– ¡Pero vos lo sabéis todo!¡acabáis de llegar!..
– Súpelo en San Marcos, y fué un día grande para mí; el único de grandeza que conozco al rey Felipe III; como que desterraba de la corte á vuestro marido, y á mí me permitía venir á enterrarme en ella, ó mejor dicho, á enojarme.
– ¡A enojaros!
– Sí por cierto, á enojarme en vuestros ojos.
– ¡Ah, don Francisco!, el amor debía tener un decálogo.
– ¡Torpe soy!
– ¿Vos torpe?
– ¡Si no os entiendo!, á no ser que el decálogo del amor empezase de esta manera: el primero, amar á la condesa de Lemos sobre todas las cosas.
– Bien decís que sois torpe; el decálogo del amor debía decir: el segundo no galantear en vano.
– Porque sé que en vanísimo enamoro, digo que viniendo á la corte, me entierro. Pero del mal el menos; viniendo vos sola, no temo que nadie pise mi alma en su sepultura.
– Acabaréis por enfadarme, don Francisco – dijo con seriedad la condesa.
– ¿Enfadaros, vos, cuando yo estoy alegre? ¿nublaros cuando yo amanezco?
– ¿Es decir, que os alegráis de mi abandono?
– ¡Alégrome de vuestra resurrección!
– Es que yo no me he muerto.
– Os enterraron en el matrimonio, poniéndoos por mortaja al conde de Lemos. ¿Cómo queréis que no me alegre, cuando os desamortajan y os desentierran? ¿Cómo queréis que no exclame?
Conde que te has condenado,
porque pecar no has sabido:
bien casado, mal marido,
¡guárdete Dios, desterrado!
– ¡Sois terrible! – exclamó riendo la condesa.
– Perdonadme, pero de tal modo me han hecho vomitar versos en San Marcos, que aún me duran las ansias; donde piso, dejo sátiras; de donde escupo, saltan romances; donde llega mi aliento, se clavan letrillas. Pero prometo, á fe de Quevedo, no volver á hablaros sino en lisa prosa castellana.
– ¿Sin jugar del vocablo?
– Lo otorgo.
– ¿Ni del concepto?
– No me atrevo á jurarlo, porque me tenéis tan presa el alma y os teme tanto, que no sabe por dónde escaparse.
– Siempre que no me habléis de amor… ya sabéis donde vivo.
– Me aprovecharé de vuestra buena oferta, y me contentaré con adoraros en éxtasis.
– Es que yo no quiero veros idólatra. Pero dejando esta conversación, que os lo aseguro, me disgusta, ¿á dónde íbais por aquí?
– Iba en busca de un hombre que se me ha perdido, y voy á buscarle á casa del duque de Lerma, vuestro padre, donde según dicen le habré hallado.
– ¿Vais á casa de mi padre?
– No, por cierto, voy á buscar al cocinero de su majestad.
– ¿Qué, se encuentra en casa de mi padre?
– Allí está prestado.
– ¿Queréis hacerme un favor, don Francisco?
– ¿No sabéis que podéis mandarme?
– Pues bien: os mando que llevéis esta carta á donde ese sobrescrito dice.
– «Al duque de Lerma, en propia mano» – dijo Quevedo.
Y se quedó profundamente pensativo.
– ¡Sé que sois enemigo de mi padre, que os pido un gran sacrificio! Pero…
– ¿Me lo pagaréis?..
– Os lo… agradeceré en el alma.
– ¡Iré! – dijo Quevedo, levantando la cabeza con resolución.
– ¿Y no queréis saber el contenido de esta carta?
– Me importa poco.
– Podrá suceder…
– Me importa menos.
– Adiós – dijo precipitadamente la condesa.
– ¿Por qué?..
– Suenan pasos, y se ven luces – dijo la de Lemos – . Si nos encontraran aquí juntos…
Quevedo apagó la luz de la condesa de un soplo, y luego sopló su linterna.
– ¿Qué hacéis? – dijo la condesa, que se sintió asida por la cintura y levantada en alto.
– Desvanecerme con vos á fin de que no nos vean.
– Soltad, ó grito.
– Pueden conoceros por la voz.
– ¡Traen luces y nos verán!
– Allí hay unas escaleras.
Y luego se oyó el ruido de las pisadas de Quevedo hacia un costado de la galería.
Luego no se oyó nada, sino los pasos de algunos soldados que iban á hacer el relevo de los centinelas.
Uno de ellos llevaba una linterna.
– ¿Qué es esto? – dijo el sargento tropezando en un objeto – un candelero de plata con una bujía.
– Y una linterna de hierro.
– Las acaban de apagar.
– Cuando entramos había aquí una dama y un caballero.
– Dejad eso donde lo hemos encontrado y adelante. En palacio y en la inquisición, chitón.
Siguieron adelante los soldados, atravesando lentamente la galería.
Poco después se oyeron de nuevo las pisadas de Quevedo.
– Buscad mi candelero – dijo con la voz conmovida la de Lemos.
– Y mi linterna – contestó con un acento singular Quevedo.
– Ved que ésta es mi mano – dijo la condesa.
– No creía que estuviéseis tan cerca de mí.
– ¡Ah! ya he dado con él.
– Ya he dado con ella.
– ¡Adiós, don Francisco! mañana me encontraréis todo el día en mi casa.
– ¡Adiós, doña Catalina! mañana iré á veros… si no me encierran.
– ¡Adiós!
– ¡Adiós!
– ¡Oh, Dios mío! – murmuró la condesa alejándose entre las tinieblas – , creo que no me pesa de haberle encontrado. ¿Amaré yo á Quevedo?
Entre tanto, Quevedo, adelantando en dirección opuesta, murmuraba:
– Capítulo VI. De cómo no hay virtud estando obscuro.
Poco después extinguióse de una parte el crujir de la falda de la condesa, y de la otra el ruido de las lentas pisadas de Quevedo.
CAPÍTULO IV
ENREDO SOBRE MARAÑA
Quevedo salió del alcázar, se puso en demanda de la casa del duque de Lerma y se entró desenfadadamente en un destartalado zaguán, cuya puerta estaba abierta de par en par.
Aquel zaguán, hijo genuino del siglo XVI, á pesar de su irregularidad, de su pavimento terrizo y de sus paredes rudamente pintadas de rojo y blanco imitando fábrica,