La dama se detuvo y abrió con llave una puerta.
Pasaron y la dama tornó á cerrar.
Y siguieron adelante.
– ¡Oh! ¡vuestras espuelas! – exclamó – ¡nos hemos olvidado de que os las quitáseis!
– Pues me las quitaré – dijo Montiño.
– No, no, seguid adelante; en esta galería no podemos detenernos; ¡oh Dios mío!
Y la dama siguió andando de prisa.
Al cabo de un buen espacio de marcha por habitaciones obscuras y sonoras, la dama se detuvo y soltó la mano de Montiño.
– ¡Ah! – dijo el joven.
– Hemos llegado – contestó ella.
Y sonó una llave en una cerradura, se abrió una puerta.
Al fondo de una habitación, al través de la puerta de otra, vió Montiño el reflejo de una luz.
Vió también que la dama que hasta allí le había conducido, estaba tan envuelta en su manto como cuando la encontró en la calle.
– Entrad – dijo la dama.
Montiño entró.
– Esperad aquí – repitió la dama.
Montiño se detuvo junto á la puerta.
La tapada adelantó rápidamente, atravesó la puerta por donde penetraba el reflejo de la luz, y luego Montiño oyó el ruido de dos llaves en dos puertas distintas.
Luego la dama se asomó á la segunda puerta, y dijo:
– Pasad, caballero.
Montiño pasó.
Y entonces, por la parte de afuera de la puerta, se oyó una voz ronca que dijo:
– ¿Quién será ese hombre con quien ella se encierra? Yo no lo creyera á no verlo. ¡Las mujeres! ¡las mujeres!
Y luego se oyeron unos tardos pasos que se alejaban.
Entre tanto Montiño, siguiendo á la dama tapada siempre, había atravesado dos hermosas cámaras alfombradas, amuebladas con riqueza, en muchos de cuyos muebles, reparados al paso por el joven, se veían las armas reales de España y Austria.
Al fin la dama se detuvo en una cámara más pequeña.
Sobre una mesa había un candelero de plata con una bujía, única luz que iluminaba la cámara, y junto á la mesa un sillón de terciopelo.
– Sin duda que comprendéis por qué os he llamado – dijo con severidad la dama.
Juan Montiño, que se había descubierto respetuosamente dejando ver por completo su simpático y bello semblante y su hermosa cabellera rubia, sacó en silencio de un bolsillo de su jubón el brazalete real de que se había apoderado y que en tantas confusiones le había metido, y le entregó á la dama.
– ¡Ah! – exclamó ésta tomándole con ansia.
– Habíais dudado de mí, señora – dijo Montiño con acento de dulce reconvención.
– Habéis hecho mal, prevaliéndoos de la casualidad que puso entre mis manos esta joya.
– Perdone vuestra majestad… – dijo el joven, y la dama no le dejó tiempo de concluir.
– ¡Mi majestad! – exclamó con asombro, volviendo con terror el rostro á una puerta cubierta con un tapiz.
– Creed, señora – dijo Juan Montiño, que vió una afirmación en la sorpresa, en el cuidado, casi en el terror de la tapada – , creed, señora, que nada exponéis, nada, con quien es hijo de un hombre que ha vertido su sangre por sus reyes… y mi lealtad y mi respeto hacia vuestra majestad…
– ¡Pero esto es horrible! ¡me creéis la reina!
– Llevábais en el brazo esa joya que tiene las armas reales de España.
– ¿Conocéis á… la reina?
– Ya dije á vuestra majestad…
– Dejáos de importunas majestades – exclamó la dama con un acento en que había angustia, mirando de nuevo á la puerta cubierta por el tapiz – ; tratadme lisa y llanamente como á una dama honrada, y concluid. ¿Ha visto alguien esta joya?
– ¡Señora! – exclamó con el acento de un hombre profundamente ofendido Montiño.
– Perdonad, pero fuísteis atrevido é imprudente…
– Yo creía que érais otra mujer… una dama principal y nada más, y quise que me quedase algo vuestro por donde pudiera encontraros. Cuando vi esa joya, ya no tenía remedio… ya habíais desaparecido… entonces me pesó haberos hecho escuchar…
– ¿Palabras de amor?.. – dijo riendo la dama, que se tranquilizó porque en la turbación, en las miradas del joven había comprendido su alma.
– Os ruego otra vez que me perdonéis.
– ¡Pero, caballero, si no me habéis ofendido! únicamente me habéis dado un susto horrible, porque había quedado en vuestro poder esta joya y yo no os conocía. Ni vos ni yo hemos tenido la culpa de lo que ha sucedido – añadió la dama volviéndose de nuevo á la puerta de los tapices – ; yo me vi obligada á ampararme de vos, y vos, que por una circunstancia casual me habíais visto, y habíais dado en el capricho de enamoraros de mí…
– ¡Señora!
– Os hablo así porque no soy la reina.
– Y entonces, ¿por qué no os descubrís?
– Ni puedo, ni debo.
– Pues permitidme que dude.
– Venid acá, testarudo y niño: ¿creéis que la reina os hubiese dado como prenda la sortija que os dí?
– Por deshaceros de mis importunidades.
Hizo un movimiento de impaciencia la tapada.
– ¿Pero cabe en quien tenga razón que su majestad salga de palacio, de noche y sola, y se ampare de cualquiera, y charle con él, y tenga, casi casi, una aventura?
– Cuando la causa es grave… cuando una reina está á punto de ser horriblemente calumniada…
– ¿Qué decís?..
– No tembléis señora – dijo Montiño desnudando su daga sangrienta y mostrándola á la dama.
– ¿Y qué es eso?
– Sangre de don Rodrigo Calderón.
– ¡Ah! – exclamó con alegría la dama.
– Sí; la reina estaba amenazada.
– ¿Amenazada? ¿insistís en que yo soy… la reina?
– ¿Creéis acaso que he herido ó muerto á don Rodrigo cuando le detuve para que no os siguiese? Entonces le desarmé.
– ¿Pues cuándo le habéis herido?
– Hace media hora; cuando salía don Rodrigo de casa del duque de Lerma; era preciso quitarle unas cartas…
– ¿Unas cartas?
– Tomad, señora – dijo Montiño, sacando una cartera de terciopelo blanco bordado de oro, sobre la cual se veían manchas de sangre fresca.
La tapada abrió la cartera, sacó de ella un paquete de cartas y las contó.
Contó seis.
– Eran cuatro – dijo – , y éstas… del conde de Olivares… del duque de Uceda.
Juan Montiño no pudo entender estas palabras que la dama había murmurado.
Luego reunió aquellas cartas, las guardó