Al decir esto, pusieron en mi mano una espada del tamaño ordinario.
– Su merced – dijeron – parece que tiene buen brazo; pruebe el temple de esta espada contra ese muro de piedra. Tire una estocada a fondo y no tema.
Tengo, en efecto, un brazo vigoroso: con toda mi fuerza ataqué de punta contra el sólido granito; la violencia del golpe fué tal, que el brazo se me quedó insensible hasta el hombro durante una semana, pero la espada no se embotó ni sufrió lo más mínimo.
– Mejor espada que ésta – dijo un obrero antiguo, natural de Castilla la Vieja – no la ha habido para matar moros en la Sagra.
Durante mi estancia en Toledo me alojé en la Posada de los Caballeros, nombre muy merecido en cierto modo, porque existen muchos palacios menos suntuosos que esa posada. Al hablar así, no vaya a suponerse que me refiero al lujo del mobiliario o a la exquisitez y excelencia de su cocina. Las habitaciones estaban tan mal provistas como las de todas las posadas españolas en general, y la comida, aunque buena en su género, era vulgar y casera; pero he visto pocos edificios tan imponentes. Era de inmenso grandor, compuesto de varios pisos, de traza algo semejante a la de las casas moras, con un patio cuadrangular en el centro y un aljibe inmenso debajo, para recoger el agua llovida. Todas las casas de Toledo tienen aljibes parecidos, adonde, en la estación lluviosa, van a parar las aguas de los tejados por unas canales. Esta es la única agua que se emplea para beber; la del Tajo, considerada como insalubre, sólo se usa para la limpieza, y la suben por las empinadas y angostas calles en cántaros de barro a lomo de unos pollinos. Como la ciudad está en una montaña de granito, no tiene fuentes. En cuanto al agua llovida, después de sedimentarse en los aljibes, es muy gustosa y potable; los aljibes se limpian dos veces al año. Durante el verano, muy riguroso en esta parte de España, las familias pasan casi todo el día en los patios, cubiertos con un toldo de lienzo; el calor de la atmósfera se templa por la frialdad que sube de los aljibes, que responden al mismo propósito que las fuentes en las provincias meridionales de España.
Estuve próximamente una semana en Toledo; en ese tiempo se vendieron algunos ejemplares del Testamento en la tienda de mi amigo el librero. Algunos curas tomaron el libro del mostrador donde se encontraba y lo examinaron, pero sin decir nada; ninguno lo compró. Mi amigo me enseñó su casa; casi todas las habitaciones estaban forradas de libros desde el suelo hasta el techo; y muchos de ellos eran de gran valor. Díjome que su colección de libros antiguos de literatura española era la mejor del reino. Estaba, empero, menos orgulloso de su librería que de su caballeriza; y como advirtiera que yo entendía algo de caballos, su estimación y su respeto hacia mí crecieron por modo considerable.
– Todo lo que tengo – decía – está a la disposición de usted; veo que es usted un hombre de los que a mí me gustan. Cuando quiera usted dar un paseo a caballo por la Sagra, no tiene usted más que avisar a mi criado y le ensillará el famoso cordobés entero que compré en Aranjuez al deshacerse la yeguada real. Sólo a otro hombre le dejaría yo el caballo, y ese hombre es Flinter.
En Toledo encontré a una gitana abandonada, con un hijo de unos catorce años de edad; no era toledana; había ido allí desde la Mancha en pos de su marido, preso bajo la inculpación de robo de caballerías; el delito se le probó, y de allí a pocos días iba a salir para Málaga con una cadena de galeotes. El preso carecía en absoluto de dinero, y su mujer recorría las calles de Toledo diciendo la buenaventura para ganar unos pocos cuartos con que ayudar al marido en la cárcel. Me dijo que se proponía seguirle a Málaga, donde esperaba poder proporcionarle medios de fuga. ¡Qué ejemplo de amor conyugal! Por añadidura, el amor estaba todo en un lado solo de esa pareja, como ocurre con frecuencia. Su marido era un tunante despreciable, que la había abandonado marchándose a Madrid, donde vivió en concubinato con Aurora, criminal notoria, por cuyas instigaciones cometió el robo que ahora tenía que expiar.
