La persona a quien de este modo hablaba el tendero de encajes no tenía un interés muy vivo en aquellas graves cosas de que pendía quizás el porvenir de la patria; pero llevada de su respeto a D. Benigno, le miraba mucho y pronunciaba un sí al fin de cada parrafillo. Conocida de nuestros lectores desde 1821, esta discreta joven había pasado por no pocas vicisitudes y conflictos durante los ocho años transcurridos desde aquella fecha liberalesca hasta el año quinto de Calomarde en que la volvemos a encontrar. Su carácter, altamente dotado de cualidades de resistencia y energía que son como el antemural que defiende al alma de los embates de la desesperación, era la causa principal de que las desgracias frecuentes no desmejorasen su persona. Por el contrario, la vida activa del corazón, determinando actividades no menos grandes en el orden físico, le había traído un desarrollo felicísimo, no sólo por lo que con él ganaba su salud sino por el provecho que de él sacaba su belleza. Esta no era brillante ni mucho menos, como ya se sabe, y más que belleza en el concepto plástico era un conjunto de gracias accesorias realzando y como adornando el principal encanto de su fisonomía que era la expresión de una bondad superior.
La madurez de juicio y la rectitud en el pensar; el don singularísimo de convertir en fáciles los quehaceres más enojosos, la disposición para el gobierno doméstico, la fuerza moral que tenía de sobra para poder darla a los demás en días de infortunio, la perfecta igualdad del ánimo en todas las ocasiones, y finalmente aquella manera de hacer frente a todas las cosas de la vida con serenidad digna, cristiana y sin afán, como quien la mira más bien por el lado de los deberes que por el de los derechos, hacían de ella la más hermosa figura de un tipo social que no escasea ciertamente en España, para gloria de nuestra cultura.
– Los que no la ven a usted desde el año 24 – le dijo aquel mismo día D. Benigno observándola con tanta atención como complacencia, – no la conocerán ahora. Me tengo por muy feliz al considerar que en mi casa ha sido donde ha ganado usted esos frescos colores de su cara, y que bajo este techo humilde ha engrosado usted considerablemente… digo mal, porque no está usted como mi pobre Robustiana ni mucho menos… quiero decir, proporcionadamente, de un modo adecuado a su estatura mediana, a su talle gracioso, a su cuerpo esbelto. Beneficios de la vida tranquila, de la virtud, del trabajo, ¿no es verdad?… Todos los que la vieron a usted en aquellos tristes días, cuando a entrambos nos pusieron a la sombra y colgaron al pobre Sarmiento…
Este recuerdo entristeció mucho a la joven, impidiendo que su amor propio se vanagloriase con los elogios galantes que acababa de oír. Eran ya las once de la mañana, y vestida como en día de fiesta para acompañar a D. Benigno, esperaba en la tienda la señal de partida.
– Aguarde usted: voy a hacer un par de asientos en el libro – dijo este sentándose en su escritorio. – Todavía tenemos tiempo de sobra. Iremos a la casa de D. Francisco Bringas, de cuyos balcones se ha de ver muy requetebién toda la comitiva. Los pequeños se quedarán con mi hermana y llevaremos a Primitivo y a Segundo. ¿Están vestidos?
Los dos muchachos, de doce y diez años respectivamente, no tenían la soltura que a tal edad es común en los polluelos de nuestros días; antes bien encogidos y temerosos, vestidos poco menos que a mujeriegas, representaban aquella deliciosa perpetuidad de la niñez que era el encanto de la generación pasada. Despabilados y libertinos en las travesuras de la calle, eran dentro de casa humildes, taciturnos y frecuentemente hipócritas.
Gozosos de salir con su padre a ver la entrada de la cuarta reina, esperaban impacientes la hora y formando alrededor de la joven grupo semejante al que emplean los artistas para representar a la Caridad, la manoseaban so pretexto de acariciarla, le estrujaban la mantilla, arrugándole las mangas y curioseando dentro del ridículo. La joven tenía que acudir a cada instante a remediar los desperfectos que los dos inquietos y pegajosos muchachos se hacían en su propio vestido, y ya atando al uno la cinta de la gorra o cachucha, o abotonándole el casaquín, ya asegurando al otro con alfileres la corbata, no daba reposo a sus manos ni tenía ocasión para quitárseles de encima.
