D. Benigno se rió de estas despiadadas burlas; mas lo hizo por pura galantería, pues siendo entusiasta admirador de la joven y generosa Reina, no admitía las interpretaciones malignas de su parroquiana.
– Ello es, querido D. Benigno – añadió esta – que yo he determinado quitarme de en medio. Presiento no sé qué desgracias y persecuciones. Deseo una vida retirada y oscura. No más tertulias, no más versos dedicados a bodas reales, embarazos de reinas y nacimientos de princesas, no más murmuración ni secreto sobre lo que no me importa. Si su casa de usted me gusta, a ella me vengo y en ella me encierro… Decidido, señor de Cordero.
– Como buena y cómoda no hay otra en Madrid.
– Yo quisiera verla.
– Lo haré presente al señor de Muñoz y de seguro me dará permiso para que usted la vea.
– No, no se moleste usted – dijo la dama, observando con atención el rostro de Cordero, por ver si se turbaba. – ¿No son iguales todos los pisos?
– Todos enteramente iguales.
– Pues enséñeme usted el entresuelo donde usted vive… Pero ahora mismo. Tengo prisa. Quiero decidir de una vez.
Levantose resueltamente dirigiéndose a alzar la tabla del mostrador para pasar a la trastienda. De aquel modo brusco y ejecutivo hacía ella todas sus cosas.
– No hay inconveniente, señora – dijo Cordero manifestando más bien agrado que contrariedad. – Pero la señora me permitirá que no la acompañe, porque tendría que dejar la tienda sola. El chico no está.
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