ¿No habéis leído esas cartas?
– Por mi honra de hidalgo y por mi fe de cristiano, señora, bastaba con que yo supiese que esas cartas eran de su majestad, para que yo no pusiese en ellas los ojos.
– Esperad, esperad un momento, caballero – dijo la dama.
– Esperaré cuanto queráis.
– Vuelvo al punto.
La dama tomó la cartera y el brazalete de sobre la mesa, desapareció por la puerta de los tapices, y estuvo gran rato fuera dando tiempo con su tardanza á que Juan Montiño, yendo y viniendo en su imaginación con todo lo que le acontecía, con todo lo que sentía y con la noble, dulce y resplandeciente hermosura de la incógnita, acabase de volverse loco.
Al fin la dama apareció de nuevo.
Traía una carta en la mano, y en el semblante la expresión de una satisfacción vivísima.
– Su majestad – dijo – os agradece, no como reina, sino como dama, lo que habéis hecho en su servicio; su majestad quiere premiaros.
– ¡Ah, señora! ¿no es bastante premio para mí la satisfacción de haber servido á su majestad?
– No, no basta. Sois pobre, no necesitáis decirlo…
– Sí, pero…
– Dejémonos de altiveces… recuerdo que me dijísteis que érais ó habíais sido estudiante en teología… pero que os agradaba más el coleto que el roquete.
– ¡Ah! sí, señora, es verdad; soy bachiller en letras humanas, y licenciado en sagrada teología y leyes.
– Y bien, ¿queréis ser canónigo? – dijo la dama mirando á Juan Montiño de una manera singular.
– Si soy canónigo no puedo alentar la esperanza de que por un milagro seáis mía.
– Dejemos, dejemos ese asunto… ya que no queréis ser canónigo… ¿os convendría ser alcalde?
– ¡Oh! tampoco; soldado