– Vamos, pues de seguro no sabéis que el duque de Lerma es quien paga, y don Rodrigo Calderón quien goza.
– ¿Pero quién os dice tanto? – exclamó admirado Montiño.
– Ya sabéis que yo tengo muchos oficios.
– Demasiados quizá.
– Están los tiempos tan malos, señor Francisco, que para ganar algo es necesario saber mucho. Saben que sé muchas princesas, y una de ellas, conocida de la Dorotea, la encaminó á mí para que la sirviese. Dorotea quería un bebedizo.
– ¡Ah! ¡ah! ¡las mujeres! ¡las mujeres!
– Son serpientes, vos no lo sabéis bien, señor Montiño: como se les ponga en la cabeza doctorar á un hombre en la universidad de Cabra, aunque el amante ó el marido las encierren en un arca y se lleven la llave en el bolsillo, le gradúan.
Movióse impaciente en su silla el cocinero del rey, porque se le puso delante su mujer, que era joven y bonita.
– Pero á serpiente, serpiente y media. Cuando ella me pidió el bebedizo, me dije: podrá convenirme saber quién es el hombre á quien quiere esta muchacha entre tantos como la enamoran. Porque yo soy muy prudente, y sé que el saber, por mucho que sea, no pesa. Díjela que el bebedizo no podía producir buenos efectos si no se conocía á la persona á quien había de darse. Entonces la Dorotea, poniéndose muy colorada, me dijo – : El hombre que yo quiero que no quiera á ninguna mujer más que á mí es don Rodrigo Calderón – . Necesito saber cómo habéis conocido á don Rodrigo Calderón, la dije. – ¿Necesario de todo punto? – Ya lo creo; y si fuera posible hasta el día y la hora en que le vísteis por primera vez. – ¿Y si no lo digo no me daréis el bebedizo? – Os lo daré, pero si no sé de cabo á rabo cuanto os ha acontecido y os acontece con don Rodrigo Calderón, no os quejéis si el bebedizo no es eficaz. – Entonces la moza se sentó, y me confesó que había conocido á don Rodrigo cuando don Rodrigo fué á hablarla de parte del duque de Lerma; que se había enamorado de él, y don Rodrigo de ella. Que, en una palabra, el duque de Lerma paga y se cree amado, y don Rodrigo Calderón, que no la paga y á quien ella ama, la engaña amando á otra.
– ¡Ah!
– ¡Y si supiérais quién es esa otra, señor Francisco!
– Alguna cortesana que tiene tan poca vergüenza como don Rodrigo Calderón.
– Pues os engañáis, es la primera dama de España.
– ¿Por hermosa?
– No tanto por hermosa, aunque lo es, como por noble.
– ¡La dama más noble de España! ved lo que decís: cualquiera pudiera creer…
– ¿Que esa tan noble dama es la reina? ¿No es verdad? – dijo con una malicia horrible Cornejo.
– ¡La reina! ¡Su majestad! – exclamó dando un salto de sobre su silla Montiño.
– La misma, Su majestad la reina de España es la querida de don Rodrigo Calderón.
– ¡Imposible! ¡imposible de todo punto! ¡yo conozco á su majestad! ¡no puede ser! ¡creería primero que mi hija!..
– Vuestra hija podrá ser lo que quiera, sin que por eso deje de ser lo que quiera también la reina.
– ¡Pero la prueba! ¡la prueba de esa acusación, señor Gabriel! – dijo el cocinero del rey, á quien se había puesto la boca más amarga que si hubiera mascado acíbar – . ¡La prueba!
– He ahí, he ahí cabalmente lo que yo dije á la Dorotea: ¡la prueba!
– ¿Y esa mujerzuela tenía la prueba de la deshonra de su majestad?
– La tenía.
– ¿Pero qué tiene que ver esa perdida con la reina? ¿quién ha podido darla esa prueba?
– El duque de Lerma.
– Me vais á volver loco, señor Gabriel; no atino…
– No es muy fácil atinar. Pero dejadme que os cuente, sin interrumpirme, sin asombraros, oigáis lo que oigáis, y concluiremos más pronto.
