El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
Серия:
Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
isbn:
Скачать книгу
he guardado porque os estimo.

      – Tan acertado andáis en mostrar vuestra estimación, como en gobernar el reino.

      – ¿Pues no decís que en vez de gobernar soy gobernado? ¿no me habéis fulminado uno y otro romance, una y otra sátira, tan poco embozadas, que todo el mundo al leerlas ha pronunciado mi nombre? ¿no os habéis declarado mi enemigo, sin que yo haya dado ocasión á ello, como no sea en estorbar vuestros galanteos con mi hija?

      – ¡Ah! ¡es verdad! nos habíamos olvidado de doña Catalina; hablado habemos de memoria; nos perdemos y acabaremos por no decir dos palabras de provecho, desde ahora hasta la fin del mundo, si hasta la fin del mundo habláramos. ¡Vuestra hija! ¡pobre mujer! ¿y sabéis que yo no escribiría por nada del mundo contra vuestra hija?

      – ¿Tan bien la queréis?

      – Se me abren las entrañas por todos los poros.

      – ¡Ay! ¿y mi hija?..

      – Es la mujer más pobre de corazón que conozco.

      – Pues yo creía…

      – ¡Pues! vos creéis en todo lo que no es, y de todo lo que es renegáis.

      – Quisiera entenderos.

      – Pues entendedme: vos creéis á vuestra hija una mujer, y vuestra hija es una niña; vos la creéis contenta, y vuestra hija llora; vos la creéis feliz, y vuestra hija es desdichada; vos al casarla con vuestro sobrino, creísteis hacer un buen negocio… ¡bah! don Francisco; vos que lo primero que veis en mí son las antiparras, no sentís las antiparras que tenéis montadas sobre las narices, y sin las cuales no veis nada; antiparras que vienen á ser para vos las antiparras del diablo, que todo os lo desfiguran, que todo os lo mienten, que os abultan las pulgas y os disminuyen los camellos; para vos, á causa de esas endiabladas antiparras, lo falso es oro, todo lo que es aire cuerpo, todo lo que es cuerpo aire. Yo os daría un consejo;

      – ¿Cuál?

      – Hacéos sacar del cuerpo los malos, y cuando os los hayan sacado entonces hablaremos; entonces veremos si yo os sirvo á vos, ó si vos me servís á mí.

      Y Quevedo se levantó en ademán de irse.

      – Esperad, esperad, don Francisco; os necesito aún.

      – ¡Ah! ¿con que aún no me suelta?

      – Nunca habéis estado más libre que ahora.

      – Pues mirad, nunca me he sentido más preso.

      – Veo que vuestra enemistad hacia mí es cruel.

      – ¡Bah! desengañáos; yo no tengo un enemigo en quien no temo.

      – Preso os he tenido dos años.

      – No, más bien me he estado yo dos años preso.

      – Mucho confiáis en vuestro ingenio.

      – Yo más en el vuestro.

      – Pero si yo no le tengo.

      – Sí por cierto, tenéislo… para hacer lo que nos conviene.

      – Ponderan mi lisura y mi paciencia…

      – Pues se engañan. Ni sois liso ni agudo, y en cuanto á lo de paciencia…

      – Téngola, puesto que me estáis desesperando, y…

      – Os estoy leyendo.

      – Concluyamos de una vez, don Francisco: yo os tengo en mucho, y si os he tenido preso no ha sido porque no me servíais á mí, sino porque no sirviéseis á otros.

      – Yo sólo sirvo á Dios.

      – Y al duque de Osuna.

      – Es lo que nos queda de grande y noble, porque algo de noble y grande quede en España. Sirviendo al duque sirvo á Dios, porque sirvo á la justicia y al honor.

      – O porque sirviéndole, os servís á vos mismo. ¿Qué habéis visto en Girón, que os haga creer que es más grande que Lerma?

      – Que Girón es grande sin decirlo, y vos, llamándoos grande, sois pequeño.

      – ¿Qué queréis, don Francisco, qué deseáis? ¿con qué noble premio se os puede comprar?

      – ¿Queréis que sea vuestro amigo?

      – ¡Oh don Francisco! me llamáis ciego, y sin embargo, no reparáis en que os veo levantaros delante de mí como un gigante, y os respeto; no comprendéis que os aprecio en cuanto valéis, y que sé que con vuestra ayuda nada temería: lo emprendería todo, continuaría los tiempos de esplendor de España…

      – Me estáis ofreciendo moneda falsa.

      – Y vos me estáis desesperando.

      – Ya os he dicho que puedo ser vuestro amigo.

      – Hablad.

      El duque de Lerma se sentó y Quevedo volvió á sentarse también.

      – Voy á desembozar algunas palabras que os están haciendo sombra, y á empezar por mí desembozándome. Nací contrahecho; vos me desembozásteis por los pies, ya os lo dije; ni eché memorial para venir al mundo, ni venido quejéme de los malos pies con que en él entraba; pero si Dios me dió piernas torcidas, dióme alma recta; si pies torpes, ingenio ágil; si cabeza grande, llenóla de grandes pensamientos; os estoy hablando completamente desembozado, y pienso desembozaros para con vos mismo, porque lleguéis á ver claro, que, vos como sois, y yo como Dios ha querido que sea, hemos nacido para ir por camino diferente; yo bien me sé á dónde vais á parar; yo pararé donde Dios sabe.

      – Continuaré sacrificando mi vida á la grandeza de mi patria.

      – Y como habéis nacido para que todo os salga al revés de como pensáis, acabaréis hundiéndoos con España en un abismo.

      – ¿Creéis, pues, que estoy engañado?..

      – Si volvemos á las réplicas no acabaremos nunca.

      – Continuad.

      – Pretendieron mis padres que fuese docto. Alcalá me dió su ciencia, pero más la Universidad que se llama mundo. Cada mujer fué para mí un romance, cada hombre una sátira, cada día un maestro, cada año un libro. Díjome la historia que siempre ha habido tiranos y esclavos, y que la vanidad, y la codicia, y la soberbia han escrito con sangre sus anales; quise quitar la carátula á la verdad y se la quité á medias, porque lo que vi, me dió miedo de ver lo que ver no quise. Encerréme conmigo, y allá en mi encierro me siguió el mundo, y me siguieron mis pasiones. Amé: ¡nunca hubiera amado! porqué amé á vuestra hija.

      Hizo un movimiento de impaciencia Lerma.

      – Y vuestra hija me amó.

      Movióse con doble impaciencia el duque.

      – Y no fué mía porque no quise que lo fuese.

      – ¡Oh! exclamó con disgusto Lerma.

      – No podía serlo; para querida me daba lástima, para mujer ojeriza.

      – ¡Cómo!

      – Hubiéseis dicho qué me daba á trueque; á falta de riquezas y de títulos, servidumbre judaizante, adoración del oro; yo, que me precio de sangre limpia y de ser buen cristiano, díjeme todo espeluzno y todo escándalo de mí mismo cuando pasó por mí el vergonzante pensamiento de ser vuestro yerno: honra dejáronte tus padres, don Francisco; búrlaste de las busconas; no mates tu honra ni tu musa y buscón no seas; que cuando oro anda en medio de una mujer y un hombre, el mundo no ve el corazón, sino el talego; no el amor, sino la codicia; tragúeme, pues, mi amor, como me he tragado otras tantas cosas, y no queriendo deshonrar á vuestra hija haciéndola mía, no me casé con ella por no deshonrarme.

      El duque de Lerma no contestó una sola palabra; únicamente hirió una y otra vez con un movimiento nervioso la alfombra, con el tacón de su zapato.

      – Casásteisla entonces