– Y si tu marido logra escaparse en Málaga, ¿adónde va a ir?
– Al chim de los Corahai, hijo mío; a la tierra de los moros, a ser soldado del rey moro.
– ¿Y qué va a ser de ti? – pregunté – . ¿Crees que te llevará consigo?
– Me dejará en la costa, hijo mío, y en cuanto haya cruzado la pawnee2 negra, me olvidará, no pensará más en mí.
– ¿Por qué te tomas tantos trabajos por él, sabiendo lo ingrato que es?
– ¿No soy su romi, hijo mío, y no estoy obligada por la ley de los Calés a asistirle hasta lo último? Si al cabo de cien años volviera de la tierra de los Corahai y me encontrase viva, y me dijese: «Tengo hambre, mujercita; vé a robar o a decir bají», iría sin falta, porque es el rom y yo la romi.
Al regresar a Madrid encontré abierto todavía el despacho. Se habían vendido algunos Testamentos, aunque en cantidad nada considerable. La obra luchaba con grandes inconvenientes para su difusión, por la ilimitada ignorancia de la gente respecto de su tenor y contenido. No era, pues, maravilla que despertase poco interés. Para llamar la atención del público sobre el despacho, imprimí tres mil carteles en papel amarillo, azul y carmesí, y los pegué por las esquinas, y además inserté en los periódicos una información relativa al caso; el resultado fué que en muy poco tiempo apenas hubo alguien en Madrid que no conociera la existencia de la tienda y del libro. En Londres y París, estas diligencias habrían asegurado, probablemente, la venta de la edición entera del Nuevo Testamento en pocos días. En Madrid, el resultado no fué tan lisonjero; al cabo de un mes de estar abierta la tienda, sólo se había vendido un centenar de ejemplares.
Este proceder mío no podía por menos de producir gran sensación: los curas y sus secuaces rebosaban de enconada furia, que durante cierto tiempo tuvieron por conveniente manifestar sólo con palabras; estaban en la creencia de que el embajador y el Gobierno británicos me protegían; pero su malignidad hacía temer cualquier ataque, por atroz que fuese; y si la comparación no fuese inadecuada a mí, gusano el más insignificante de la Tierra, diría que, como Pablo en Éfeso, estaba luchando con fieras salvajes.
El último día del año 1837, mi criado Antonio me dijo así:
– Mon maître, no tengo más remedio que dejarle a usted por una temporada. Desde que volvimos de nuestro viaje estoy descontento de la casa, de los muebles y de doña Mariquita. Por tanto, me he ajustado de cocinero en casa del conde de… donde ganaré al mes cuatro duros menos de lo que su merced me da. Me gusta la variedad, aunque sea para perder. Adieu, mon maître; deseo que encuentre usted un criado tan bueno como se le merece. Sin embargo, si necesitara usted alguna vez con urgencia de mes soins, llámeme sin vacilar, y en el acto me despediré de mi nuevo amo, si todavía estoy con él, e iré a buscarle a usted.
Así me vi privado de los servicios de Antonio por cierto tiempo. Estuve unos cuantos días sin criado, al cabo de los cuales ajusté a cierto cántabro o vasco, natural de Hernani, en Guipúzcoa, que me habían recomendado mucho.
CAPÍTULO XXXVII
Euscarra. – El vascuence no es el irlandés. – Dialectos del sánscrito y del tártaro. – Una lengua de vocales. – La poesía popular. – Los bascos. – Sus caracteres. – Las mujeres bascas.
Entramos ahora en el año 1838, acaso el más fecundo en acontecimientos de cuantos pasé en España. El despacho continuaba todavía abierto, con ligero incremento en la venta. Como tenía entonces pocas cosas importantes que hacer, di a la estampa dos obras, en cuya preparación llevaba trabajando ya algún tiempo. Estas obras eran las traducciones del Evangelio de San Lucas al vascuence y al caló.
Poco tengo que decir respecto de la traducción del Evangelio al gitano, porque ya he hablado de esto en otra obra3: lo traduje, así como la mayor parte