– No seáis pesados – les dijo con enfado su padre, – y no sobéis tanto a nuestra querida Hormiguita. Para verla, para darle a entender que la queréis mucho, no es preciso que le pongáis encima esas manazas… que sabe Dios cómo estarán de limpias: ni hace falta que la llenéis de saliva besuqueándola…
Esta reprimenda les alejó un poco del objeto de su adoración; pero siguieron contemplándola como bobos, cortados y ruborosos, mientras ella, con la sonrisa en los labios, reparaba tranquilamente las chafaduras de su vestido y las arrugas del encaje, para abrir luego su abanico y darse aire con aquel ademán ceremonioso y acompasado, propio de la mujer española.
Entretanto, allá arriba, en el piso donde vivía la familia oíanse batahola y patadillas con llanto y becerreo, señal del pronunciamiento de los dos Corderos menores, Rafaelito y Juan Jacobo, rebelándose contra la tiranía que les dejaba encerrados en casa en la fastidiosa compañía de la tía Crucita.
– Ya escampa – dijo Cordero señalando al techo con el rabo de la pluma, – oiga usted al pueblo soberano que aborrece las cadenas… Verdad que mi hermana no es de aquellas personas organizadas por la Naturaleza para hacer llevadero y hasta simpático el despotismo.
Y dejando por un momento la escritura entró en la trastienda dirigiendo hacia arriba por el hueco de la tortuosa escalerilla estas palabras:
– Cruz y Calvario, no les pegues, que harta desazón tienen con quedarse en casa en día de tanto festejo.
– Idos de una vez a la calle y dejadme en paz – contestó de arriba una voz nada armoniosa ni afable, – que yo me entenderé con los enemigos. Ya sé cómo les he de tratar… Eso es, marchaos vosotros, marchaos al paseíto tú y la linda Marizápalos, que aquí se queda esta pobre mártir para cuidar serpentones y aguantar porrazos, siempre sacrificada entre estos dos cachidiablos… Idos enhorabuena… a bien que en la otra vida le darán a cada cual su merecido.
Violento golpe de una puerta fue punto final de este agrio discurso, y en seguida se oyeron más fuertes las patadillas infantiles de los corderos y el sermoneo de la pastora.
– Siempre regañando – dijo D. Benigno con jovialidad, – y arrojando venablos por esa bendita boca, que con ser casi tan atronadora como la de un cañón de a ocho, no trae su charla insufrible de malas entrañas ni de un corazón perverso. Mil veces lo he dicho de mi inaguantable hermana y ahora lo repito: «es la paloma que ladra».
Esto lo dijo Cordero guardando en su lugar las plumas con el libro de cuentas y todos los trebejos de escribir, y tomó después con una mano el sombrero para llevarlo a la cabeza, mientras la otra mano trasportaba el gorro carmesí de la cabeza a la espetera en que el sombrero estuvo.
– Vámonos ya, que si no llegamos pronto encontraremos ocupados los balcones de Bringas.
La joven alzaba la tabla del mostrador para salir con los chicos, cuando la tienda se oscureció por la aparición de un rechoncho pedazo de humanidad que casi llenaba el marco de la puerta con su bordada casaca, sus tiesos encajes, su espadín, su sombrero, sus brazos que no sabían cómo ponerse para dar a la persona un aspecto pomposo en que la rotundidad se uniera con la soltura.
– Felices, Sr. D. Juan de Pipaón – dijo don Benigno observando de pies a cabeza al personaje. – Pues no viene usted poco majo… Así me gusta a mí la gente de corte… Eso es vestirse con gana y paramentarse de veras. A ver, vuélvase usted de espaldas… ¡Magnífico! ¡qué faldones!… A ver de frente… ¡qué pechera! Alce usted el brazo: muy bien. ¡Cómo se conoce la tijera de Rouget! De mis encajes nada tengo que decir… ¡qué saldrá de esta casa que no sea la bondad misma! Póngase usted el sombrero a ver qué tal cae… Superlative… ¡Con qué gracia está puesta la llave dorada sobre la cadera!… ¿Estas medias son de casa de Bárcenas?… ¡Qué bien hacen las cruces sobre el paño oscuro!… una, dos, tres, cuatro veneras… Bien ganaditas todas, ¿no es verdad, ilustrísimo señor D. Juan?… ¡Barástolis! parece usted un patriarca griego, un sultán, un califa, el Rey que rabió o el mismísimo mágico de Astracán.
Conforme lo decía iba examinando pieza por