Y la buena mujer introdujo al cocinero mayor en una sala baja, y de ella en una alcoba, donde, asistido por un fraile francisco, había un anciano expirante.
– ¡Señor arcipreste!¡señor arcipreste! – dijo la anciana – ; he aquí vuestro hermano que ha llegado.
Abrió penosamente los ojos el moribundo.
– No veo – dijo con voz apenas perceptible.
Y calló, como si aquel «no veo» le hubiese costado un inmenso esfuerzo.
– Padre – dijo la anciana, dirigiendo la palabra al religioso – , el señor arcipreste me tenía encargado que cuando viniese su hermano, le dejásemos solo con él.
– ¡Oh!¡pues cumplamos su voluntad! – dijo el fraile y salió.
El moribundo y el cocinero mayor quedaron solos.
– ¡Soy yo, hermano mío!¡soy yo! – dijo Montiño, estrechando las manos al arcipreste.
– ¡Allí! ¡allí! – dijo el moribundo, extendiendo el brazo hacia el fondo de la alcoba de una manera vaga y penosa.
– Sí, sí; no te fatigues, hermano mío: allí está el cofre que encierra la fortuna de Juan.
– Sí – dijo el moribundo.
– ¡Pedro! un esfuerzo – dijo Montiño acercando su semblante al de su hermano, que empezaba ya á descomponer la muerte – : ¡Pedro, el nombre de su padre!
– Su padre es… el gran… el gran… duque de Osuna.
– ¡Ah! – exclamó Montiño – . ¿No deliras, hermano?
– ¡El duque… de Osuna! – repitió el arcipreste, haciendo un violento esfuerzo, que acabó de postrarle.
– ¿Y su madre…? ¿su madre…?
– La duquesa… de…
– ¡Pedro! ¡Pedro! un solo esfuerzo.
El moribundo hizo un esfuerzo desesperado para hablar y no pudo; levantó la cabeza, dejó oír un gemido gutural, y luego su cabeza cayó inerte sobre la almohada.
Había muerto.
CAPÍTULO IX
LO QUE HABLARON LERMA Y QUEVEDO
Desde que don Francisco de Quevedo se resignó á esperar, pensando, al duque de Lerma, hasta que apareció el duque, pasaron muy bien dos horas.
Era el duque uno de esos personajes que se llaman serios; su edad rayaría entre los cuarenta y los cincuenta años; respiraba prosopopeya; vestía con una sencillez afectada, y en sus movimientos, en sus miradas, en su actitud, había más de ridículo que de sublime, más hinchazón que majestad; era un hombre envanecido con su cuna, con sus riquezas y con su privanza, que había formado de sí mismo un alto concepto, y que se creía, por lo tanto, un grande hombre.
Quevedo permaneció algún tiempo sentado, después que apareció el duque.
Esto hizo fruncir un tanto el ceño á su excelencia.
– Me han avisado – dijo con secatura – de que me esperaba aquí una persona para darme en propia mano una carta de la señora duquesa de Gandía.
Quevedo se levantó lentamente, y sin desembozarse, sin descubrirse, sacó de debajo de su ferreruelo una mano y en ella la carta de la duquesa de Gandía; cuando la hubo tomado Lerma, Quevedo se volvió hacia una puerta que el duque había dejado franca.
– Paréceme que huís, caballero – dijo el duque.
Quevedo se detuvo, pero permaneció de espaldas.
– Y no creo que haya motivo – añadió el duque, mirándole de alto abajo y sonriendo de una manera que nos atreveremos á llamar triunfante – ; no creo que haya motivo para que tan embozado, tan en silencio, y con un encubrimiento y un silencio tan inútil, vengáis á mi casa y pretendáis salir de ella; como os habéis tapado la cruz y el rostro con el ferreruelo, debiérais haberos puesto en cada pie un talego, á fin de tapar vuestros juanetes y disimular lo torcido de vuestras piernas; no digo esto por mortificaros, sino porque comprendáis que os he conocido, don Francisco.
Volvióse Quevedo, se desembozó, se descubrió echando atrás con gentil donaire la mano que tenía su sombrero, y levantando su ancha frente, dijo fijando el vidrio de sus antiparras en los ojos del duque:
– ¡Romance!
– ¡Romance y vuestro! Soltadle, don Francisco, soltadle, que ya me tenéis impaciente.
Guardó un momento silencio Quevedo, y luego dijo con voz sonante y hueca, cortando los versos de una manera acompasada, y dándoles cierta canturía:
– Dióme Dios, por darme mucho,
con una suerte perversa,
cabeza dos veces grande,
y pies para sostenerla.
Vine al mundo como soy,
aunque venir no quisiera;
la culpa fué de mi madre,
que no se murió doncella.
Por los pies me ha conocido
el ingenio de vuecencia;
es difícil que conozcan
á algunos por la cabeza.
Hay quien puede en pies de cabra
enderezar su soberbia,
porque lo que todo es aire,
cualquier cosa lo sustenta.
Y acabado el romance, se dejó caer el sombrero sobre la cabeza, se embozó de nuevo, y se volvió á la puerta franca.
El duque se adelantó y cerró aquella puerta.
– Sois mi prisionero – dijo.
– Mandadme dar cena y lecho – repuso Quevedo, sentándose otra vez en el sillón que habla dejado, como si se encontrara en su casa.
– No os he soltado de San Marcos para encerraros otra vez – dijo Lerma – . Quiero que seamos amigos.
– ¡Ah, condesa de Lemos! – exclamó Quevedo.
– ¿Por qué nombráis á mi hija, cuando os hablo de otros asuntos? – dijo con el acento de quien se siente contrariado, el duque.
– Dígolo, porque vuestra hija ha sido antes y ahora la causa.
– No os entiendo.
– Basta con que Dios me entienda.
– Si vos galanteásteis á mi hija hace dos años…
– Don Francisco de Sandoval y Rojas, vos sois uno de aquellos hombres de quienes dice la criatura: tienen ojos y no ven.
– Veo que os equivocáis; vos creéis que la causa de vuestra prisión en San Marcos, fueron vuestras solicitudes á doña Catalina.
– Me afirmo en lo dicho: sois ciego; yo cuando se trata de mujeres…
– Estáis por las que valen… y pretendéis por ellas ser valido.
– Valiera yo poco si tal valimiento buscara – y continuó – ; yo, cuando se trata de mujeres, no solicito, tomo…
– ¿De modo que…?
– No he solicitado á vuestra hija.
– ¿Y qué habéis tomado de ella? – añadió con precipitación el duque.
– Un ejemplo de lo que sois.
– ¡Ah! vos para conocerme…
– Os miro.
– Pero me miráis con antiparras.
– Para