Jenara, que era la maja, volví hacia atrás la cara a cada instante para responder a Falfán de los Godos, y en uno de estos dimes y diretes habló así:
– Sí, hoy mismo he tenido noticias suyas. Pipaón me entregó esta mañana una carta que es de perlas, por las muchas cosas ingeniosas que me dice. Creo que en mucho tiempo no le veremos por acá. Me anuncia que piensa casarse.
Jenara hablaba en voz muy alta; pero como Falfán de los Godos era algo teniente, es decir, sordo, nadie lo extrañaba. Al mismo tiempo la de Porreño daba con el codo a Sola y le decía:
– ¿Pero no me oye usted lo que le pregunto? Tres veces he preguntado a usted que si conoce a aquel comandante que pasa, y no me ha dado contestación… Por lo visto aquí todos son sordos… Se ha quedado usted lela; ¿en qué piensa usted que está tan pálida?… ¿no oye usted?…
– Sí, sí – replicó Sola, como se replicaría a las avispas, si la picada de estas alimañas fuera, en vez de picada, pregunta. – He oído perfectamente.
La de Porreño, al ver que por aquella banda no sacaba nada de provecho, se volvió a la otra y a Presentación. Después que la oyó, Presentación, que era muy maligna, dijo así:
– Aguarde usted. Mandaré a casa por la Guía de Forasteros, y con ella en la mano le diré a usted los nombres de todos los comandantes, capitanes y coroneles que hay en España.
La de Porreño miró al cielo, como si quisiera ponerle por testimonio de tanta injusticia. Bueno es decir que no vestía de maja ni de cosa que lo pareciera, sino a la moda pura y neta de 1822, con dulleta que ella misma había trocado en pelliza, aplicándole los restos de un capisayo antiguo. Su tocado era el llamado de turbante, guarnecido de cordones que fueron de oro y unas plumas que más parecían de escribano que de avestruz, como no pudiera aplicarse a uno y otro.
– También a mí me han dicho que piensa casarse – manifestó Falfán de los Godos.
Entonces se oyó un murmullo, una voz sorda y general que sin decir nada, claramente decía: «Ya viene, ya viene, ya, ya…». La multitud se agitó cual una gran culebra que pone en movimiento todas sus vértebras, y en los balcones hubo un hondo suspiro de ansiedad que corrió de un cabo a otro de la calle. Todos los ojos miraban a la Puerta del Sol, por donde sonaba como el mugido de un mar, y al poco rato se vio que se agitaba la superficie de cabezas y que brincaban saltando por encima de la gente penachos de caballos, plumas de morriones y espadas desnudas. El murmullo creció, estalló la marcha real como un trueno, y empezó a pasar la corte.
Sola no veía nada, sino una confusa corriente de colorines y formas, caballos que parecían hombres, hombres que trotaban, y un rodar continuo de formas y magnificencias, todo en tropel y borrosamente al modo de nube formada de la disolución de todas las visiones humanas. Un cerebro que desfallece, permitiendo la alteración de las sensaciones ópticas suele producir desvanecimiento y síncope; pero Sola hizo un esfuerzo, cerró los ojos, dejando pasar la mareante comparsa, y así resistió, fuertemente asida a los hierros del balcón. Cuando, pasada la corriente de abigarrados coches, sólo quedaban los escuadrones de escolta, principió a serenarse; pero todavía su visión estaba perturbada, y las casas y balcones cuajados de damas seguían corriendo juntamente con la caballería.
Principiado el desfile por delante de Palacio, los regimientos de infantería pasaban por la calle.
– Ese, ese coronel, ¿quién es? – preguntó súbitamente la de Porreño.
– Si no me engaño, es el moro Muza – replicó Presentación.