– Y me alegraré, porque no me acuerdo de haber estado en circunstancias tan apremiantes en toda mi vida.
– Pues al asunto. Yo, que había hecho confesar á la Dorotea quién era la dama que la causaba celos, asegurándola que si no me contaba todas las circunstancias, sin dejar una, de su asunto, podría suceder que no fuese eficaz el bebedizo, me dijo en substancia lo siguiente – : Una noche don Rodrigo fué muy tarde á verme: al quitarse la ropilla, se le cayó de un bolsillo interior una cartera, que don Rodrigo recogió precipitadamente. Yo me callé, pero cenando le hice beber más de lo justo, acariciándole, mostrándome con él más enamorada que nunca. Don Rodrigo se puso borracho y se durmió como un tronco. Entonces me levanté quedito, fuí á la ropilla, tomé la cartera, la abrí, y encontré en ella cartas de una mujer; de una mujer que firmaba «Margarita.»
– Pero eso es muy vago… muy dudoso – dijo con anhelo Montiño – ; si la reina ha de responder de todas las cartas que lleven por firma Margarita…
– Oíd, señor Montiño, oíd, y observad que la Dorotea no es lerda.
– Cuando leí el nombre de Margarita, solo, sin apellido… sospeché, porque tratándose de don Rodrigo es necesario sospechar de todas las mujeres… sospeché que aquella Margarita que se dejaba en el tintero su apellido era… Margarita de Austria.
– Pero, señor, señor – exclamó todo escandalizado y mohíno el cocinero de su majestad – ; esa mujer tan vil, de cuna tan baja… esa perdida, ¿sabe leer?
– Como que es comedianta y necesita estudiar los papeles.
– ¡Ah! – dijo dolorosamente Montiño, cayendo desplomado de lo alto del que creía un poderoso argumento.
– Oigamos á la Dorotea, que aún no ha concluído – : Sospeché que aquella Margarita, que citaba misteriosamente á don Rodrigo, era la reina, y como no me atrevía á quedarme con una sola de las cartas, las miré, las remiré, hasta que fijé en mi memoria la forma de las letras de aquellas cartas, de modo que estaba segura de no engañarme si veía otro escrito indudable de la reina. El duque de Lerma me dará ese escrito – dije – , ó he de poder poco. Y volví á meter las cartas en la cartera, y la cartera en el bolsillo de donde la había tomado. Cuando se fué don Rodrigo, observé que de una manera disimulada, pero curiosa, se informaba de si la cartera estaba en su sitio, y cuando aquella noche vino el duque de Lerma, le recibí con despego, le atormenté, me ofreció como siempre alhajas, y yo… yo le pedí que me trajese un escrito indudable de la reina. Asombróse el duque, me preguntó el objeto de mi deseo, insistí yo, diciendo que era un capricho, y á la noche siguiente el duque me trajo un memorial en que se pedía una limosna á la reina, y á cuyo margen se leía: «Dense á esta viuda veinte ducados por una vez», y debajo de estas palabras una rúbrica. ¡Era la misma letra, la misma rúbrica de las cartas! no podía tener duda: la reina era amante de don Rodrigo Calderón.
– Pues señor – dijo Montiño – , á pesar de todo, os digo, señor Cornejo, que antes de creer en eso soy capaz de no creer en Dios.
– Sea lo que quiera; pero oíd y atad cabos: ya os he dicho que el tío Manolillo me preguntó cuánto dinero se necesitaba para despachar una persona principal, y que yo le dije que mil quinientos doblones, que el tío Manolillo no los tenía; que la Dorotea cree que don Rodrigo Calderón tiene cartas de amores de la reina… que está celosa… recordad bien esto.
– Sí, sí, lo recuerdo.
– Pues bien; esta noche una dama muy principal, á lo que parece, ha estado casa de mi comadre la señora María; la que tan honradamente vive con el escudero su marido el señor Melchor, que tan hermosa era hace veinte años, que sigue aumentando sus doblones, empeñando y prestando