El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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no, señor, es imposible, imposible de todo punto; yo estoy soñando ó me he vuelto loco. Ni creo esto ni lo de don Rodrigo Calderón. ¡Bah!¡blasfemia! es cierto que la reina no ama al rey, pero de esto á… á olvidarse de quien es… ¡Vamos, no puede ser!

      Y recordando luego cuanto había visto y oído, exclamaba:

      – Pero las mujeres, con corona ó sin ella, son siempre mujeres, capaces de hacer lo que ni aun se podría pensar.

      Al cabo terminaba su lucha con la siguiente conclusión:

      – Ello, al fin, no me importa tanto que me exponga á volverme loco devanándome los sesos: si mi sobrino, es decir, si ese joven que me cree su tío hace suerte… mejor, algo me alcanzará; si todo eso de la reina no es más que una equivocación, un enredo… mejor, mucho mejor, porque la reina será lo que yo creo que es y lo que debe ser. De todos modos, no pasará mucho tiempo sin que yo sepa la verdad. Entre tanto vamos á pasar una mala noche por ver á mi hermano, y no nos detengamos, ya que hay que saber otro secreto importante, porque la muerte no se espera á que uno despache sus negocios.

      Pensando esto entraba por la puerta de las caballerizas reales.

      – ¡Hola, eh! – dijo desde la puerta de una cuadra – ¡los palafraneros de guardia!

      Acudieron dos ó tres mocetones.

      – Al momento, al momento, para el servicio de su majestad, dos machos de paso que puedan andar cinco leguas en dos horas, y un mozo de espuela, que no se duerma y que no me extravíe.

      – Muy bien, señor Francisco Montiño – dijo uno de los palafreneros – ; cuando vuesa merced vuelva ya estarán las bestias y el mozo dispuestos para echar á andar.

      El cocinero mayor atravesó el arco de las caballerizas, la plaza de Armas, el vestíbulo y el patio del alcázar, se metió por un ángulo, por una pequeña puerta, empezó á trepar por unas escaleras de caracol, y á los cien peldaños desembocó en una galería, apenas alumbrada por algunos faroles; apenas entró, llegó á sus oídos la voz de dos mujeres que cantaban de una manera acompasada y lenta, como quien se fastidia, un villancico.

      – ¡Qué feliz sería yo – dijo – si no me cercasen y me rodeasen y me amargasen la vida, tantos negocios y tantos enredos! ¡y si no, cuán felices y cuán contentas están mi mujer y mi hija!.. es necesario dar un corte á esto; soy rico, á Dios gracias, y debo retirarme y descansar. Abre, Inesita, hija mía – dijo llegando á una puerta.

      Cesó el canto, oyéronse unas leves pisadas, se abrió la puerta, y con una palmatoria en la mano apareció una preciosa niña de diez y seis á diez y siete años.

      – ¡Cuánto ha tardado vuesa merced, señor padre! – dijo sonriendo al cocinero mayor – mi señora madre y yo estábamos con mucho cuidado.

      – ¡Y cantábais!

      – Por entretener la espera.

      – Pues más voy á tardar – dijo Montiño entrando en una pequeña habitación y sacudiendo su capa, que estaba empapada por la lluvia.

      – ¿Cómo que vas á tardar, Francisco? – dijo una joven hermosa también, y como de veinte años, que al levantarse para tomar la capa del cocinero mayor, dejó ver que estaba abultadamente encinta.

      – Sí, Luisa, sí; me obliga el hacer un pequeño viaje ahora mismo, un asunto bien desagradable.

      – ¡Y con esta noche!.. – dijo Luisa.

      – Mi hermano el arcipreste – dijo tristemente el cocinero mayor – se muere, y acaso no llegue á tiempo ni aun de cerrarle los ojos.

      – ¡Oh! ¡qué desgracia! – dijo Luisa.

      – ¡Está de Dios que yo no conozca á ningún pariente mío! – añadió Inés.

      – No hay que afligirse demasiado – dijo Montiño – , nacemos para morir y mi hermano era viejo.

      – ¿Y durará mucho tu ausencia, Francisco? – dijo Luisa.