Diciéndolo, el caballo que montaba el teniente coronel señalado por Salomé resbaló, y sin que el jinete pudiera sujetarlo, cayó pesadamente, arrastrando a este. La caída fue tremenda. Oyose inmensa gritería mujeril. Detúvose la gente, arremolinose el regimiento, acudieron soldados y paisanos al infeliz jinete, magullado y aturdido por la fuerza del golpe, y alzándole del suelo le entraron en una tienda para darle algún socorro. Era un hombre de cuerpo largo y flaco, cara morena y varonil. Al ser levantado del suelo hacía recordar involuntariamente la figura de D. Quijote tendido en tierra después de cualquiera de sus desventuradas aventuras.
En los balcones de Bringas agolpáronse todos para ver al caído.
– ¡Pobre hombre! – exclamó Cordero.
– ¡Y qué bien iba en el caballo! – dijo la de Porreño.
– Se parece al de la Triste Figura – indicó Bringas.
– Es el mismísimo D. Quijote – observó Olózaga.
Jenara volviose prontamente, y con cierto tonillo de enfado dijo así:
– Pues no es D. Quijote, señor discursista, sino D. Tomás Zumalacárregui, apostólico neto y con un corazón mayor que esta casa.
Cuando poco o nada había que ver en los balcones, Bringas obsequió a sus amigos con algunas golosinas, acompañadas de licores y agua fresca, y unos hartos de dulces, otros sin probarlos, empezó a desfilar. D. Benigno con Sola y sus hijos fue a recorrer las calles para ver los preparativos de las grandes fiestas que empezaban aquel día, y principalmente para contemplar y admirar por sus cuatro costados el templete, monumento de lienzo pintado de que se hablaba mucho y que con grandes dispendios se construyó en la Puerta del Sol sobre la misma Mariblanca. Era la máquina más bonita que habían visto los madrileños hasta entonces. Millares de personas la admiraban a todas horas formando un círculo de papamoscas, y a la verdad, las columnas pintadas, las cuatro estatuas y el globo terráqueo que lo tapaba todo como un bonete harían caer de espaldas a Miguel Ángel, Herrera y a todos los arquitectos habidos y por haber.
Todo lo fue examinando Cordero, y sobre todos los preparativos dio opiniones muy discretas. En los días y noches siguientes llevó a su familia a ver las comparsas e iluminaciones y a admirar la gran novedad del carro triunfal alegórico mitológico manolesco, dispuesto por el corregidor Barrajón, y en el cual iban haciendo de ninfas varias bellezas de Madrid, entre ellas Pepa la Naranjera que subida en el escabel más alto representaba a la Diosa Venus.
La gente decía que iba vestida de Venus, de lo que resultaba un contrasentido; pero el decoro de nuestras costumbres y la santidad de los tiempos no habrían consentido que las diosas salieran a la calle como andaban por el Olimpo.
V
Entre las muchas sociedades más o menos secretas que amenazaron el poder de Calomarde, hubo una que no precisamente por lo temible sino por otras razones merece las simpatías de la posteridad. Llamose de los Numantinos y componíase de mucha y diversa gente. Entre los atrevidos fundadores de ella hubo tres cuyos ilustres nombres conserva y conservará siempre la historia patria: llamábanse Veguita, Pepe y Patricio.
El objeto de los Numantinos era, como quien no dice nada, derrocar la tiranía. Los medios para conseguir este fin no podían ser más sencillos. Todo se haría bonitamente por medio de la siguiente receta: matar al tirano y fundar una república a estilo griego.
Retratemos a los tres audaces patriotas, ante cuya grandeza heroica palidecerían los Gracos, Brutos y Aristogitones.
El primero, Veguita, tenía diez y ocho años y era de la piel de Barrabás, inquieto, vivo, saltón, con la más grande inventiva que se ha visto para idear travesuras, bien fueran una voladura de pólvora, un escalamiento de tapias, una paliza dada a tiempo o cualquier otro desafuero. Su casta americana se revelaba en el brillo de sus negros ojos, en su palidez y en sus extremadas alternativas de agitación e indolencia. Vino de América casi a la ventura. Su madre le envió a Europa para educarse y para heredar. Si esto último no fue logrado, en cambio su nueva patria heredó de él abundantes bienes de la mejor calidad. Pertenecía a la célebre empolladura del