      – Mañana, á más tardar, estaré de vuelta. Saca mi loba de camino, Inesita; y mis botas, yo voy por mis pedreñales, siempre es bueno ir bien preparado.

      Y Montiño abrió una puerta con una llave que sacó de su bolsillo, y entró y cerró.

      La mujer lanzó una mirada ansiosa á aquella puerta.

      Montiño atravesó otra habitación, abrió otra puerta y se encerró en un pequeñísimo aposento, en el cual había un fuerte arcón, una mesa y algunas sillas. Pero todo tan empolvado, que á primera vista se notaba que no se había limpiado allí en mucho tiempo.

      El cocinero mayor abrió el arcón, que apareció lleno de talegos; buscó uno de ellos con la vista y con las manos, con cierto respeto de adoración; desató lentamente su boca, y procurando que las monedas no chocasen, sacó como hasta una veintena de doblones de oro.

      – Hago un sacrificio, un inmenso sacrificio – exclamó suspirando – , el mayor de todos: dejar mi casa sola. No sé por qué el tío Manolillo tiene conmigo de algunos meses á esta parte chanzas que me inquietan. ¡Bah! ¡bah! yo recelo de todo… no hay motivo… están contentas… ella cada día más cariñosa… mi hija cada vez más empeñada en ser monja… Afuera, afuera sospechas infundadas… una sola noche… ¿qué ha de suceder en pocas horas?

      Y tomando un par de pedreñales ó pistoletes que estaban colgados de la pared, los cargó, les renovó los pedernales, y cerrando cuidadosamente el arca y las dos puertas que antes había abierto, salió á la habitación donde estaban su mujer y su hija, se vistió un traje de camino, se ciñó una espada, se colgó de la cintura los pedreñales, y después de despedirse de su mujer y de su hija, salió de la habitación, luego del alcázar, y llegó á las caballerizas, donde montó en un mulo, y salió de Madrid acompañado de un mozo de espuela de la casa real, que iba montado en otro mulo.

      No habría llegado aún Francisco Montiño al puente de Segovia, cuando su mujer, que había despedido á su hijastra para irse á dormir, se encerró en su dormitorio, se dirigió á una ventana, que parecía clavada, sacó con suma facilidad dos de los clavos, que sólo servían de una manera aparente, abrió, y tomando un papel, al que hizo tres agujeros, envolvió en él un pedazo de pan, sin duda para dar al papel peso, y se puso á cantar, teniendo fijos los ojos en una ventana cercana de una torre que por aquella parte del alcázar estaba contigua á las habitaciones del cocinero mayor.

      Poco después se abrió aquella ventana y dejó ver únicamente su fondo obscuro.

      Luisa arrojó á aquel fondo el papel que envolvía el pan y que entró por el vano obscuro de la ventana que acababa de abrirse.

      Inmediatamente cerró Luisa la ventana, y dijo suspirando, como suspira una mujer impaciente y enamorada:

      – Si á las tres no ha vuelto Francisco, no vuelve de seguro hasta mañana; tienen tiempo de avisarle y vendrá: ¡oh! ¡qué suerte tan infeliz la mía!

      – ¿Por qué cantará así mi madre, siempre que mi padre pasa alguna noche fuera de la casa? – decía Inés rebujándose en sus sábanas – . ¡Ay, si yo pudiera avisarle! pero le ha tocado hoy de servicio, y no se puede mover de la portería de pajes.

      La niña se durmió sonriendo, como sonríe una virgen á su primer amor, á su único amor puro. No sabemos si Luisa durmió también; pero lo que sí sabemos es que entre tanto el cocinero mayor caminaba rápidamente al paso de andadura de los dos poderosos mulos, y que el camino hasta Navalcarnero se acabó antes de que se acabasen sus encontrados pensamientos.

      Cuando llegó al pueblo eran las doce de la noche.

      Apeóse en la puerta de la casa donde había nacido, y no tuvo necesidad de llamar, porque encontró su puerta franca de par en par.

      Algunas mujeres pasaban de la cocina á una sala baja muy atareadas, y entre ellas apareció una anciana.

      – ¿Vive mi hermano? – dijo Montiño, adelantando hacia aquella mujer.

      – ¡Ah!